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PRIMERA PARTE 1. Madrugada de tres2

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Barcelona, 31 de diciembre de 19373

–Un fusilamiento es algo muy desagradable; tres, todavía se pueden aguantar.

–Muy optimista, tan temprano.

Sobre el pavés de un mar de acero, en el trocatinte nublo del horizonte, el sol renaciendo como un pezón, y su areola sonrosada. José Rivadavia (juez de la República, toroso y pie plano, alto de color, salpimentado el cabello, las manos cruzadas descansando sobre las posaderas; las aletas del gabán al aire, batiendo el unto de una panza bien establecida) baja, paso ante paso, el recuesto del fuerte de Montjuich4 contestando a Julián Templado, de estatura no más de mediana, paticojo, miope, bamboche, vedijoso, sentenciero; médico por más señas, mal hablado y amigo de las mujeres: cuanto menos decentes, más.5

Apenas las siete de la mañana, una bruma lechosa, de tierra adentro y río, por las asentaderas de las cortadas y el llano. Anúnciase el sol para todo el día a escondidas del mar dormido al socaire de la ciudad. A medida que sube gana en deslumbre lo que pierde en sangre. Un frío fino y quieto.

–Los hombres temen el dolor, no la muerte.

–Cuida las meninges: no te pierdas por original. La gente muere bien cuando se sabe sin salida: con cura a la vera, o fusiles al frente.

–A la vera de la otra orilla –dice Templado, a quien gustan los juegos de palabra y los retruécanos.

–Lo malo es cuando hay escapatoria: tortura con canto salvador, camino donde correr o médico posible.

–A la fuerza ahorcan y el suicidio un callejón sin salida.

–Sí, de esos que los franceses llaman culo de saco. Y el paraíso asusta a cualquiera. Si tuvieses que morir como esosa, ¿qué pedirías?

Se pararon, Templado dudó un momento la respuesta.

–Ser fusilado en campo abierto –contestó–. Lo terrible es la tapia, el patio, el cuartel, el horizonte cerrado…

–Sin cuartel –retrucó Rivadavia.

–Hace unos días, al despertarme –continuó Templado, echando de nuevo a andar–, me dio el sol en la cara y al defenderme con la sombra de mi brazo hirió el rayo un botón de nácar de la bocamanga de mi pijama, la luz se descompuso en él: ¡preciosidad de aquella materia irisada! Con eso por delante puede uno morirse tranquilo. No hay milagro mayor, ni prueba más evidente de la existencia de Dios: yab puede correr San Vicente Ferrer. Morir con los ojos vendados, o en un foso, no me dice nada. Hasta cierto punto lo del nácar me hizo pedirte el ver las ejecuciones.

Julián Templado hace una pausa. Sigue:

–Hemos quedado servidos.

–Creí que conocías a alguno de ellos.

–Todavía me quedan entrañas. Bueno es saber en lo que me tienes.

Templado miró de soslayo la adiposa humanidad del juez.

–La magistratura te ha dejado en los huesos.

–¿No trataste a Valdés?

–No. De vista; aquí, allá.

–¿Y la embaucadora?

–¿La Lola? La conozco, pero así: de una mesa a otra.

–Me extraña. Tan del Ritz como tú.

–No. El botón de nácar.

–Estarás satisfecho.

–Sí. Valió el madrugón.

Los pájaros y las sirenas. Un perro sale disparado de un seto. El traquido de los antiaéreos: en el confín de lo visible cinco trimotores enemigos en migración. Las borlitas de los obuses por un cielo todavía desteñido e incierto. Los dos hombres levantan las narices al cielo.

–La muerte en bicicleta –comenta Templado–, te la traen envuelta en papel de plata. El verdadero maná. Lo que le gusta a los hombres es la ruleta, el jugar; y con lo desconocido, mejor. Por eso habrá siempre guerras: yo te mato, tú me matas, él se mata, etc. Además, colmo de bienes: permitidas las trampas, los encimeros, florear el naipe, todo se reduce a inventar malillas. Ya lo dice la gente: el que da primero da dos veces.

–¡Cómo estás a las siete de la mañana! ¿Has jugado esta noche?

–Por no hacer tarde. Estuve de guardia hasta las dos. Pero no importa. El ver hombres desnudosc no viste.

Templado calla un momento y coge, al paso, una hoja del seto vivo.

–Siempre se muere desnudo; como esos de esta madrugada; lo de las botas puestas son cuentos, se muere siempre como lo que se es. Puede uno prevenirse contra todo menos contra eso. No valen refugios.

Pasan los aviones a tres mil metros, viran, descargan sus bombas por los alrededores del puerto. Les parece advertir el desliz de los proyectiles.

Álzanse, con el rebombar trágico, enormes, abullonadas humaredas pardas y grises en la primera mañana sorprendida, todavía dormidas las palomas.

–Los crímenes de madrugada, más alevosos que los mismísimos nocturnos; ¿qué opinas, juez?

–Eres un frívolo.

–Sois partidarios de las frentes asurcadas, de las palabras premeditadas y de la Academia. Para ti lo serio siempre es grave.

Los bombardeadores se van, mar adentro; síguenles, a veces adelantándose, las pellas blancas y negras de los obuses estallando. Al trueno del cañón cercano las palomas cambian el vuelo, dando plata por sombra.

–Ahora salen los cazas.

–A buenas horas, mangas verdes.

–No ladres. Si no estuvieses al cabo de la calle te diría más de dos cosas. Nuestra guerra es de milagro –contesta Rivadavia.

–¿Crees en ellos?

–¡Qué remedio! En el frente cuando hay un fusil para dos y tres cargadores por fusil se consideran felices. Y seguros. Lo sabes como yo. El día que se sepa la artillería que tenemos y el número de nuestra aviación se tendrá que suicidar Franco. Si ganara. Es nuestra última bomba: moriría del ridículo.

Echan a andar, ha vuelto el amanecer.

–No nos ha tocado hoy –dice Templado–, el mismo verbo que para la lotería. Una buena guerra, de cuando en cuando, y no hay nada mejor para la salud.

–Yo, de ti, con esa letra haría un tango.

–Tómalo a chacota. Yo siempre me acuerdo de lo que me contaba mi abuelo el francés de las carpas.

–Di.

–Ya te lo he contado: ¿no? Mi abuelo era uno de esos vascos que hizo fortuna traficando con esclavos, con no sé qué casa de Lyon: la misma que empleó luego a Rimbaud en Abisinia.6d, hijo, tengo sangre de negreros en el cuerpo. Lo sucedido fue que uno de los deudores de mi abuelo le dio por pago un château por el centro de Francia. De ahí le vino el apodo. Después hemos venido muy a menos.

–Ya lo veo –dijo Rivadavia–. ¿Qué tienen que ver las carpas con los bombardeos?

–El abuelo era gran comedor y entendía como nadie de carne de pescados. Tenía el orgullo de sus carpas y cada cuatro o cinco años les echaba lucios, porque sin eso, con la pereza de la buena vida la carne de las carpas se iba reblandeciendo, perdiendo calidad. Los lucios son unos pesívoros terribles, y, por salvar las escamas, doña carpa se iba meneando ligera la cola, dándole firmeza y gusto a sus mollas.

–Blandas o duras, se las acababa comiendo tu abuelo.

–Este es otro problema, y de la inmortalidad no responde nadie. Lo cierto: que en los países duros de vivir la guerra no sorprende. Es la ventaja de Castilla sobre Cataluña, y ya pueden estos desgañitarse. La tierra no tiene remedio, cuanto más desnuda más dura; aquí con tanto perifollo se pierden. La aridez enseña la presencia de la muerte. Los españoles, digo los españoles para no molestarte, pero pienso: los castellanos, no se dan nunca por vencidos. ¿Qué nos puede vencer? Un francés, por no decir un catalán, es capaz de lamerle el tafanario al vencedor; de limpiarle las botas, de bailarle el agua al que ha podido más. Es un sentimiento mediterráneo.

–Te oigo y no te escucho. Que, si no, acabas en una de esas canteras.

Rivadavia, a pesar de su apellido, es murciano.

–No hay quien nos gane: atados, presos, en trizas, siempre estamos a dos dedos de la victoria. Lo has visto esta mañana. Los tres han muerto como si no les importara; como Dios.

–Ninguno era castellano.

–No importa.

–Menos mal.

–Cuando no duele todos se componen para morire. Aquí lo último que se pierde es la esperanza, la vida se va antes. Lo de hoy ha sido ejemplar. Cada uno ha muerto según su ley, y no la tuya. Te han podido: el fascista murió con el brazo extendido y gritando «Arriba España», Valdés con el puño en alto como si hubiera sido en Burgos,7 y el Moreno, como le correspondía: cagando. Y no fue por miedo, que el que lo hace así no tiene tiempo de prevenirse, se le aflojan a uno las asentaderas sin más. Le apretaba el enemigo y juzgó natural evacuar sus necesidades. La alegoría es nuestra. Se lo debemos todo a lo árido, a lo duro, a lo bronco del suelo. Aquí no nos importa la vida, sino la opinión. Por eso cada español es universal y cantonalista: lo mejor, lo nuestro (¿no hemos dominado el mundo?).

–Muy sentencioso tienes el no dormir.

Los pasos sobre la grava.

–¿Dónde los entierran? –pregunta Templado.

–Allá abajo. ¿No conociste a Valdés?

–Ya te he dicho que no.

El hombrón saca una carta del bolsillo interior de su chaqueta, y se la da, desdoblada, a Templado.

Detiénese el médico a la altura de un cinamomo que empieza a parir sombra.

–Mala letra.

–Déjate de historias, y a ella.

Tras los saludos y alguna recomendación personal, leyó:

«Lo ridículo es que muero por una mujer: por tonto. El tonto que sabe que lo es, más tonto. Lo he visto venir y no he movido un dedo. ¿Abulia? Un no importarle a uno las cosas, vivir y ver, dejarse ir, un “ya veremos” y “mañana será otro día”. Creer que todo es nada y al “¡qué más da!”.

»Muero por la lengua, como un pez, por la boca. Y porque siempre me ha gustado darme importancia y hacer creer a los demás que estaba en el secreto de cosas que, como es natural, ignoraba. De tanto darme aire, me falta. Caían los tontos, pero yo siempre he sido demócrata y con tal de que me envidiara la mayoría me daba por satisfecho. A veces yo mismo me lo llegaba a creer.

»No quise insinuar la verdad frente al tribunal. ¿Para qué? Tenía bastante con el papel de bobo. Los golpes de pecho no hubieran servido para nada. ¿Aceptar el papel de traidor arrepentido? ¿Cargar con el sambenito de vendido a una potencia extranjera? No tenía ningunas ganas de que pretendiesen arrancarme confesiones. Muero por fanfarria, por darme tono, por “importante”.

»Se lo quiero decir a Ud. una vez muerto, para que no dude de mi palabra. Yo sabía, como todos, que Lola era del SIM.8 Y, sin embargo, le fui diciendo lo que ella quería que le dijese. Todo no se hizo en un día. No protesto de mi suerte, porque lo mismo le hubiera dicho si en vez de ser “de los nuestros” hubiese sido espía: bastaba que fuese puta, y que yo viese su juego. Ese sentirme dueño de sus propósitos, el adivinar sus intenciones, fue un incentivo irresistible. ¿Me hubiese creído alguien? Es lo malo de los agentes provocadores, cuando se sabe que lo son y no los toma uno en serio.

»Me perdió la verdad cuando la mentira me hubiese salvado, y aun merecido ascensos. Pero quise ser “honrado”. Jugar limpio; y me jugué la piel, la misma que pierdo.

»A mí me gustaban las putas (el pasado se lo dedico a usted). La ramería de guerra no varía de la eterna, a pesar de las imaginaciones. La dejé revolotear; no es tonta, ni yo tonto, a pesar de serlo. Ahora me río: sabía perfectamente a quién Lola Cifuentes iba con los cuentos, y las cuentas. ¿Quién me hubiese creído antes de muerto? La única, quizá, ella. Si por casualidad ve este papel lo tendrá por venganza póstuma. Verdad de verdad, no sé si me alegraría; la quiero y la tengo simpatía. Pero, aviada va la República…

»La verdad es que lo hice por divertirme, para ver lo que pasaba, porque sí. Sin más razón que la mía, que se me va al cielo.»

–Lo que se llama írsele a uno el santo al cielo –dijo Rivadavia, que seguía la lectura con la mirada.

«La niña preguntaba a derechas y a torcidas, y aun al través y a izquierdas, y yo la toreaba; pero tuve que soltar prendas; y las he tenido que pagar. La verdad es que me tiene sin cuidado morir. Allí me las den todas: lo que se llama un republicano. Como usted verá no pierde nada la humanidad con el negocio de esta madrugada. Me planto.»

–Las diez de últimas. Desde luego, lo han plantado.9 Todo eso era fachada –comenta Templado.

–Hijo, entre la fachada y los adentros, va lo de la forma al color. Cualquiera sabe. Acaba. Sí, esta cuartilla más pequeña.

Templado leyó, en otro papel, escrito a lápiz:

«Importa para vivir dormir lo menos posible, que los momentos que valen la pena están por encima de los sueños. Todos mis compañeros de promoción, que no tienen más recuerdos que los de su doctorado en Madrid o el haberse salvado de una catástrofe, todos esos que ahora solo viven escondidos, con el único deseo de que los tengan por muertos… (aquí algo borrado).

»Es posible que llegara a creer que la quería. Quise creerlo. Pero ya que escribo la verdad y las confesiones se han hecho para el placer del interesado, fomentar los vicios o, si usted quiere, justificarlos (un peso entre dos siempre va a medias, y no le digo a usted nada si el partenaire es Dios), sepa que lo que me gustaba en las mujeres era el tufillo de los demás. Me interesan los hombres, y como no soy marica, encontraba en las cualquieras la madre que me llamaba. No me bastó la guerra.»

–¿Qué era?

–Farmacéutico, hijo de farmacéutico.

–Creí que me habías dicho que el boticario era el fascista.

–No, ese era hijo de un fabricante de Sabadell. Camisa vieja. Aparato emisor y toda la pesca. Además, no rechistó. Gallito, consecuente y honrado en su deshonra. De esos que hay que fusilar por enemigos, y no como el Federico Espada a quien hubo que suprimir por… entusiasta.

–Tenía una pinta estupenda.

–¡Y tanto! Y una buena fe a prueba de bombas. Con la misma que acabó con todo el Ayuntamiento de Navalbajo. Para él los traidores somos nosotros.

–Éramos.

–Purista. Cuando la revuelta de mayo10 mi Federico Espada estaba de responsable en un pueblo minero de Aragón. De grande y de bruto, ya has visto cómo era. No se le ocurrió más que venirse a Barcelona con siete camiones cargados de trilita. «Para convencer a la gente que era una barbaridad lo que estaban haciendo.» Como lo oyes. Llegó a las siete de la tarde a Navalbajo y se fue para el Comité. Necesitaba gasolina para sus camiones. Se la negaron, entre otras cosas porque acababan de oír el discurso de García Oliver pidiendo que cesara el fuego;11 aquí, en Barcelona, maldito el caso que le hicieron: una pistola caliente en la mano puede mucho, pero en los pueblos aquello produjo su efecto. Yo me represento muy bien a ese majagranzas matalón, carcomido de herpes, camino de Barcelona con sus camiones. Los españoles somos grandes cuando somos cien; más, nos entrematamos.

–Y cuando menos.

–Menos, sabemos morir. Bueno, morir no se aprende. Llevamos en la sangre cierto sentido orgulloso de la muerte, como si esta fuera una empresa personal. Añade desconfianza y desprecio hacia los pares, lo cual nos inclina a la oratoria. Nuestra medida es la conquista de América: la tripulación de una carabela representa el número de españoles necesario para realizar hazañas. Un ejército no la hubiera llevado a cabo, y la horda nos sobrepasa. En esta guerra de ahora, y en las pasadas, los guerrilleros, los dinamiteros, lo comprueban. Lo español: el puñado y tirar p’alante.

–No tenemos términos medios –dijo Templado por decir algo.

–Y la falta de templanza es, en cierto modo, la razón de nuestra grandeza y de nuestro derrumbamiento. Somos crueles por unilaterales. La bolsa o la vida es un galicismo; lo nuestro: la bolsa y la vida. La heroicidad es crueldad para consigo mismo. Y la crueldad es un problema fundamental de nuestra manera de ser. ¿Te das cuenta de lo que es un pueblo entero descubriéndola?

Templado miraba de soslayo a Rivadavia, de quien no era muy amigo. Desembocaban en la avenida flanqueada de espárragos de cristal, que da en la Plaza de España.

–Los muertos no cuentan en la historia; lo que contará en la nuestra es el empuje de los desesperados.

Rivadavia cogió a Templado del brazo y prosiguió:

–Y el desprecio. Aquí la gente no se vende, odia. Entiendo algo de eso; no vienen a la denuncia por el tanto por ciento, la gente chivatea por gusto y vaga creencia en el deber. Por extremada. Todos tienen en menos que nada el aguachirle y las componendas. El abrazo de Vergara sigue siendo una mancha en la historia nacional.12

–Orgullo.

–Quizá. Ese es otro problema. Por eso despreciamos la vanidad; y los extranjeros se asombran de la chulería de nuestra aristocracia. La vanidad es el vicio contrario al orgullo, que es una virtud cardinal. Pero aquí el cogollo es la intemperancia, la falta de moderación. No hay más justicia que la propia: raíz del fracaso de la República. Este no es país de Salomones. Preferimos las cadenas a los paños calientes. De ahí el éxito de los anarquistas y la maravilla del pueblo luchando con palos y piedras contra las ametralladoras.

–Y el salir perdiendo.

–Los demás no acaban de entender esta guerra nuestra. No se la pueden explicar. Porque el hombre, aquí, intenta todavía, desesperadamente, salvarse agarrado a su mito decimonónico. Pero lo útil vence sin remedio la verdad; y la disciplina, la libertad. Esta es la sal trágica de nuestra lucha sin remedio. Los comunistas echan las culpas y los errores de cada día sobre las espaldas del individualismo. En general, van diciendo que son los únicos que trabajan en serio. Quizá. Pero corren tras otro mito todavía no entrañado. ¡Qué le vamos a hacer! Lo que importa es que el Federico Espada se cargó al comité en pleno y tuvo su gasolina. Y esta madrugada, tras expeler su mojón, ya le viste plantarse ante el pelotón, los brazos en asa y decir, a la buena de Dios: «Vamos allá».

–Como si el allá fuese la vuelta de la esquina.

Habían llegado a la plaza. Se pararon a esperar el tranvía.

–Y cuando pase el tiempo, y se acabe esta guerra, ¿para qué crees tú que habrán muerto estos tres? –pregunta Rivadavia.

–Para que se sigan rajando las tripas sus sucesores.

–¿Lo dices de verdad?

–Pues a ver si no, majo.

–Me recuerdas –dijo Rivadavia– un cuáquero que me visitó ayer. Uno de esos americanos magníficos para quienes existe la filantropía, y para quienes la guerra se reduce a viudas, huérfanos y leche condensada. Me contó que su hijo –tiene cinco años el chaval–, a quien, como es natural, ha inculcado todo el odio que siente por la guerra y su fanatismo pacifista, y que en su vida ha oído otro cantar, al despedirse le preguntó:

–¿Hay peligro para ti, papá?

–Un poco. Pero no importa –le contestó mi cuáquero–, un hombre que quiere ser hombre debe hacer el bien y no fijarse en el peligro.

El chico se quedó callado y, luego, le dijo muy serio:

–Mira, papá: coge un fusil y mátalos antes de que te maten a ti.

Llegaba el tranvía. Templado y Rivadavia se agarraron arracimándose a la plataforma, para ir al centro de la ciudad.

Campo de sangre

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