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Capítulo 2
ОглавлениеJULIE CERRÓ LA PUERTA y dejó caer el bolso al lado. Se recostó de espaldas en la puerta y cerró los ojos. Lo había logrado.
Los rayos del sol centellearon a través de sus párpados, rojizos. El apartamento olía a pintura fresca, a detergente con aroma a limón y a polvo. Su apartamento. Su primer apartamento.
El día anterior habían llevado sus muebles del barrio de Lohbrügge al de Ottensen. Cuatro viajes con la furgoneta pequeña de Joe. Un armario, un escritorio, su colchón grande. Las estanterías. El equipo de sonido. Un par de cajas con libros, ropa, vajilla. Eso era todo. No tenía más. No necesitaba más. Ahora tenía todas sus pertenencias allí, y todo estaba bien.
—Es probable que las primeras noches sean duras. Sola, por primera vez —le había dicho Esther al despedirse.
“Lo dudo”, pensó Julie. Lo difícil era lo que había superado. Los últimos dieciocho años de vida. La vida con Marianne, su sobrexcitada madre, que cambiaba de ánimo constantemente y podía comprar tres kilos de salmón fresco al mediodía para luego echarlos a la basura por la noche, porque no soportaba el olor a pescado. Que pintaba el vestíbulo de verde claro, rosa y amarillo una semana para luego pedirle al pintor que lo empapelara de blanco. Que desesperaba a todos sus amigos, conocidos y vecinos con su supuesto regreso a la escena. “Será un éxito. Mi mánager está muy optimista”, decía.
A finales de la década de 1990, Marianne había grabado un disco con un sello musical independiente. Su canción Paranoia había estado una semana en el top cien alemán. Se había presentado en algunos clubes de Hamburgo y había estado un par de veces en Berlín, Bremen y Osnabrück. Pero había quedado embarazada en plena gira (como decía para presumir). Y Julie había puesto punto final a su carrera. Eso le contaba a todo el que quería escuchar, y al que no quería escuchar también. “La industria musical es muy dura. Una madre soltera no tiene la menor oportunidad. Nada, cero”.
“Lo importante es que tienes una excusa”, pensaba Julie.
Abrió los ojos y respiró profundamente. Todo eso estaba superado. Las mentiras y disculpas de su mamá. Todas sus tonterías y sus ínfulas y sus caprichos. “Eso ya no es asunto mío”, pensó.
Ahora era libre. En el semestre de invierno, empezaría sus estudios en la Escuela de Teatro de Hamburgo. Y aunque faltaban más de tres meses para eso, había alquilado un apartamento desde ya.
—Pero si la beca solo empiezan a pagártela en septiembre. ¿Cómo piensas pagar el arriendo mientras tanto? —había preguntado Marianne.
—Trabajando. Es un concepto absurdo, mamá. Vas a trabajar y te pagan con dinero y vives de eso —había contestado.
Después se había mudado.
Y ahora estaba allí. Los rayos del sol entraban por las ventanas y caían sobre los paquetes y las cajas que había apilado contra la pared la noche anterior. El viejo florero de cristal de su abuela debía estar en una de las cajas. Julie había marcado los lados con rotuladores: libros, discos, baño, cocina.
La caja con la vajilla estaba debajo de todas, por supuesto. Entonces movió las demás y sacó el florero. Le echó agua, les quitó el papel a las caléndulas que había comprado en el mercado, las acomodó en el florero y lo puso en el escritorio junto al portátil. Y los rayos del sol cayeron exactamente sobre las caléndulas amarillas, las hicieron brillar y se refractaron en las facetas del cristal.
“Qué bonito”…
Julie se preparó una taza de café instantáneo con leche caliente y salió al balcón, que no era un balcón en realidad, sino un diminuto saliente detrás de las puertaventanas de la cocina. Pondría unas materas en la reja y sembraría unos geranios. “Florecitas de burgueses”, le oyó decir a su mamá en su mente.
—Tú no te metas —murmuró.
En ese momento, había solo un platillo desportillado en el piso, lleno de colillas aplastadas. Asqueada, Julie echó las colillas en la bolsa de basura que colgaba de la puerta. Su mirada se paseó después por la cocina vacía. Al día siguiente, le llevarían los muebles. Y apenas los hubieran armado e instalado, cocinaría todas las noches. “No más papas fritas ni pizzas ni comidas congeladas”, pensó. La comida chatarra era cosa del pasado, al igual que su mamá.
Julie se estremeció al oír el timbre. “Marianne”, pensó.
Pero era un hombre joven, desconocido. Jeans sucios, camiseta desteñida, pelo desgreñado, barba de tres días. ¿Qué hacía ese tipo allí? ¿Mendigar?
—Espero no molestar —dijo—. Acabo de mudarme al primer piso.
“Por Dios”, pensó Julie. “¿Qué clase de gente vive en este edificio?”.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—Quería saber si podrías prestarme unos alicates —dijo él.
—Lo siento. Mis herramientas están empacadas todavía. Yo también acabo de mudarme.
—¿De verdad? ¡Qué casualidad! —El tipo le tendió la mano—. Christian.
—Hola.
Julie dudó brevemente, y él se dio cuenta de que tenía la mano sucia y se la limpió en el pantalón.
—Lo siento. Estoy instalando la cocina. Es una pesadilla, te cuento.
Julie sonrió.
—A mí todavía me espera esa función.
El tipo parecía amable, en realidad. Un poco descuidado, pero si llevaba el día entero trabajando en la cocina… “En todo caso, parecía ser hábil con las manos. Y eso puede resultar muy práctico”, caviló Julie.
—Lo de los alicates está difícil. Pero podría ofrecerte un café…
—¡Fantástico! —exclamó Christian con una sonrisa radiante.
Al menos los dientes eran blancos.
—Solo tengo Nescafé.
—Mi marca favorita.
Entonces Julie le preparó uno; después se ubicaron los dos frente a la ventana de la cocina, con las tazas en la mano.
—¿Y? —preguntó Christian—. ¿De dónde eres?
—De Lohbrügge —respondió Julie.
—¿Eso dónde queda?
—Aquí en Hamburgo. A las afueras. No hay nada allí. Nada.
Él se encogió de hombros.
—No conozco mucho. Soy de Bonn.
—Nunca he estado allí.
—No hay nada allí tampoco.
Christian bebió un sorbo de café e hizo una mueca.
—¿Tan feo está? —preguntó Julie.
—No. Caliente.
—Me llamo Julie, por cierto.
—Tienes un apartamento muy bonito, Julie. El mío es mucho más pequeño y oscuro.
—Gracias. Estoy muy contenta. Estuve un buen rato buscando.
—Pues valió la pena. Yo casi no tuve tiempo de buscar. Firmé el contrato hace tres semanas y empiezo a trabajar el lunes. Pero me doy por contento de haber encontrado algo a la carrera.
—¿Y qué haces? ¿En qué trabajas, mejor dicho?
—Soy trabajador social. Voy a trabajar en el centro juvenil en Veddel.
—Huy.
Christian se rio.
—¿Eso qué significa? —preguntó.
—No es el mejor barrio precisamente.
—Ah, pensé que no te gustaban los trabajadores sociales.
“¡Ay, Dios!”, pensó Julie, y se apresuró a beber otro sorbo de café.
—¿Y tú a qué te dedicas? —preguntó Christian—. ¿Estudiar?
—A partir de septiembre.
—¿Qué?
—Teatro.
—¿En serio? ¡Vaya! Entrar en esa escuela es dificilísimo, ¿no?
—Ni lo digas.
Había solo ocho plazas para novecientos aspirantes. Y Julie había conseguido una. La mayoría se presentaba a varias escuelas, en Stuttgart, Múnich, Berlín o Viena. Pero Julie lo había intentado en una sola y la habían aceptado de inmediato. Ni siquiera se había preparado muy bien.
A diferencia de Valerie, que había ensayado y estudiado durante meses. Valerie. Su rostro encolerizado apareció de pronto en su recuerdo. Se había puesto furiosísima al enterarse de que habían aceptado a Julie. “¿Cómo pudiste hacerme esto? ¡Eres una traidora! ¡Te odio!”. Y no habían vuelto a hablar desde entonces. Valerie no había ido a su fiesta de despedida, y tampoco le había ayudado con la mudanza, por supuesto.
—¿Y ya estás estudiando para tu primer papel? —preguntó Christian.
—No. Por ahora tengo otras preocupaciones.
—¿Como cuáles?
—Mañana me traen los muebles de la cocina; espero que me quepan. Yo medí y planeé todo, pero a veces sucede que después no caben y…
—¿Y piensas hacerlo sola? —preguntó Christian desconcertado—. ¡Qué valiente!
—¿En serio? Tal vez sea mejor que contrate a alguien.
Julie se mordió el labio inferior y clavó la mirada en el patio interior, preocupada.
—¿Tú cocinas? —preguntó Christian.
—¿Que si yo qué? Pues claro que cocino. Y muy bien.
—Entonces vamos a hacer un trato. Yo te instalo la cocina. Para aprovechar el impulso, digamos. Y tú me preparas una comida especial. Tres platos, con vino y velas y todo el cuento. ¿De acuerdo?
Julie titubeó. La primera parte sonaba muy bien. Si él le instalaba la cocina, ella podía ahorrarse el dinero del obrero. ¿Pero una cena a la luz de las velas con Christian, el buen vecino? ¿Y si le daba por ilusionarse y después no la dejaba en paz? Eso podía ser muy molesto, pues eran vecinos al fin y al cabo.
—Oye —dijo Christian—. No sería una comida romántica ni nada de eso. Lo que pasa es que llevo semanas viviendo de gyros y pizzas. Olvídate de las velas. Lo importante es que sea una buena cena.
Eso sonaba mejor. Solo podía ser una cena para dos, nada más.
—De acuerdo —dijo Julie finalmente—. Me encanta cocinar. ¿Pero estás seguro de que quieres volver a enfrentarte a la pesadilla de instalar una cocina?
—Haría cualquier cosa por un menú de tres platos.
—Cuatro —dijo Julie—. Te prepararé cuatro.
Christian sudaba. Por supuesto que Julie no había medido bien. El mesón resultó demasiado largo y tuvieron que cambiar la despensa por una más pequeña.
—Tú vas directo al almacén y solucionas lo de la despensa —dijo Christian—. Yo voy a la ferretería para pedir prestada una sierra. Lo lograremos.
Entonces trajo consigo también un par de tablas y le armó una estantería que cabía justo en el espacio que quedaba entre la puerta y la pared.
—¡Vaya! —exclamó Julie—. ¿Dónde aprendiste todo esto?
—Lo llevo en la sangre —respondió Christian—. Como tú con el teatro. Cuéntame de la prueba de admisión. ¿Qué hiciste?
—Presenté un monólogo de La fierecilla domada. Les gustó tanto a los evaluadores que me dejaron pasar a la segunda ronda. Allí tuve que interpretar un diálogo entre Fausto y Margarita.
—¿Tú, de Margarita? —comentó Christian—. Me cuesta imaginarlo.
—No interpreté a Margarita, sino a Fausto.
—¡Ja, ja! ¿Y cómo se te ocurrió?
—Es un papel más interesante. Lo reelaboré todo como una tragedia lésbica. Una idea absurda, pero a los evaluadores les pareció tan interesante que me dejaron pasar a la siguiente ronda. Un horror.
—¿Por qué?
—Porque no había preparado una tercera escena. No se me había pasado por la cabeza que pudiera llegar tan lejos.
—¿Y entonces? ¿Qué hiciste? ¿Llorar?
—No. Canté una canción.
Había cantado Paranoia, la única canción que se sabía de memoria. Paranoia, la canción que había hecho famosa a su mamá antes de que Julie le pusiera punto final a su carrera musical. No le había contado nunca a Marianne que había pasado la prueba de admisión precisamente con su canción. No le había contado a nadie. Y el jurado no la había aceptado por la canción sino a pesar de ella. “La pieza es terrible. Pero tú tienes potencial”, había dicho uno de los evaluadores.
—Pues a mí me parece grandioso —dijo Christian—. Que te atrevas a hacer algo así. A cantar, así sin más. Yo me orinaría en los pantalones.
—Eso no es nada. Tú eres capaz de armar una cocina entera con unas puntillas y unas tablas. Eso es muchísimo más complicado.
—Cualquiera puede armar una cocina. Tú misma habrías podido, con un poco de paciencia. Pero actuar… Eso no puede hacerlo cualquiera —dijo Christian con una mirada cálida y anhelante.
“Cuidado. Esto podría complicarse si no tengo cuidado”, pensó Julie.
—En la esquina hay una pequeña cafetería —dijo entonces—. Voy a traer dos cafés. Ya estoy harta del instantáneo.
Espárragos calientes con vinagreta de tomate
Ensalada de albahaca, rúgula y fresas
Filete de cordero sobre puré de ajo con flores
de calabacín asadas
Pastel de aguacate y frambuesas
Julie escribió el menú en el tablero que Christian le había instalado esa mañana en la pared de la cocina.
—Como en un restaurante —dijo él, impresionado.
Ella había puesto un mantel de seda. Encima había acomodado la delicada vajilla de porcelana de su abuela, que Marianne no había usado nunca porque no podía lavarse en máquina. Había traído flores frescas y, tras pensarlo seriamente, había encendido una vela.
—Espero que la comida se corresponda con lo que promete la decoración —dijo Julie—. En todo caso, te lo ganaste. En realidad, no sé cómo podré pagarte todo lo que has hecho por mí.
Christian había trabajado casi toda una semana. Ahora ya estaban armados e instalados todos los armarios, así como la máquina lavaplatos y la estufa, y hasta había colgado en el techo la lámpara art déco que ella había comprado por Internet.
Julie le pasó una copa de prosecco.
—Salud. Por ti y tu maravilloso trabajo.
—Por tu cocina —dijo él, y trató de mirarla fijamente a los ojos para brindar, pero ella alcanzó a esquivar su mirada en el último segundo.
Ay, Dios, empezamos. A lo mejor sí debía haber contratado a un obrero. Pero con el dinero que se había ahorrado se había comprado unos zapatos de tacón que no habría podido comprar de otro modo.
—Siéntate —dijo Julie—. ¿Qué quieres tomar con la comida?
—Una gaseosa.
—¿Perdón?
—Era un chiste. Lo que tú propongas.
—Entonces voy a abrir un vino blanco.
Julie sirvió la entrada. David Garrett sonaba en el equipo de sonido.
“¿Qué es este espectáculo de burgueses?”, habría dicho Marianne si hubiera entrado a la cocina en ese momento. Pero no podía entrar a la cocina, pues estaba en Lohbrügge, en el pequeño y horroroso y atiborrado apartamento de entresuelo donde Julie había pasado sus primeros dieciocho años de vida. Ahora había treinta y tres kilómetros de por medio. Y esta idea la hizo sentir tan bien que vació la copa de un solo trago.
El vino se le subió a la cabeza de inmediato, pues no había comido nada desde el desayuno. Empujó la copa hacia el centro de la mesa, lo que Christian interpretó como una invitación y le sirvió más.
—¿Y? ¿Te has aclimatado bien? —preguntó él.
—Claro. Yo soy de aquí. Esto no es nuevo para mí. ¿Y tú?
—Me gusta. Aunque en realidad no he visto mucho de la ciudad todavía.
—Pero en cambio conoces mi cocina como la palma de tu mano.
Él hizo un nuevo brindis.
—A lo mejor podrías darme un tour.
—Claro. Aunque no sé mucho de historia de la ciudad.
—Yo me refería más bien a la vida nocturna. Los bares y eso…
—Si quieres, podemos salir más tarde.
Probablemente no era tan mala idea. En un club, la atmósfera no sería tan íntima como en su apartamento.
—Fantástico —dijo Christian, emocionado.
Julie sirvió la ensalada. Él la probó y entornó los ojos.
—Deliciosa. Deberías poner un restaurante, en serio.
—Es posible que lo haga, más adelante. Cuando sea una actriz desempleada.
—¿Desempleada? No digas tonterías. Serás un éxito.
—Ya veremos. Hoy tuve una entrevista.
—¿Para tu primera audición?
—No. Para un trabajo de asistente en una boutique. La dueña parecía entusiasmada. Es más, dijo que me llamaría esta misma noche.
—Apenas son las ocho —dijo Christian—. Seguramente está trabajando todavía.
Julie se encogió de hombros.
—Espero que me contrate. Necesito el dinero. Y no tengo ganas de recorrer media ciudad en busca de un trabajo de vendedora.
—Te contratará. Seguro. Con lo hermosa que eres.
A esto le siguió otra mirada prolongada, admiradora, anhelante, y Julie se apresuró a cambiar de tema.
Después de comer, fueron a bailar. Julie pagó la entrada al club, y Christian insistió en pagar las bebidas.
Ella había bebido muchas copas de vino con la comida, y los cocteles fueron demasiado. Pero él insistía, y apenas terminaba un vaso ya estaba allí con otra caipiriña. Y como estaba sudando, ella se la bebía toda. Y seguía bailando y sudando y bebiendo… y bailando y sudando y bebiendo.
—¡Este lugar es genial! —gritó Christian al ponerle el cuarto vaso en la mano.
Julie sonrió de oreja a oreja. Esa era la señal más evidente de que había bebido demasiado. Cuando estaba borracha, se ponía sentimental y se ablandaba. Y hacía cosas de las que después se arrepentía.
—No —dijo ella.
—¿Qué? —preguntó él.
—Creo que tengo que irme a casa.
—Pero si apenas son las tres —dijo Christian cuando estuvieron afuera, en la calle—. Ven, tomemos un último trago. Por esta noche maravillosa.
Los bajos seguían retumbándole a Julie en los oídos, aunque no sonaban allí afuera. El rostro de Christian se mecía entre las olas de su borrachera.
—No más tragos. —Julie meneó la cabeza, pero muy brevemente porque el piso se tambaleó bajo sus pies—. Allí hay un puesto de taxis.
Tenía la lengua pesada.
Él la rodeó con un brazo. Y eso se sentía bien, pues tenía frío. Llevaba un vestido vaporoso de verano, y la noche estaba fresca. Pero eso no estaba bien, no podía apoyarse en él. Debía ser firme, muy firme. ¿Pero cómo podía mantenerse firme cuando el mundo entero daba vueltas a su alrededor?
—Imposible —murmuró.
—¿Qué dijiste? —El rostro de Christian estaba muy cerca del suyo. Olía muy bien. Tenía que preguntarle qué perfume usaba. Pero ahora no. Ahora necesitaba irse a casa—. ¿Estás bien, Julie?
Ella meneó la cabeza, con mucho cuidado esta vez.
—Estoy muy mal.
—Regresemos —dijo él.
Después le cubrió los hombros con su chaqueta. Y la soltó. Maldición, ¿por qué la soltaba justo en ese momento? ¿Por qué no la besaba? ¿Por qué no lo intentaba al menos? ¿Acaso no le gustaba?
Christian estiró el brazo. Un taxi se detuvo. Él la ayudó a sentarse en el asiento trasero y se sentó a su lado.
Julie observó las farolas que pasaban por la ventanilla cual peces dorados en un mar oscuro, mientras esperaba que Christian la abrazara o le pusiera una mano en la rodilla, pero él permaneció inmóvil a su lado, contemplando también la oscuridad. Entonces Julie no aguantó y se quedó dormida. Despertó solo cuando frenaron delante del edificio.
Le retumbaba la cabeza.
—Ojalá estuviera abierta la cafetería —dijo—. Me vendría muy bien un espresso. Pero solo tengo ese maldito café instantáneo.
—Hoy me compré una máquina —dijo Christian—. Si quieres, puedo hacerte uno.
Era la primera vez que Julie entraba al apartamento de Christian, y estaba impresionada. Una habitación mediana, un baño oscuro y pequeño, una cocina diminuta.
—Este es mi reino —dijo él con cierta timidez—. El tuyo es más bonito.
Pero su nueva máquina de espresso era lo máximo. Un enorme monstruo de brillo cromado.
—¡Vaya! —exclamó Julie—. Parece muy profesional.
Pro-fe-sio-nal. Después de una botella de vino y cuatro caipiriñas, necesitó tres intentos para pronunciar la palabra.
—Lo es —dijo Christian—. Pero de segunda. Si no, no habría podido comprarla.
A él no se le notaba el alcohol, aunque había tomado lo mismo que ella.
—Increíble —dijo Julie.
—¿Qué?
—Que no estés ni un poquito borracho.
—Claro que estoy borracho. Pero no te das cuenta porque tú estás más borracha.
Ella soltó un hipo.
—Apuesto que vas a aprovecharte.
—¿De qué?
—De que estoy borracha. Más borracha que tú.
Él puso dos tazas bajo el filtro y oprimió un botón. El molino traqueteó como un martillo neumático. La máquina golpeteó, bramó y zumbó. Hasta que el líquido oscuro fluyó por las boquillas.
—No —dijo Christian al pasarle una taza.
—¿No… qué?
—No me aprovecharía de eso nunca.
—¿Por qué no?
—Porque después me odiarías.
—Cierto.
—Y no quiero que me odies.
—Quieres que te quiera.
—Exacto.
—Pero eso no es posible —dijo Julie—. No eres mi tipo.
—Espera —dijo él, y bebió un sorbo, pensativo.
—Ah —dijo Julie al terminar su taza—. Eso estuvo bien. Quiero otro. Después me iré a la cama.
Mientras él preparaba la segunda tanda, ella se acordó de la boutique. La dueña había prometido llamarla. “Le confirmo hoy mismo”, había dicho. Pero hoy ya era mañana. Y no había llamado. ¿O sí?
¿Sería que no había oído el celular?
Lo sacó del bolso. Cuatro mensajes de voz, un mensaje de texto.
—Ajá —dijo.
—¿Ajá qué?
La máquina de espresso volvió a empezar a bramar.
Julie escuchó los mensajes de voz. Joe había llamado dos veces: necesitaba el taladro que le había prestado. Esther quería saber cómo estaba. Y la señora de la boutique: “Solo para confirmarle que me encantaría si pudiera empezar el lunes”.
—Genial —murmuró Julie.
—¿Qué pasó?
Christian le pasó el café.
—Me dieron el trabajo. Empiezo el lunes. Mejor dicho, mañana.
—¿Viste? Te dije que nadie podría resistirse a ti.
Solo le faltaba leer rápidamente el mensaje, tomarse el café e irse a dormir. El mensaje era de un remitente desconocido. Publicidad, probablemente. Aunque Julie protegía su número a capa y espada. Lo abrió y lo leyó. Después apagó el celular y lo guardó.
Había empezado a darle vueltas la cabeza. Los pensamientos revoloteaban y chocaban entre sí. Y en cuanto lograba atrapar uno, se le escapaba de inmediato. Esa velocidad vertiginosa, ese caos en la cabeza, había empezado a marearla.
—¿Qué te pasa? Estás pálida. ¿Te sientes mal? —preguntó Christian.
No, quería responder Julie, pero en ese instante sintió cómo el café y las caipiriñas y el vino y los cuatro platos ascendían todos juntos desde su estómago. Entonces se tapó la boca con la mano y apenas alcanzó a llegar a tiempo al baño.