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Capítulo 3

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—YA QUEDARON LISTOS LOS DOCUMENTOS.

La señora Klopp dejó la carpeta en el escritorio de Philipp. Después recogió tres tazas de café sucias de la mesa, la estantería y el alféizar, las apiló una encima de otra y metió un vaso de yogur vacío, junto con la cuchara, en la taza de arriba. Luego balanceó hábilmente la torre hacia la puerta.

—No tiene que hacer eso —le dijo Philipp, incómodo—. Puedo llevarlo yo.

—No se preocupe. No es ningún problema para mí… en lo absoluto.

Pero sí era un problema, pues había llegado a la puerta y no tenía ninguna mano libre para abrirla.

—Espere, le ayudo…

Philipp se levantó, pero la señora Klopp se le había adelantado.

—No hace falta. —Abrió la puerta con el codo—. Si ya no me necesita, me voy.

—Claro, claro.

Entonces la vio pasar su ancho trasero por la puerta abierta y oyó el crujido de sus zapatos ortopédicos sobre el parqué del pasillo. Un rumor que se hacía cada vez más lejano. Y tuvo que pensar en los tacones de Yasmin, clic, clac. Siete centímetros. Y encima unas piernas de metro veinte.

—Se me olvidaba —gritó la señora Klopp desde la cocineta—. Ya quedó reservada la mesa en el Amadeo. A las ocho.

—¡Muchas gracias!

—¡Buenas noches!

—¡Igualmente!

Pero esto último no alcanzó a oírlo. La puerta de la oficina se había cerrado, y la señora Klopp se había ido.

Philipp echó un vistazo al reloj de pulsera. Eran casi las siete. Debía apresurarse si quería ducharse y cambiarse antes de la comida. El teléfono timbró justo cuando apagó el computador.

—¿Hola? —contestó.

—Es Marcel. ¿Todavía estás en la oficina?

—Estaba a punto de salir. ¿Qué pasa?

—Estoy en el apartamento. Sería bueno si pudieras venir.

Entonces tuvo que reprimir un suspiro. Su amigo Marcel había asumido la dirección de las obras de renovación del ático que Philipp había comprado hacía un año y al que él y su novia debían haberse mudado hacía mucho tiempo. Pero la renovación que había planeado inicialmente se había convertido en una complicada obra de saneamiento. Tras una inspección atenta habían descubierto que las vigas del techo estaban carcomidas y era necesario cambiarlas. Además había varias filtraciones en el tejado.

Philipp opinaba que ese problema les concernía a todos los propietarios del edificio, pero la comunidad no pensaba lo mismo y no estaba dispuesta a contribuir con el pago. Y ahora Philipp debía protestar contra los demás dueños.

La llamada de Marcel no era una buena señal. Por lo general, se manifestaba solo cuando había un nuevo problema con el apartamento; de todo lo demás se encargaba independientemente. Aunque no era arquitecto todavía, pues había empezado la carrera hacía unos cuantos semestres, llevaba media vida trabajando en construcción; era hábil, resistente y absolutamente confiable. Y mucho más barato que un profesional.

—Odio ese maldito apartamento —murmuró Philipp mientras se desabotonaba y se quitaba la camisa.

La dejó caer al suelo junto al escritorio y salió al pasillo con el torso desnudo. Al ver su pálido pecho en el espejo del guardarropa recordó la piel bronceada de Yasmin, pero esta vez logró reprimir el pensamiento antes de que lo excitara.

Abrió el armario. Por fortuna tenía siempre un par de camisas limpias y planchadas, porque solía suceder que no lograba pasar por su casa antes de alguna cita nocturna.

Vivian se había alegrado muchísimo cuando le había contado en su cumpleaños que iba a comprar el ático.

—No habrías podido hacerme un mejor regalo, querido —había celebrado ella. Aunque él no le había regalado el apartamento. No se habían casado todavía. El ático era suyo, y todavía podía deshacerse de él. Habría perdido el dinero invertido hasta entonces, claro, pero más leve era padecer el daño que esperarlo.

Esa noche tenía una cita con Vivian en su restaurante favorito. Le daría el anillo de platino que había mandado hacer para ella. Y se lo pondría en el dedo.

“Ay, Philipp. Eres increíble”, la oyó susurrar en su mente.

¿Y luego? Él se aclararía la garganta y le diría: “Por cierto, lo del apartamento no funciona. Voy a venderlo”.

No, eso era impensable. No podía hacerle eso, no esa noche. No había ningún motivo para precipitarse.

Philipp tardó un buen rato en encontrar un estacionamiento, y a varios kilómetros del edificio. Después tuvo que viajar dos estaciones en tranvía, de vuelta.

—¡Por fin! —Marcel lo recibió en la puerta—. Estaba empezando a pensar que no vendrías.

—Cállate. Este barrio es un asco. Si alguna vez nos venimos a vivir aquí, tendré que vender el auto.

—Yo lo habría vendido hace mucho tiempo.

Marcel era un apasionado conductor de Vespa. Los autos le parecían cosa de burgueses. Así como las camisas planchadas y los trajes. Y bien podía darse ese lujo, a diferencia de su amigo.

Philipp había creado su propia empresa hacía un año y medio. Y para vender costosos proyectos de tecnologías de informática a empresas importantes, no podía presentarse ante sus gerentes en jeans y camiseta. A algunos empresarios ya les parecía extraño el hecho de que condujera un Renault y no un BMW. Probablemente no habría llegado muy lejos con una Vespa.

—¿Qué pasó? Tengo que estar en el Amadeo en media hora.

—¿Qué es eso?

—Un restaurante. —El restaurante, para ser exactos—. Tengo una cita con Vivian.

—Ya veo. Pues habríamos podido vernos mañana temprano.

—¿Ah, sí? Cuando me llamaste sonabas como si tuviéramos que discutir algo terriblemente importante.

Philipp había sonado muy impaciente, pero Marcel no pareció notarlo.

—En fin —dijo Marcel—. No sabía que tenías planes. Lo siento.

—No importa. Cuéntame.

—El electricista es un desastre. Los nuevos cables quedaron todos mal puestos. Menos mal me di cuenta antes de que volvieran a enyesar las paredes.

—¿En serio? Bueno, si te diste cuenta a tiempo no es grave.

Philipp estaba irritado. La búsqueda del estacionamiento y la subida de las escaleras lo habían hecho sudar. La camisa limpia ya no estaba limpia; tenía unas manchas húmedas en la espalda y las axilas.

—Quisiera echar al tipo —dijo Marcel.

—¿A cuál tipo?

—Al electricista.

—Échalo. Si no sirve, que se vaya.

Philipp echó un vistazo al reloj. Veinte para las ocho.

—No es tan fácil —dijo Marcel—. Tenemos un contrato. Tú sabes lo complicadas que son estas cosas.

Philipp frunció el ceño.

—¿Y ahora qué quieres de mí?

—Pues hay dos posibilidades. O lo dejamos continuar y nos arriesgamos a que haga más desastres. O le pagas unos cuantos cientos de euros y sales de él. Y nos buscamos a otro que sepa lo que hace.

Philipp sintió el bombeo de la sangre en los oídos. “¡Calma!”, se dijo a sí mismo, pero ya era demasiado tarde. Había perdido la calma hacía mucho tiempo.

—¿Qué clase de alternativas son esas? ¿O me aguanto la trampa o le pago al inepto? ¡Eso es extorsión! ¿Por qué diablos contrataste a un incompetente que ahora solo trae problemas?

—Yo no quería contratarlo —dijo Marcel, sereno—. Tú insististe en que fuera él. Porque su propuesta era más barata que la del otro.

Philipp volvió a mirar el reloj. Dieciocho para las ocho. Vivian se ponía furiosa cuando la hacía esperar. Odiaba la impuntualidad. Así como las camisas sudadas.

—Está bien —dijo entonces, con lentitud acentuada—. ¿Qué me aconsejas?

Marcel se encogió de hombros.

—Si le pagas, te ahorrarás un montón de disgustos. Pero será dinero perdido, por supuesto. Si no lo echamos, tendremos que vigilarlo. Pero yo no soy electricista y no puedo garantizar nada.

Philipp asintió. Calma. Si perdía el control, Marcel se largaría. Se lo había dejado muy claro desde la primera semana, cuando Philipp se había encolerizado por una tubería oxidada. “Si vas a reaccionar así, tendrás que buscarte a otro. Yo soporto bastante, pero a mí no me grita nadie”, había dicho.

Y si Marcel se largaba, Philipp estaba perdido. Lo necesitaba como director de obra. Y como amigo, sobre todo como amigo. Hacía tiempo que no hablaban solo de presupuestos y materiales de aislamiento, sino también de contratos que no salían bien, de clientes insatisfechos, incluso de la relación con Vivian. Del miedo que tenía de perderla si no le ofrecía la vida a la que ella estaba acostumbrada desde siempre.

Y Marcel le contaba de sus estudios. De lo orgulloso que estaba de haber entrado a la Escuela Técnica Superior. “Nadie de mi familia ha estudiado. Somos prácticos, no teóricos”. Y de su compañera Eva, que le gustaba.

—Piénsalo bien —dijo Marcel entonces—. No tienes que decidirte hoy.

Philipp echó otro vistazo al reloj. Diecisiete para las ocho.

—Tengo que irme —dijo.

Marcel asintió.

—¿Dónde queda el sitio?

—¿Cuál sitio? ¿El Amadeo? En la calle Adalbert.

—Está muy cerca. Ven, fumemos un cigarrillo y luego te llevo en la Vespa.

Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo y le ofreció uno. Ninguno de los dos era fumador en realidad, pero Marcel sucumbía a veces. Entonces se compraba una cajetilla y fumaba un cigarrillo tras otro, hasta que se lo terminaba. Para luego volver a dejarlo.

—Discúlpame —murmuró Philipp después de la primera calada.

Él también fumaba solo ocasionalmente. Cuando le ofrecían uno y lo necesitaba. Como en aquel momento.

—¿Por qué? —preguntó Marcel, y abrió la ventana.

—Estoy muy estresado, como te habrás dado cuenta. Este condenado apartamento me tiene harto.

Marcel se encogió de hombros.

—Pues véndelo. Vete a vivir al campo con Vivian.

—¿Al campo? ¿Con Vivian? —Philipp soltó una risa burlona—. Ella preferiría tomar cianuro antes de irse de la ciudad.

Marcel sopló el humo por la nariz, pensativo.

—¡Qué tontería! —exclamó.

Y Philipp se preguntó si se refería a su comentario o a la actitud de Vivian o a su relación en general. Aunque tenía razón. Era una tontería. Absoluta. “La otra gente de mi edad se dedica a las fiestas, al estudio o a recorrer el mundo”, pensó. “Yo, en cambio, trabajo de sol a sol e invierto hasta el último centavo en un apartamento que me importa un pepino en realidad”.

—¿Entonces? —preguntó Marcel.

—¿Entonces qué? —Philipp dio una última calada al cigarrillo—. Voy a proponerle matrimonio a Vivian.

—¿En serio? Felicitaciones.

—Espera. A lo mejor me rechaza.

—Jamás de los jamases. ¡Se van a casar! ¡Genial!

El celular de Philipp sonó en su bolsillo. Un mensaje de texto. Tal vez era Vivian para cancelar la cita a última hora. O para decirle que ya estaba en el restaurante, esperándolo. ¿Pero por qué no lo llamaba simplemente?

Sacó el teléfono del bolsillo. Leyó el mensaje. De pronto tuvo la sensación de que las tablas del parqué se resquebrajaban y cedían bajo sus pies, para luego hundirse en cámara lenta.

—¿Malas noticias? —preguntó Marcel.

Philipp guardó el celular. Sentía un chirrido en la cabeza. Era un sonido muy agudo y espantoso, como el de la fresa del dentista.

—Algo así.

Con cierto asombro, Philipp se dio cuenta de que todo lo que lo había agobiado hasta ese instante había perdido importancia de repente. El electricista incompetente, el apartamento costoso… Ya no tenía importancia. Ahora tenía otro problema mucho más grande.

—¿Qué pasó? ¿Vivian te canceló?

—No, nada. Un cliente insoportable. No importa.

—¿En serio?

Marcel no le creía ni una palabra. Y no era cierto.

—Tengo que irme —dijo Philipp.

Marcel alzó el casco que había dejado en el alféizar.

—Vamos. Espero que no nos detenga la Policía. No tengo otro casco.

—No nos detendrán.

Eso también le daba igual.

La Vespa de Marcel no era mucho más veloz que una bicicleta, y avanzaba lenta y ruidosamente entre el tráfico muniqués. Los pensamientos de Philipp, en cambio, iban a mil por hora. Ese mensaje. Lo había leído una sola vez y aun así se le había quedado grabado en la memoria. Palabra por palabra.

Lo pasado no se olvida. Regresa. Te atrapa. El 2 de julio pagarás.

Sin firma. Pero Philipp sabía quién se lo había enviado.

Te atrapa. “Bien merecido”, pensó. Que ahora me estalle todo en la cara. Me lo merezco.

Marcel dobló por la calle Leopold hacia la calle Adalbert. Solo faltaban doscientos metros. Entonces Philipp tendría que besar a Vivian y pedir el vino y escoger el menú y sonreírle a Vivian y sacar el anillo del bolsillo y pedirle matrimonio. Y Vivian, que no sabía nada, diría que sí. “Pero si lo supiera todo, sacaría las cosas que tiene en mi apartamento y arrojaría a la calle las cosas que yo tengo en el suyo y correría adonde sus papás y lloraría”, pensó. Y adelgazaría siete kilos de pura tristeza. Y les contaría a todas sus amigas lo mal que me porté.

—¡Detente! —gritó y le sacudió el hombro a su amigo.

—¿Y ahora qué pasó?

Marcel giró la cabeza sin desacelerar.

—¡Detente!

Demasiado fuerte. Philipp había gritado demasiado fuerte. “Contrólate”, se dijo a sí mismo.

Marcel detuvo bruscamente la Vespa al borde de la calle.

—¿Qué pasa? Ya casi llegamos.

—El asunto ese… con el cliente. Tengo que resolverlo. Si no, no podré estar en paz.

—¿Qué pretendes resolver esta noche? No encontrarás a nadie a esta hora. Además… Vivan está esperándote.

—Tengo el número privado. En serio, Marcel, hoy no puedo verme con ella.

—Pero estabas pensando… —Marcel se interrumpió después de verle la cara a Philipp—. ¿Cómo piensas explicárselo?

—Ni idea. —El chirrido de la fresa se había intensificado en su cabeza. Philipp se metió los dedos en las orejas, pero eso no sirvió. El ruido no venía de afuera—. ¿No podrías hablar tú con ella?

—¿Yo? —Marcel abrió los ojos de par en par—. Si no la conozco casi. ¿Qué le voy a decir?

—Dile… que no me siento bien. Que me cayó mal algo que comí. —La fresa del dentista chirrió aún más fuerte en su cabeza—. No, dile que tengo una migraña. Que no me llame. Que necesito acostarme. La llamaré cuando se me pase.

Marcel se mostró preocupado.

—Una migraña —repitió—. ¿Y ella se creerá esa historia?

—Yo sufro de migrañas.

Marcel se encogió de hombros.

—Dime qué te pasa, Philipp, en serio. No puede ser por un estúpido mensaje de un cliente. Hay algo más.

Por supuesto que había algo. Las tetas de Yasmin y su trasero y sus bronceadas y largas piernas de metro veinte. Pero eso no podía decírselo a Marcel, al menos no ahora.

—Por favor —le dijo—. Seguro que Vivian ya llegó al restaurante y está esperándome. —Sacó del bolsillo dos billetes de cincuenta euros—. Toma, para que la invites a un vino y coman por cuenta mía.

Marcel rechazó los billetes.

—¿Estás loco? —Ahora parecía realmente molesto—. Hablaré con ella. Aunque no me guste nada el asunto.

—Gracias. —Philipp buscó las palabras—. Al menos recibe el maldito dinero. Así no me sentiré tan mal.

Marcel sonrió, pero no era una sonrisa alegre.

—Hay cosas que no pueden solucionarse con dinero. Pero está bien. Me encargaré de Vivian. ¿Quieres que te llame después para contarte cómo estuvo el asunto o tampoco quieres hablar conmigo?

“No. No quiero hablar con nadie. Quiero que me dejen en paz”, pensó Philipp.

—Claro —dijo en cambio—. Llámame.

Mañana morirás

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