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6. La cena, II
Оглавление31 de diciembre de 1937 Las diez
El patrón espera en la puerta, por la que no cabe de frente, la cabeza inclinada hacia adelante, como una tortuga.
–Bueno. A ver qué nos das para festejar el Año Nuevo.
–Huevos y lo que vosotros habéis traído.
–¿Aceitunas?
–Sí. Y medio panecillo por barba. Y no me pidáis más, que no tengo.
Salta Herrera:
–He traído dos chuscos.
Pregunta Rivadavia:
–¿Y el aceite?
Gruñó afirmativamente el paquidermo.
–Aceite de oliva, todo mal quita –dice Sancho.
–Andando: las aceitunas, los huevos fritos y lo otro. Manda más vino. Deja la puerta abierta, que no se puede, del humo.
–Cinco botellas de Perelada que os he guardado como oro en paño. ¿No hay refrán, Sanchito?
–Págamelos a real –responde el aludido, que es agarrado.
Templado saca un salchichón de sus entretelas.
–De la embajada de Cuba.
–¡Viva Cuba! –dice Herrera con su vozarrón, sin gracia.
–¿Cómo has tardado tanto? –pregunta Rivadavia al médico–. Hemos acabado el vermut, tómalo como castigo.
–Me avisaron a última hora para que fuese ver a un crío. Sin remedio. No comen.
Hay un silencio.
–¿Cómo coméis por allá arriba?
–Según llega –responde Herrera.
–Y eso que nunca han comido –anota Rivadavia, que es buen tragador, los puños gruesos, la ropa limpia, luciente la papada mollar.
–Así podemos con la guerra. Otros soldados quisiera yo ver aquí: sin vino, sin tabaco.
–Al mozo que le sabe bien el pan, pecado es el ajo que le dan –suelta el dibujante.
–¿Acabas?
–Dirás lo que quieras, pero suena a tierra, a la gazmoñería de los campesinos ricos –y enlaza un sucedido–. Un labrador de esos que tenía con qué, no mucho, de esos que necesitan veinte hombres para recoger la cosecha; veinte jornaleros, que trabajan de sol a sol cobrando seis reales y comidos. Aquel don Bueno les escatimaba el pan. Entendámonos, no lo negaba, pero lo iba dando a regañadientes:
–¿Entoavía? Coméis más de lo que valéis.
Al fin y al cabo lo cortaba. Pero lo que era maldecir… Trabajaba allí uno cetrino, alto, seco, duro como palo. Extremeño y poco amigo de bromas. Se le acerca al patrón.
–Oiga usted, deme usted dos tajadas de pan.
–¡Puñeta! ¿No te basta con una? Ni que fuerais cerdos.
Sancho, enrollado en sus cobertores, se animaba contando cuentos, moviendo los brazos como una marioneta.
–Deme usted dos tajadas de pan.
El patrón lo ve tan serio que tira de navaja, decenta y le da las dos lonjas. El hombre, con toda calma, se mete una de ellas en la faja y le tiende la otra al amo.
–Póngasela usted en la faja.
–Pero…
–Que se la ponga usted en la faja.
El tío, un tanto acoquinado, se la enfunda. Van al tajo; el dueño al ojo, por aquello de «al buey dejadle mear y hartadle de arar». Se traspone el sol, vuelven a la alquería. El cavatierra se acerca al dueño:
–¿A ver el pan?
El patrón, que ni se acordaba, saca su trozo, intacto. El peón se desliga la faja: cae el almodón hecho migas. Se lo señala al burgués despectivamente, con la mano, y, mirándole ahítoa las niñas le dice roncero y con sorna:
–Pues dentro: igual.
–Bueno –alaba Cuartero–. ¡Paco! ¿Llegan o no esas aceitunas?
–Hechos de lo que comemos– dice Templado.
–No, sino «a lo que»b –corrige Rivadavia.
–No concedo. De lo que comes y respiras.
–Depende a lo que aspiras –interviene Sancho.
–No compliques. Si dejas de comer, dejas de respirar.
–Toma –continúa el dibujante– y si dejas de respirar dejas de comer. Y más de prisa. Con tu teoría, un hombre no es de carne: de viento.
–Entiende, condenado: mi aire es el tuyo, el mismo para todos.
–Que se lo pregunten a los mineros –interviene Herrera.
–Si hay que apurar tanto las cosas, no hablemos.
–Lo que hay es que precisar.
–¡A paseo con vuestro amor de las cosas concretas! –contesta con cierto enfado el médico–. ¡Acabaréis con el mundo!
–Sí. Y haremos uno nuevo –sornea Herrera.
–¡Vais aviados! Tan distinto del presente como el año que empieza esta noche lo será del que todavía colea.
–Ilustre albéitar: en cuanto te ponen pegas te vuelves airado, abandonas; como si fuese injurioso para tu superioridad tan evidente. Eres un débil inconstante, flaco, tumbado a la bartola, incapaz de esfuerzo. Tomas lo que te dan, y ya está bien.
–¿Has bebido?
–Ni jota; dos tristes vermuts.
La mesa es ancha, el mantel blanco, con viejos lamparones vináticos que Templado procura esconder de su vista a favor de los ceniceros. Los recuerdos de la sangre son demasiado recientes.
Nunca me podré librar –piensa–. ¡Menstruación de la vista! Y en los adentros, ¿qué? También, te corre fina, fina la sangre.
Tienen el colodrillo par de los tabiques, y a esa altura una franja de saín. Dales luz una perilla, desnuda de perifollos.
–Aquí se jode el frío.
–El frío está en relación directa del espacio que le corresponde a uno. Se hace uno a las piedras que le rodean. Los viejos no quieren evacuar, prefieren morir a abandonar el armario de luna.
–Estás equivocado –dice Templado por el puro placer de contradecir–: son las piedras las que le hacen a uno. No se hace el hombre al nicho, sino que se hacen los nichos para los hombres.
–Calla, animista, guitón.
–Nada de animismo, joven. Creo en el mundo y en el hombre: su centro –dice riendo, Templado.
–Su paralelo –replica Herrera.
–Y yo en Dios –salta Cuartero.
–Al freír será el reír –acaba Sancho–. Las posiciones han sido conquistadas tras una brillante lucha.
Un mozo viejo, gitano, jacarandoso, trae los cubiertos, el vino y las aceitunas.
–¡Dónde las sevillanas de antaño!
–Aquellas sevillanas trajeron estas zapateras, m’hijo.
Las pobres picudas y avellanadas no tienen gran aire, pero todos sobrecaen sobre sus escasas mollas.
–¿Cómo aceitunas tan chicas pueden tener huesos tan grandes? –pregunta Sancho, que solo come dos.
–Anda con ellas.
–Aceitunas: una es de oro, dos de plata, la tercera mata.
–Solo había oído eso de las cerillas. Déjate de garambainas y come.
Sancho, como tonto, recae en el salchichón.
Herrera mastica con evidente placer. Templado se pasa las yemas de los dedos por los cañones de su barba, resegados de la mañana, ya en pie: ¡suerte la de esos niños rubicundos y barbilampiños! Los años, Julianillo.
–¿Pasas mucho miedo? –pregunta a Herrera.
–Mucho. Y estoy en el Estado Mayor. Eso de que le caigan a uno bombas encima, bueno: se ven los aviones. Te tumbas, lo que sea sonará. La artillería es una invención traicionera.
Beben todos en silencio.
–La valentía es una cuestión de principio –dice Cuartero–. Se aprende de niño.
–Déjate de niñerías. ¡Cualquiera sabe cómo está hecho uno y lo que lleva dentro! ¿Conocéis al marica de Felipe? Pues allí le tenéis, impávido. Las aguanta como don Tancredo.61 Se queda uno de piedra. No hay como la guerra para aprender. Uno creía que el valor era cosa de tenerlos bien puestos. Y ya veis. Yo creo que si todos se diesen cuenta de que pueden morir, echarían a correr. A morir de verdad. Lo que sucede es que siempre creemos que le va a tocar la china al vecino.
–Corren sin necesidad de eso –dice Sancho.
–No seas impertinente.
–Yo no puedo hablaros del valor, porque no le tengo. Un valiente de verdad no te dirá en qué consiste. Quien te hable de eso será un vivalavirgen o un empavorecido.
–Mejor es el hombre por los pies que por las manos.
Traen los huevos.
–¿A cuánto los cobras? –le preguntan al dueño.
–Para vosotros a diez pesetas. Porque habéis traído el aceite. Sí. Los compro a cuarenta y cincuenta pesetas la docena.
–¡Voto a tal! –exclama Herrera, dándose un morrón en el tabique; saltéase todo por la mesa: le habían llegado las rótulas al tablero–. ¡Los pude comprar ayer en Tarancón a diez pesetas la docena! No quise porque me pareció un robo. La tasa: cinco cincuenta.
–Encuéntralos, guapo.
–Claro que encontraré.
–Para la tropa.
–Y yo, ¿qué soy?
–No tienes idea –empezó Rivadavia.
–Límpiate que vas de huevo.
No era chiste.62 Limpiose el fiscal con el mantel, dejando un rastro brillante, cometa de yema. La falta de jabón mata servilletas.
–La ciudad se ha convertido en un gallinero –sigue el juez–. Se recomienda un vistazo a las azoteas. Hasta en las rejas de la Pedrera.
–¿Qué es la Pedrera?
–El alias de un edificio de Gaudí: paseo de Gracia, esquina a Provenza.
–¡Ah, sí!; el PSUC.63
–Allí tienes, a ras de la calle, entre rejas, gallinas picando.
–Cada ciudadano ha venido a trocante.
–En cada caletre un menú. Tras el menú, otro menú. solo se piensa en la manduca.
–¿Para qué crees tú que mi mujer va a la peluquería? –pregunta Cuartero–. ¿A que le ricen los rizos? ¿A que le marquen la ondulación? ¡Ca, hombre! A cambiar una pastilla de jabón por medio kilo de arroz, que a su vez dará por las patatas que necesita. O una lata de sardinas que le ha traído un capitán, primo de la tía de la sobrina de la otra tía, que a la noche aprenderás trasmutado en otra pastilla de jabón.
–En las sastrerías venden patatas; en los ultramarinos solo mostaza, y se acaba. A más de las cosas raras: pasta dentífrica que te venden como de anchoasc. Barcelona se ha convertido en una inmensa, minúscula lonja.
–Sí, la casa de Trócame Roque.
–Majadero. Aquí no importan los frentes, sino las lentejas. Las mujeres se te ponen tiernas cuando les dices «chocolate». Los alimentos ablandan los corazones.
–¿Sabéis dónde compro los huevos para mi casa? –dice Sancho–. En una casa de citas de la calle de la Diputación. Tengo que cargarme las realquiladas con tal de que suelten los divinos adminículos.
–Lo curioso es cómo lo sexual pasa a segundo plano –asegura Rivadavia–. Por eso las mujeres aborrecen la guerra. La muerte y el hambre las relega a segundo término. Su poder decrece. No creáis que el horror que le tienen a la matanza es humanitarismo. Más crueles son que los machos. Al principio del movimiento les bastaba, para ir en coche, arremangarse un tanto las faldas. ¿Os acordáis de Claudette Colbert en New York-Miami? Bueno: no necesitan las mozas de película ni cintas para aprender ese camino. Ahora nadie les hace maldito el caso. Órdenes son órdenes, me dicen que dicen los chóferes, las purgaciones ayudando. Pero hijo, si hacen la misma seña con un cigarrillo en la mano paran todos. Todavía no se ha hecho con salchichones, pero sí con patatas. Todos parecemos perritos amaestrados. Antes les miraban la cara, ahora las manos.
–Esta época pasará a la Historia como la edad de la colilla.
–Sí –dice Herrera–, las condiciones de la vida determinan las del espíritu y sus obras.
Templado sonríe para sus adentros del claro barniz marxista.
–El cambio, el toma y daca, el trocar, el mudar, el variar, alterar, el cambiazo y la permuta. Las ensaladas, los tomates, los pimientos, la media butifarra, los chorizos y las longanizas se nos han subido a todos a la cabeza. Todos nosotros conocemos un abogado, que no tengo por qué nombrar, que presta sus servicios, no siempre muy limpios, por huevos, quesos, almendras, vino…
–¿Cuánto le debo por la consulta? –dice, fingiendo la voz, Cuartero.
–Tres kilos de azúcar y diez botes de leche condensada. Si consigo que su hijo se quede en la fábrica y no vaya al frente, una caja de La Vache qui rit y un jamón –continúa Templado.
–Mire usted que solo podré conseguir medio.
–¡Su hijo irá al frente!
–¡Oh, señor abogado! Añadiré una lata de arenques de Noruega que mi hija ha conseguido del mismísimo cónsul. ¡Noruegos de Noruega! Una lata grande, ovalada, preciosa.
–Toda la ciudad es almoneda –sigue Rivadavia–. Todos nosotros, quieras que no, ya lo ves, tenemos las cuerdas vocales en el estómago.
–O creemos que la naturaleza es nuestra señora madre o no –taja Templado–. Sin llegar a Montesquieu (–Pedante –le suelta a media voz Cuartero), el crecimiento y la reproducción nacen del exceso del comer. De lo que comes de más. ¿Cómo no has de depender de lo que produces? ¿Cómo no has de aparecer ligado a lo que tragas? Somos materialistas o no lo somos. El cuerpo, nuestro padre.
–Y muy señor mío.
–Y con la mayor reverencia.
–Como sigáis así, me voy.
–Si ahora te hundo este cuchillo en el cuerpo se te fastidia el alma. Con dolor no hay quien trabaje. Sin dolor del alma tampoco haces nada de provecho. Si te corto ahora el meñique…
–Calla, ablandabrevas.
–Las peponas, chitón. Si trabajas apuntalando con la voluntad tus pensamientos y te viene a lancinar cualquier pega: adiós todo. La creación nace de una feliz disposición de la carne. Alabemos nuestro cuerpo dándole contento: dulce vino para el estómago que lo prefiera así, seco para el que lo guste. Golosinas a María. No hay más fuente que él –acaba Templado.
–Aceite y vino, y amigo antiguo.
–Al que prefiera salsa y grasa, salsas y grasas.
–Y torreznada al torreznero.
–Quien se regodee con magras, goce con ellas –sostiened el médico–. Dejémonos de forzar el placer. ¡Al diablo el qué dirán!, olvidemos el puesmelotengoquecomeraunquenomeguste. Recemos al bazo y al epiplón, al duodeno y al intestino grueso; recémosle al riñón, a la tráquea, al tiroides. ¡Que no haya mal año para buen ano! ¡Cantémosle al unto lo que es del unto! ¡Al páncreas! ¡Y alabémosles con vino! ¡Y sacrifiquémosles los carneros más sabrosos, las terneras más mollares! ¡Hecatombe al intestino delgado! ¡Hecatombe al intestino grueso!
–No te conozco –dice Cuartero a Templado.
–Hechos de lo que comemos, dramaturgo.
El mantel blanco, el calor de cinco amigos en un recinto tan escaso, el vino, la comida les contentaban, se sentían más anchos, más amigos los unos de los otros de lo que lo eran. El mantel blanco, el vaho, la sal, la pimienta, la ceniza, los platos, donde no quedaba el menor rastro de los huevos fritos, embebido el aceite con la miga apretada de los chuscos, ya olvidado el dorado cuscurroso de las claras, lo blandengue de las yemas: de la fárfara blancuzca a todos los amarillos, a todos los oros sucesivos del blanco al cobrizo; traían la carne, adobada con tomate. Sancho no se paraba:
–A puerco fresco y berenjenas, ¿quién tendrá las manos quedas?
–¡Vaya entrecuesto, niños!
–Echa vino –dice Herrera–. Cuando se come no se acuerda uno de la guerra. Mejor que el dormir: sin sueños. Como, luego existo.
Teruel, otra vez por los aires.
–Por eso España es un país inmortal –contesta Cuartero–. No se come, luego no se vive, luego no se muere.
–Allá me lleve Dios a morar donde un huevo vale un real.
–Calla, hereje. Basta con agua y ajo.
–Y el santo pan.
–Aceite, garbanzos o judías. Berzas.
–Y para de contar.
–Agua del Duero, caldo de pollo.
Échale Rivadavia un cantero de pan a Sancho.
–Lo dice mejor Lope –cita Cuartero:
En nuestro moral estambre lo que adelgaza es el hambre.64
–Todo adelgaza –hace constar Templado– menos el sexo, que es la medida. El hombre transforma la naturaleza, y la naturaleza transforma al hombree. Bonita fórmula. No forman un todo sino una relación. Por eso no soy animista, caballero, señor don Juez, ni panteísta.
–No dije eso, sino que estás borracho.
Sigue Templado adoptando el tono catedrático de un conocido de todos ellos, la voz hueca, el tenedor en una mano, batiendo el ritmo con la hoja del cuchillo que tiene en la otra.
–Podríamos decir que la naturaleza se transforma a sí misma; entonces ya no hay juego. Tampoco podemos asegurar que el hombre forma parte de la naturaleza desde el momento que la transforma. Creo en la influencia de los astros sobre los hombres, en la influencia de la tierra. Un lapón no es un abisinio: el sol, responsable.
Levantaba el tenedor a los cielos.
–Sé que el tam-tam es una cosa y el libre albedrío otra. Pero los españoles oyen el retumbar oscuro de la tierra castellana, sin más horizonte que su propio fin, arada como la mar, partida a veces por la estela de unos álamos temblones, más tremolantes que el sol sobre la mar, más obedientes a los vientos que pericos y sobrejuanetes. ¿O los caminos de la sierra? (Había empezado en broma, pero ahora la voz se le velaba.) Tierra gris, verde, amarilla de jisca, morada de cantueso. Mogotes y tolmos castellanos; azul claro y verde lejano. ¿Es que no lleváis eso en la sangre, a través de nuestro cuerpo? ¿No os duelen esas cantalinadas graníticas, insobornables, inablandables, improductivas laderas romeras, Galapagar, Torrelodones, Navacerrada, Chozas de la Sierra, Guadalix, Cabanillas, La Cabrera?
–¡Ala, ala!, cómo sale el castellano –sonríe Rivadavia.
–A mí me duelen, me salen a veces como diviesos. Y no hay fomentos calientes que valgan. El espíritu nacional es un dios lar, no hay mayor bien que esa ligazónf. Quizá la libertad sea esa propia cadena. El valenciano es gordo, el castellano magro, el andaluz oliváceo, el catalán subido de color.
–Me molestan las generalidades.
–El arroz, los garbanzos, las olivas, las longanizas… Me decía un suizo el otro día: debiéramos comer como borgoñones y comemos como suizos, bastante mal, medianamente: esa es la palabra. ¡Qué quiere usted, somos neutrales de naturaleza! A neutrales, comida neutra. Comemos cualquier cosa de cualquier manera. El español, abstemio porque es de tierra seca. La carne asada, porque no hay leche para salsas; ni mantequilla. Castilla desconoce las naranjasg y el gallego es hombre de fuego lento y el jándalo vivo como el aceite hirviendo, y quieto como él, cuando no lo gastan. El aragonés de las sierras, acecinado. Todos los de las costas acaban entendiéndose porque les corre el mismo pescado por las asaduras. Fraternidad de los borrachos. De siempre los banquetes han sido fiestas confraternales.
–¿Quieres que te siga el can? Dale pan.
–Al buen callar llaman Sancho –dice Herrera–. Ya está bien, condenado.
–Y al bueno, bueno, Sancho Martínez.
–¿Qué es la guerra, sino procurarse un gran banquete?
–Y Francia a la mejor mesa. El hombre está atado a la tierra por una tuerca sin fin. ¿No habéis visto morir de cólico miserere? No sabéis lo que es bueno. Por eso me río de los internacionalistas. Viven en las nubes. El aire no es sustento. Se puede morir, ya está bien, de un mal aire. ¿Es que a nosotros nos une la lengua? ¡Dejadme que me ría! He mirado siempre por encima del hombro a los hispanoamericanistas, esos que creen que el idioma une Aragón, Castilla, León, Murcia. Cuentos, aunque no quieran: del mismo cacho. Los americanos, hechos de su tierra, nosotros de la nuestra. Se prueba con los hijos. Hijos de español nacidos en ultramar, tan ultramarinos como el primero. Si no, Martí.65 Y doña Cecilia Bohl de Faber.66
–O la dama toro –dice Cuartero.
–¿Por qué?
–¡Ah, no sé! Un título como otro cualquiera. Mas la tierra no vence la lengua.
–Calla, catolicón. Nos une el gusto del agua, del aceite, del ajo. No importa el nacer, sino el comer. Todos esos que desprecian la cocina española y luego se precian de entender –gabachos– a Cervantes o Quevedo. ¡Van dados! Duéleles el aceite, como si las narices solo fuesen para las rosas.
–Veo a este –dice Rivadavia– entonando un canto a la cocina española, envuelto en un pañolón, como un Ardavín67 cualquiera:
¡Ay, cocinita española!
–Los jugos de los garbanzos castellanos, castellanos son, y no paraguayos, si en el Paraguay hay tan delicioso y áureo manjar. El sabor de la tierruca. Los ricos, acostumbrados a los restaurantes, acaban en híbridos, que en todas partes no cuecen habas. Gentes hay que nunca se pueden adaptar a un país extraño: por no tragar los condimentos de rigor. Los ingleses, más ingleses que ingleses en la China o el Transvaal, a fuerza de whisky y bacón holandés. Como te guste la comida de un país extraño más que la tuya, desarraigado estás. Se es del país del cual se comen las entrañas a gusto. El único nacionalismo que admito es el de los excrementos. ¿Quién más español que el Greco, el Padre Nieremberg o el obispo Gelmírez?68
–Ahora defenderás el estofado –dice Herrera.
–Tú no sabes lo que es un estofado, carota –clarinea Rivadavia, recogiendo la pelota con una voz que de pronto le sale aguda–: con aceite, vinagre, ajo, cebolla, especias; todo macerado a fuego lento en una vasija bien tapada. ¡Ni el potaje, ni las gachas, ni el cocido, ni el gazpacho recocido en los rescoldos de la brasa, ni el ajo arriero!
–Ajo blanco le dicen en mi tierra. Ajo crudo machacado, migajón, sal, aceite, vinagre y agua…
–Ni idea, niño, ni idea –grita Rivadavia–. Eso se llama, de verdad, gazpacho macareno. Oído al parche: se toman siete habas y siete almendras, se machacan con un diente de ajo. Gota a gota se humedece todo con aceite, hasta formar una suave pasta muy blanda. Luego, removiendo continuamente echas un litro de agua, una cuchara de vinagre, salpimentas. Añades medio kilo de migas de pan del tamaño de una avellana. Cuélalo. Si lo quieres llamar ajo caliente, dóralo con pimentón, pasándolo por el fuego.
Sancho se puso trabajosamente de pie, vocifera:
–¡Bacalao, bacalao, bacalao!
–Explícate, majareta.
–Desenfado a la única deidad no homenajeada. No sea que nos fastidie. Que el no llamar a todas las hadas trae malas consecuencias.
Se sienta, suspira:
–¡Quién durmiera cien años!
–Lo que defendió a Ulises de Circe –dice quedamente Cuartero– fue el ajo. Le salvó de convertirse en puerco. Me represento muy bien la escena. Circe airada:
–¡Vete, traidor, que apestas!
–Todo cuerpo huele a la tierra que lo parió, y el conejo de monte a tomillo y romero – reemprende Templado–. El ajo da orines picantes y desagradables, aumenta el apetito y facilita la salida de los gases.
–Majadero.
–Májame ajos –dice Sancho–; muchos ajos en un mortero mal los maja un majadero.
–La indiferencia española por el saber tragar produjo escándalo en Flandes. De ahí nació nuestra reputación de severos. Los luteranos dieron en comer mucho.
–De ahí decantamos –dice Rivadavia con su voz más aguda–: los españoles, sobrios por católicos; los alemanes, tragones por luteranos, los ingleses y ginebrinos, insulsos por calvinistas, y los franceses, como siempre, aprovechados.
–¡Dios!
–No hay remedio –comenta Cuartero–. No hay quien nos saque de hablar de restauraciones.
–América –sigue Rivadavia– envió materias primas, tomate, patata, chocolate, pero no maneras de condimentar. En España no se conocen las golosinas a base de azúcar hasta muy tarde. El azúcar es portugués y su negocio judío. Lo cultivan emigrados en el Brasil, lo venden los judíos de Amsterdam. A fines del XVI, aún obsequiaba el rey don Sebastián a los españoles con manjares a base de azúcar.
–A lo sumo puede uno olvidarse de Jauja, nunca de la tierra que le mata a uno de hambre – habla Templado.
–No se olvida el desprecio, que el amor satisfecho: si te he visto no me acuerdo. El feliz es siempre un infeliz.
–Yo –dice Cuartero– soy de los que opinan que Parish acertó al preferir a Venus.
–¿Con qué nos sale este ahora? –piensa Templado, sin que los otros se extrañen.
–Ti pongas como ti pongas, siempre nos han molido las manzanas –murmulla Sancho.
–Hoy todos preferirían a Juno, pensando que con poder y dinero…
–Y cuernos…
–Todo se consigue.
–Sobre todo si se trata de alcanzar una mujer –especifica Templado–. Que no prometió más Venus, que lo del amor estaba en mantillas, y no había más sentimiento hacia las dueñas que el bueno. Las caballerías lo vinieron a estropear, dándole a las mujeres lo que era de Dios. La Reforma fue un movimiento antifeminista. Misóginos. Luego se han sacado las indinas la espina. ¡Pues mira que doña Minerva! ¡Saber y virtud! Mujer sin madre conocida. La reina de las enmerdeuses. Al fin y al cabo, Juno era una cosa seria. Paris, un pobre tonto. Lo único que le salva es pensar que Helena era su amiga de infanciai.
–¡Cómo se ve que te han educado en el extranjero! ¿Quién nombra aquí esas vanas sombras? ¡Maravilla de mi pueblo antimítico y real! Aquí nadie sabe cómo se dice Ajax en castellano – dice Rivadavia.
–¿Estás borracho? ¿Qué tiene que ver Helena con Paris? –pregunta, saliendo del entresueño, Herrera.