Читать книгу Mañana morirás - Mayer Gina - Страница 13
Capítulo 4
ОглавлениеUSTEDES CREEN QUE SE LIBRARON DE MÍ, pero yo no los olvido. Estaré todos los días con ustedes hasta el 2 de julio.
Ese era el correo electrónico que había recibido Sophia. Tenía que ser de Sarah, no cabía duda. Sarah Volker. La ausencia de firma se ajustaba con ella. Siempre había tratado de hacerse invisible, pero no lo había logrado. En cuarto, los chicos la llamaban por su apellido, un nombre de hombre, y eso le gustaba. Y que jugaran fútbol en los recreos e intercambiaran cartas de Pokemon con ella.
Hasta que habían entendido que Sarah no era uno de ellos. Que no pertenecía ni a los chicos ni a las chicas.
No los olvido. ¡Como si Sophia pudiera olvidarse de Sarah! “Tienes que decidirte”, le había dicho Emily. Y se había decidido. En contra de Sarah. Por ella misma.
“Tengo que hablar con Emily urgentemente”, pensó. Porque si Sarah le había enviado un correo a Sophia, Emily también tenía que haber recibido uno. Y Emma y Marie. Pero Emily segurísimo.
“Al fin y al cabo, había sido ella la que había empezado todo”, pensó Sophia. De no haber sido por Emily, las cosas no habrían llegado tan lejos. “Y si el resto de ustedes no le hubiera ayudado, las cosas tampoco habrían llegado tan lejos”, dijo la voz de Sarah en su cabeza.
¡Recordaba esa voz perfectamente! Ya había pasado casi un año desde que Sarah se saliera del colegio. Había desaparecido de un día para otro.
“Su compañera no volverá”, había anunciado la directora de curso una mañana temprano. Con una expresión muy triste, como si hubiera muerto.
“Una mañana temprano”, recordó Sophia. ¿Cuándo había sido eso exactamente? Poco después del comienzo de octavo, tal vez, pero no en julio, de eso estaba segura. ¿Qué significaba esa fecha entonces? ¿El 2 de julio? “Emily tiene que saberlo. Tengo que hablar con ella”, pensó.
Sacó el celular para llamarla, pero luego volvió a guardarlo. Emily vivía a cuatro casas de la suya. Pasaría por allí, personalmente.
—¿Qué piensas preguntarle? —quiso saber la voz de Sarah en su cabeza—. ¿Si se siente tan culpable como tú? Bien puedes quedarte esperando a que Emily sienta algo parecido a la culpa.
—No sabes nada —le respondió Sophia—. Siempre fuiste una marginada. No sabes nada de Emily. Ni de mí.
—Yo lo sé todo —respondió Sarah con una risita—. Sobre todo de ti. Déjame adivinar. Ahora que yo ya no estoy, te han hecho la vida imposible…
De pronto, Sophia tuvo la sensación de que la seguían. Miró nerviosamente por encima del hombro. La calle estaba vacía, pero eso no significaba nada. Su excompañera podía estar en la entrada de un edificio o recostada detrás de un árbol.
—¿Qué pretendes? —murmuró Sophia.
—Ya verás —dijo la voz de Sarah en su cabeza.
Emily vivía en un deslucido edificio amarillo que no se correspondía con ella. Una mansión con piscina y cancha de tenis habría sido más de su estilo. O un castillo antiguo. La princesa Emily. “Puede que no esté en casa”, pensó Sophia cuando timbró en el citófono.
—¿Sí?
—Soy Sophia Rothe. Estoy buscando a Emily.
—Sube.
Su compañera de curso la esperaba frente a la puerta del apartamento, en la escalera. Y le lanzó una mirada irritada, como si fuera una vendedora de revistas o un testigo de Jehová.
—¿Qué pasó? —preguntó arqueando las cejas perfectamente diseñadas.
—Tengo que hablar contigo —jadeó Sophia, que se había quedado sin aliento por las escaleras. Además, el corazón le latía a toda velocidad por los nervios. Qué idea más estúpida haber ido allí.
Las cejas de Emily se alzaron aún más en su frente.
—¿Y entonces?
Una puerta se cerró en el piso de abajo. En el apartamento vecino resonaba una música. Sophia miró nerviosa a su alrededor.
—¿Puedo entrar un momento?
Emily dudó un segundo, pero luego señaló la puerta abierta de mala gana.
—Por el pasillo, tercera puerta a la izquierda.
Como si Sophia no supiera cuál era su cuarto.
Un chico estaba acostado en la cama, con la mirada clavada en la pantalla del celular, escuchando música. No alzó la cabeza cuando ellas entraron a la habitación.
Sophia habría querido dar media vuelta y largarse. Aun cuando Sarah Volker hubiera estado en la escalera, esperándola, con un cuchillo en la mano. Emily no serviría de nada. Seguramente había borrado el correo sin pestañear con sus largas pestañas.
—¡Darío! —dijo Emily con un tono bastante cortante.
El tipo seguía sin notar su presencia, embelesado con la pantalla de su celular, moviendo la cabeza al ritmo de una música que ellas no podían oír.
—¡Daríooo!
Emily se había sentado a su lado y le había gritado al oído. Y el chico había movido por fin la cabeza, había visto a Sophia y se había sobresaltado muchísimo, como si fuera la novia que acababa de sorprenderlo en una cita prohibida.
—¡Hola! —saludó y se quitó los auriculares, por donde retumbaba Lady Gaga.
Emily no le presentó a Sophia.
—¿Qué querías decirme? —preguntó Emily finalmente, irritada—. Estábamos a punto de irnos. Desembucha.
Darío no parecía estar a punto de irse a ninguna parte. Ahora que se había sentado en la cama, se apartó de la frente su pelo largo con cabeceo un poco afectado y le lanzó una mirada recriminatoria a Emily.
—¿Ya revisaste tu correo electrónico? —preguntó Sophia.
—Hace diez minutos.
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Te llegó el mensaje de Sarah?
—¿Perdón? ¿Cuál Sarah?
—Volker.
—¿Eh?
—Sarah Barros —dijo Sophia.
—Ah. No creo que vaya a escribirme. ¿Qué quería? ¿Organizar una reunión del curso?
—No —dijo Sophia—. No tengo ni idea de qué pueda querer. Por eso estoy aquí. Quería saber si te escribió a ti también. Y si entendías algo.
—¿Y qué fue lo que te escribió?
Podía verse cómo la irritación de Emily se había convertido en un atisbo de curiosidad. “No tiene ni el menor rastro de arrepentimiento”, pensó Sophia algo impresionada.
—Nada. Unas cosas raras —respondió.
“Quizá el correo no era de Sarah”, pensó de pronto. ¿Pero quién más podía haberle enviado ese mensaje?
Ustedes creen que se libraron de mí. Pero yo no los olvido.
—No entiendo —dijo Emily—. ¿Todavía está molesta por esa tontería? Si fue solo una broma.
Sarah Barros… Emily y sus amigas le habían tomado fotos en todas las situaciones posibles: en el vestuario del gimnasio, en la cafetería, en el patio central. Después habían alterado las imágenes: en vez de camiseta y pantalones, Sarah exhibía una ropa interior seductora y parecía una estrella de porno venida a menos. La propia Emily había escrito unas descripciones provocadoras: Sarah Pevau espera ávidamente tus comentarios, y cosas de ese estilo.
Sophia había manipulado las fotos, porque poco antes había tomado un curso y era la única que sabía de edición digital de imágenes. El asunto no le había gustado al principio, incluso se había negado a participar.
“Es muy infantil”, había dicho.
“Claro. Pero muy divertido. Y no vamos a usar su verdadero nombre. Nadie sabrá que es ella”, había dicho Emily.
Sophia había aceptado solo por eso. Porque había quedado convencida de que era una broma inocente. Ja, ja, ja. Eso sí que era un chiste, pues ella sabía desde el principio que Emily no conocía los límites, que no dejaría de atormentar a Sarah hasta que hubiera acabado con ella. No porque la odiara. Emily no tenía nada en contra de ella en realidad. Sarah no era una rival; era más bien como uno de los calamares que habían diseccionado en la clase de Biología. Un espécimen que se investigaba para saber más sobre sus características y patrones de conducta. Sarah era un experimento para Emily.
“Nadie se dará cuenta de que es ella”, le había asegurado. Pero claro que todos se habían dado cuenta, porque Emily y su pandilla habían divulgado la página de Facebook por todas partes. La única que no sabía nada era la propia Sarah. Y cuando se enteró y mandó cerrar la cuenta falsa, la Sarah virtual había aceptado ya a cinco mil amigos, que era el máximo posible.
La mamá de Sarah había ido directamente donde el rector a quejarse. Y el rector había emprendido una auténtica cacería de brujas. Había hablado con cada alumno por separado, gritado y amenazado, pero todos estaban involucrados de una manera u otra. De modo que nadie delató a Emily. Y Sophia también se salvó. Pero todo el tiempo había estado a punto de confesar. Lo único que la había detenido había sido el miedo de que Emily pudiera vengarse de ella con algo parecido. Probablemente también tenía susto de tener que salirse del colegio.
—¿De qué están hablando? —preguntó Darío entonces—. ¿Quién es la tal Sarah?
—Cosas del pasado —dijo Emily.
Sophia pensó brevemente si no debería abrirle los ojos al chico. Pero guardó silencio. Igual que en aquella ocasión. Igual que todos los demás. Nadie había vuelto a mencionar a Sarah después de que se saliera del colegio. Estaba muerta para todos. Sophia había creído siempre que todos se sentían tan mal como ella, mas no era así, al menos en el caso de Emily. Después de que Sarah desapareciera de su campo visual, había perdido todo interés en ella. Pero ahora había vuelto a despertarse.
—¿Qué decía en el mensaje? —insistió—. ¿Qué quería?
—No es importante, en serio. Te lo puedo mostrar después. —O no. Sophia se dirigió a la puerta—. Bueno, me voy. Ustedes estaban de salida…
—¿De salida? ¿Qué planes tienes, Emily? —preguntó Darío, el zopenco.
Sophia reprimió una risita. Emily reprimió un ataque de furia. Pero no por mucho tiempo. Pobre Darío. Seguramente se la cobraría apenas se hubiera ido ella.
—¡Cuídense! —se despidió y huyó.
Qué raro. ¿Por qué no le había escrito a Emily? Tenía que estar claro que había sido ella la que había tramado todo en aquel entonces. Pero ahora se dirigía solo a Sophia… “A lo mejor el mensaje no tenía nada que ver con Sarah”, pensó. A lo mejor era para otra persona y había ido a parar en su correo electrónico por error. Sophia decidió no pensar más en el asunto. Y no tardó en acordarse de Felix. Felix, quien no había vuelto a manifestarse después de haberla dejado en la entrada del colegio el día anterior. Y quien tampoco se manifestaría al día siguiente ni al siguiente. Porque vivía en un mundo muy diferente. En el mundo de los bellos, atractivos, interesantes, deportistas, adultos.
Entonces se acordó de cómo le había tocado el chichón de la frente, muy suave y cuidadosamente. Y el anhelo hizo que se le pusiera la piel de gallina y le temblaran las rodillas. Tanto que tuvo que apoyarse en un poste de luz y cerrar los ojos.
Ante sus párpados cerrados vio de pronto aquel rostro delgado, los ojos oscuros, los hoyuelos junto a la boca cuando sonreía. ¿Cómo serían sus besos?
Un automóvil pitó en la calle. Sophia abrió los ojos, espantada. El pito estaba dirigido a un ciclista que había pasado del carril de las bicicletas al de los autos a toda velocidad. El auto que casi lo había atropellado estaba justo delante de ella. Entonces vio al conductor encolerizado, cuya boca se abría y se cerraba mientras golpeaba el volante con ambas manos. Pero no oyó nada porque la ventanilla estaba cerrada.
En ese momento, vio a su hermano. Estaba al otro lado de la calle, mirando horrorizado en su dirección. Sophia se dio la vuelta instintivamente para ver si había un asesino con un hacha detrás. Pero no había nadie. Una mujer mayor con un perro amarrado a su correa. Dos niños que esperaban el autobús.
—¿Estás bien, Moritz? —gritó.
Pero él no la oyó; el ruido de los autos era demasiado fuerte. Entonces Sophia se dio cuenta de que tampoco la había visto… La atravesaba con la mirada. Era aterrador. Primero se había paralizado en las pruebas orales y ahora parecía ver fantasmas en pleno día.
—¡Moritz! —gritó sacudiendo los brazos, pero su hermano dio media vuelta y se alejó sin advertir su presencia.
En fin. Tampoco le habría contado qué le pasaba si la hubiera visto.
Sophia avanzó por el paso de cebra junto al supermercado, y se disponía a doblar por su calle, pero se detuvo frente al quiosco de la esquina. Un paquete rojo brillaba en la ventana lateral. Chocolate con mazapán. Su favorito.
—No —murmuró.
Hacía dos semanas se había decretado a dieta de chocolate. No probaría ni un bocado en cuatro semanas. Era durísimo, pero, en vista de su sobrepeso, más que necesario. El primer bocado sería su ruina. Después seguiría un cuadrado, luego la barra entera, y otra y otra, hasta que solo quedaran las migajas, y esas también las recogería con el dedo índice y las lamería.
—No, gracias —se dijo orgullosa, y pretendía dar media vuelta cuando volvió a pensar en Felix. En que nunca la llamaría y mucho menos se enamoraría de ella. Sin importar que renunciara al chocolate durante las dos semanas siguientes o por el resto de su vida. Entonces fue al quiosco y no tuvo que decir nada, porque el dueño la conocía y sabía lo que quería.
Él puso la chocolatina en el mostrador, ella le dio un euro, él le devolvió diez centavos.
—Está en oferta esta semana —dijo haciéndole un guiño, como si se hubiera ganado algo.
Pero había perdido.
Sophia se preparó un té rooibos con sabor a caramelo, puso la tetera y la taza en una bandeja, con la chocolatina al lado, y se disponía a subirlo todo a su cuarto cuando sonó el timbre. Probablemente era Moritz, que otra vez había dejado las llaves por perezoso.
Caminó hasta la puerta con la bandeja en la mano y abrió con el codo. Pero no era Moritz. Era Felix.
El estómago le crujió de pronto. La tetera se deslizó en la bandeja y apenas alcanzó a sostenerla en el último segundo.
—Moritz no está.
Su voz sonó extrañamente forzada. Desde el día anterior al mediodía no había hecho más que pensar en Felix, salvo por la interrupción del estúpido correo electrónico, y ahora no se le ocurría sino esa frase insulsa.
—¿Ah, no? ¿Y estabas esperando visita?
—¿Yo? ¿Visita?
Sophia tenía la cara muy caliente, debía estar colorada. Pero era probable que él creyera que ese era su color natural, pues solo la conocida sonrojada.
—El té.
Felix señaló la bandeja con la barbilla.
—Ah, ya. El té es para mí.
“Y la chocolatina también. Entera, por eso estoy tan gorda”, pensó Sophia.
—Bueno.
Él se encogió de hombros y se dio la vuelta para irse.
—¡Espera! —Sophia soltó un gallo por la agitación—. ¿Quieres que le diga algo?
—¿A quién?
—A Moritz.
—No venía a buscarlo.
Sophia tragó saliva.
—Ah, ya.
Por Dios, hoy era la estupidez personificada.
—Pensé que podía pasar a ver si tendrías una taza de té y un trozo de chocolate para mí.
—Y así es. Qué casualidad. —Sophia alzó ligeramente la bandeja. La taza tocó la tetera con un tintineo suave por el temblor de sus manos nerviosas—. ¿Quieres pasar?
—Si prefieres, puedo tomar el té en las escaleras.
Ella se rio.
—Puedes subir a mi habitación. Pero solo por hoy.
Felix se sentó en el asiento de su escritorio y bebió el té, como si fuera lo más normal del planeta. Y actuó como si se sintiera bien. Lástima que Sophia no hubiera vuelto a organizar su habitación en los últimos siete u ocho años. Había montañas de ropa sucia en el suelo, la papelera estaba repleta, el escritorio se arqueaba bajo el peso de tazas sucias, libros, revistas, carpetas, platos, latas de galletas, basura.
—¿Chocolate?
Sophia le ofreció el paquete abierto y, con el pie, escondió unos calzones usados bajo la cama, lo más discretamente posible.
—Hum. Con mazapán. Mi favorito.
—¿En serio? Qué casualidad. También es mi favorito.
Él sonrió. ¿Se estaba burlando de ella?
—¿Te regañaron? —preguntó Felix.
—¿Por qué?
—Por llegar tarde a clase.
—Ah, no. Es decir, no hubo lío.
—Me enteré de que Moritz se paralizó en las pruebas orales.
—¿Te contó?
Sophia se preguntó de qué hablarían él y su hermano. Si Felix le habría contado que la había invitado a tomar café. Y qué le habría dicho Moritz. Mi más sentido pésame; te mereces algo mejor.
—Sí, claro. Hablamos ayer por teléfono. Qué mal, ¿no? Ojalá la nota final le alcance para entrar a Medicina de todos modos.
—Yo espero lo mismo. Seguramente será un buen médico.
Mentira podrida. En lo más profundo de su ser, Sophia estaba convencida de que a su hermano, el fuerte, el exitoso Moritz, le costaría muchísimo ocuparse de los pacientes enfermos, débiles y atemorizados.
Felix asintió.
—Puede que tenga su lado bueno —dijo entonces, pensativo.
—¿Cómo así?
—Pues que tal vez el golpe le ayude a pensar si eso es lo que quiere realmente… Ser médico.
—¿Cómo así? Eso es lo que quiere, sin duda. Moritz ha querido ser médico desde el jardín infantil. Como nuestro papá.
—Bueno, si está tan seguro, supongo que un examen fallido no lo detendrá.
Sophia se encogió de hombros. No quería hablar de su hermano. Quería saber más de Felix. Lo que hacía y pensaba y por qué había ido a visitarla. Eso en especial.
—¿Por qué viniste? —soltó.
Pero Felix no la había oído. Movía suavemente la taza de té entre sus manos finas y hermosas mientras observaba las fotos pegadas sobre la cama de Sophia. Eran fotos viejísimas, la mayoría de cuando era niña. En una estaba en un trampolín de una piscina, en otra llevaba una cometa amarilla detrás. Tenía ocho o nueve años, y ni un solo gramo de grasa.
Sophia arrancó otro cuadrado de chocolate. Después movió el papel de aluminio hacia Felix.
Pero él tampoco se dio cuenta de esto. Guardó silencio, y ella también. Pero no era un silencio incómodo. Se sentía más bien como si se conocieran desde hacía años. Un silencio agradable.
“Te quiero”, pensó Sophia, y se estremeció al notar lo cálido y verdadero que se sentía aquel sentimiento.
Los dos se sobresaltaron al oír un golpeteo en la ventana.
—Egon —dijo Sophia, y se levantó.
El gato gordo de color miel había tocado con la pata para que le abriera. Era de una vecina, pero la señora Blunt estaba tan mayor y desmemoriada que se olvidaba de alimentarlo. De modo que Sophia lo había adoptado, y él se dejaba alimentar, acariciar y consentir, encantado. Aunque últimamente Sophia tenía la sospecha de que también se dejaba mimar por otros vecinos, pues estaba cada vez más rechoncho. Por eso, había empezado a servirle unas porciones restringidas, y el gato había empezado a visitarla con menos frecuencia.
—¿Volviste? —le dijo después de abrir la ventana y alzarlo del alféizar.
El gato ronroneó cómodamente. Sophia volvió a sentarse en la cama y le acarició el suave pelo amarillo.
—Lindo animal —dijo Felix y le acarició el lomo, y sus manos se tocaron en ese momento. El corazón le dio un vuelco a Sophia. Él apartó los dedos. Lástima. Después alzó la cabeza y la miró.
—Tenía ganas de verte —le dijo.
Y solo después de unos cuantos segundos, Sophia entendió que era la respuesta a su pregunta.