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Capítulo 1
ОглавлениеMARILYN MONROE ERA TALLA CUARENTA Y DOS.
Esa era la frase que mantenía viva a Sophia. Su mantra. Cuando se sentía particularmente mal, la murmuraba para sus adentros.
Como ese día. Era lunes, y los lunes siempre se sentía mal. Los lunes tenía Educación Física en las dos primeras horas y debía cambiarse en el vestuario.
Desvestirse. Eso era lo peor. En el grupo de voleibol había otras veinte chicas, y todas eran talla treinta y seis. Menos Britta, que era treinta y dos. Y Sophia, por supuesto. Sophia era talla cuarenta y dos, como Marilyn Monroe.
Esa era considerada una talla especial en la actualidad. Las mujeres talla cuarenta y dos eran gordas. Pero Marilyn, la diosa, el símbolo sexual, no era gorda sino perfecta. Pero aquellos eran tiempos pasados, por desgracia. Al igual que ese ideal de belleza. Y Marilyn Monroe estaba muerta.
Sophia se bajó los jeans. Pero estos no se deslizaron suavemente por sus caderas como los pantalones entubados que Luzie acababa de quitarse; tuvo que “pelarlos” de sus muslos y sus pantorrillas como la piel de una salchicha. Luzie se sacó la blusa por la cabeza y la colgó del perchero. Y solo entonces empezó a buscar la camiseta en el interior de su morral. Estaba en ropa interior, pero aun así se tomó todo el tiempo del mundo para aquella búsqueda. Y bien podía tomárselo, pues tenía un cuerpo tonificado, bronceado e increíblemente esbelto.
Pero el asunto era muy distinto en el caso de Sophia. Ella tenía que apresurarse, quitarse los jeans y ponerse la sudadera inmediatamente para que las demás no alcanzaran a ver sus piernas blancas y flácidas.
—¿Lista? —preguntó Emily entonces.
—Un segundo —respondió Sophia y sacó la chaqueta de la sudadera.
Después se puso roja al darse cuenta de que no le había preguntado a ella, sino a Luzie. La época en que Emily la esperaba se había acabado.
—Lista.
Luzie se apresuró, se vistió, agarró la botella de agua y corrió al gimnasio con Emily sin siquiera volverse a mirarla.
—Marilyn Monroe era talla cuarenta y dos —murmuró Sophia.
Y se sobresaltó cuando alguien se rio detrás de ella.
Britta.
Britta era bajita, flaquita y pecosa, y usaba retenedor, aunque ya tenía dieciséis años. Y llevaba años tratando de hacerse amiga suya, pero lo último que Sophia necesitaba era una amiga menos popular que ella.
—Es una leyenda —dijo Britta.
—¿Qué? —preguntó Sophia.
—Eso de que Marilyn Monroe era talla cuarenta y dos. No es cierto. Era treinta y ocho.
—Mentira —dijo Sophia, insegura.
—Treinta y ocho ya es un montón. Es decir… para una actriz. Hoy sería impensable. Gordísima —dijo Britta antes de salir.
Era su venganza porque Sophia no la había invitado a su cumpleaños. Pero eso no era ningún consuelo. Marilyn Monroe era talla treinta y ocho.
El silbato del profesor Baumgart resonó en el gimnasio y las suelas de goma rechinaron en el piso. Sophia habría querido ponerse a llorar.
Después de la clase de Educación Física seguía el recreo. Enseguida Física. Mal. Pero al menos no tenía que cambiarse para eso.
Sophia salió del gimnasio apresuradamente, con el morral de deportes bajo un brazo y el de los cuadernos bajo el otro. Se sentía asquerosa, como siempre después de Educación Física, porque nunca se duchaba sino que simplemente se secaba el sudor. Luego se echaba desodorante, y listo.
No había que mirarse al espejo. Solo había que salir. Y atravesar el patio central con la cabeza gacha.
—¿Sophia?
Ella se detuvo, miró alrededor y se encontró con puras caras desconocidas.
—¿Eres Sophia Rothe?
Un hombre joven se le acercó. Era un chico bastante apuesto que le resultaba conocido. Pero no sabía de dónde.
—¿Qué pasa?
—Soy Felix. Amigo de tu hermano. Nos conocimos hace poco, en el partido de bádminton.
Ah, claro. Felix. El compañero de bádminton de su hermano. Había jugado contra Moritz en la final del torneo del fin de semana. Y había ganado Moritz, por supuesto. Moritz ganaba siempre.
—¿Dónde está? —preguntó Felix.
—¿Quién?
—Tu hermano.
—Ni idea. En casa, supongo.
—¿En casa? Pero… él estudia en este colegio. Eso me dijo el domingo.
—Estudiaba. Como ya presentó las pruebas escritas, no tiene clases. Mañana presenta las orales.
Felix se dio una palmadita en la frente.
—¡Qué idiota! Claro que me lo dijo. Bueno, tal vez tú puedas ayudarme.
—¿Qué necesitas?
Con el rabillo del ojo, Sophia vio que Luzie y Emily acababan de salir del gimnasio. Sintió sus miradas. Cómo miraban a Felix. Cómo la miraban a ella y de nuevo a Felix. Y supo perfectamente lo que pensaban: “¿Quién es ese, y qué diablos hace con ella?”. Le hacía bien sentir esas miradas. Y habría querido quedarse así mucho tiempo, hasta que todo el equipo de voleibol hubiera pasado por su lado.
Felix rebuscó en su morral y sacó un llavero.
—Toma. Lo encontré esta mañana entre mis cosas de deporte. ¿Es de tu hermano?
Las llaves. Moritz las había buscado por todas partes. La llave del edificio, la del apartamento, la de la taquilla, la de la bicicleta; las tenía todas en el llavero que no encontraba desde el domingo. Su papá había llamado ya a un cerrajero para que fuera a cambiar las guardas, lo cual habría costado un dineral. Pero no las habían cambiado aún, por fortuna.
—No tengo ni la menor idea de cómo fue a parar allí su llavero —dijo Felix—. Tal vez se equivocó de morral, pues el mío estaba al lado.
—Seguramente se alegrará de saber que lo tienes tú. ¿Lo llamaste?
—Tiene el celular apagado. Por eso vine directo al colegio. Qué tonto. Pero qué bueno que me encontré contigo.
—Espera.
Sophia sacó el celular del morral y llamó al teléfono de la casa. Moritz contestó después de que timbrara unas ocho o nueve veces. Sonaba dormido; probablemente lo había despertado. “Qué envidia”, pensó Sophia. A solo un día de los exámenes orales y no hace más que dormir, como si nada. Ella, en cambio, llevaría horas sentada al escritorio, estudiando, echando humo por la cabeza, para luego sacar malas notas de todos modos.
—¿Qué pasó? —preguntó su hermano, un tanto irritado por la llamada.
—Te necesita la Policía —dijo Sophia antes de pasarle el celular a Felix.
—Tu hermano estaba muy aliviado —le dijo Felix a Sophia después de haberle comunicado la buena noticia a Moritz—. Qué suerte que no hubieran cambiado aún las cerraduras. —Le entregó el llavero—. Dale muchos saludos a tu hermano de todos modos. Pasado mañana lo veré en bádminton.
—Claro.
—Supongo que tienes clase ahora.
—Física. —Sophia hizo una mueca—. Mi materia favorita.
Felix se rio.
—A mí tampoco me gustaba. Pero es una lástima, estoy libre ahora por la mañana. Te habría invitado a un café o algo…
—A las diez y veinte tengo una hora libre —se apresuró a decir Sophia, y la sangre se le subió a la cara antes de terminar.
Se puso rosada, roja, morada. “Cómo se puede ser tan tonta”, le oyó decir a Emily, aunque ya no estaba por allí. Durante el poco tiempo que habían sido amigas, Emily le había explicado las cinco reglas más importantes del arte de coquetear. La primera era no dar nunca (nunca, nunca) el primer paso. Las otras cuatro se le habían olvidado. Y no las necesitaba, pues ya lo había estropeado desde el principio.
Vio que Felix dudaba; seguramente estaría pensando en cómo zafarse.
—No te preocupes —dijo Sophia, aunque él no había dicho nada—. Era solo una idea. Y ahora sí tengo que irme.
Pero la campana no había sonado todavía.
—Excelente idea —dijo Felix finalmente—. Te recojo a las diez y veinte en la entrada principal. ¿Conoces algún café por aquí cerca?
—No —dijo Sophia—. Quiero decir, por supuesto que conozco un café, pero no tienes que volver hasta aquí por mí. Podemos vernos otro día.
El corazón le latía a toda velocidad, las manos le sudaban, las piernas le temblaban. ¿Se daría cuenta él de lo agitada que estaba?
—Te recojo —dijo Felix.
Sophia quería decirle que no hacía falta, pero tenía la boca tan seca que no podía musitar ni una palabra. La abrió y la cerró como un pájaro moribundo.
—¿No tenías que irte ya? —preguntó él.
Ella asintió con la cabeza, alzó la mano y echó a correr sin despedirse.
La clase de Física pasó ante los ojos de Sophia como una película. Se pellizcó el brazo derecho con la mano izquierda y el izquierdo con la derecha, varias veces, mientras pensaba que Felix debía estar por ahí, matando el tiempo, molesto.
Ir a tomar café con una gordita de dieciséis años, qué buen plan.
“Pero ni siquiera me he duchado”, pensó de pronto. Y volvió corriendo al vestuario en el descanso, cuando se estaban cambiando unas alumnas de cuarto. Se arrancó la blusa e inclinó el tronco sobre el lavamanos mientras abría la llave. El agua helada chorreó sobre su pelo y, al levantar la cabeza, espantada, se golpeó la frente con el borde del lavamanos. Y al enderezarse, con cuidado, se encontró rodeada por un montón de niñas que la miraban boquiabiertas. Entonces se dio cuenta de que había dejado la toalla en el salón.
—¿Alguna de ustedes me puede prestar una toalla?
Ninguna contestó. Todas la miraron horrorizadas, como si hubiera sacado un arma.
—¡Miren! —Sophia se sacó un billete del bolsillo y lo agitó en el aire—. ¡Recompensa!
Una pelinegra bajita agarró el billete con las puntas de los dedos y le pasó su toalla. Y se quedó observándola, absorta, mientras se secaba.
Pero no sirvió de mucho. Su pelo era igual al resto de su cuerpo: grueso. Unos rizos salvajes, incontrolables. Y si se mojaban, se quedaban mojados.
Sophia devolvió la toalla y regresó corriendo al edificio principal. Cuando llegó al salón de Física, estaba otra vez bañada en sudor. Y ahora tenía un chichón en la frente.
Diez minutos. Cinco. Cuatro. Tres. En dos minutos, Felix la esperaría en la entrada principal. El bello e interesante Felix, por el que habían girado la cabeza Luzie y Emily, esperaría a Sophia. La que se veía muy mal hacía un rato en el patio del colegio y ahora se veía aún peor. Su pelo caía húmedo y pesado sobre sus hombros; solo la parte de arriba estaba seca y despeinada. Y el chichón estaba enorme y rojo.
“No iré”, pensó. Él se molestará un poco al principio, pero después se sentirá aliviado. Mejor no voy. Que Moritz le diga que me enfermé. Cuando sonó la campana, Sophia guardó las cosas tranquilamente, caminó hasta la escalera con el corazón desbocado, bajó los escalones, uno tras otro, llegó al vestíbulo y pasó por delante de la sala de profesores.
“Me esconderé en la sala de cómputo”, decidió. Pero la decisión se quedó en su cabeza y no bajó a sus pies, que no se dirigieron a la sala de cómputo sino a la salida, por la puerta abierta, hacia afuera, y solo se detuvieron entonces. Cuando ya no había vuelta atrás.
Sophia miró a su alrededor. Felix no estaba allí. “Me dejó plantada”, pensó. Y la agitación la abandonó en ese instante para dar paso a una sensación de vacío. “Por supuesto”, qué más podía esperar.
Entonces oyó el pito. Y lo vio. El auto estaba justo delante de la entrada del colegio, y Felix agitaba la mano por la ventanilla abierta.
—¡Sophia! —gritó, y ella volvió a tener la sensación de que todos los estudiantes giraban la cabeza para mirarlo. Entonces agitó también la mano y sintió las miradas clavadas ahora en ella y disfrutó de la atención.
Caminó despacio hacia el auto. Cada paso se sentía bastante bien.
El café no era realmente un café, solo un par de mesas altas en una panadería. Ellos eran los únicos clientes.
Felix pidió un macchiato, pero la máquina de espresso estaba dañada.
—Solo hay café de filtro —dijo la mesera de mala gana—. ¿Quieren comer algo?
—No, gracias —dijo Sophia; Felix tampoco quería nada.
La mesera desapareció detrás de la barra y le echó una mirada melancólica al crucigrama que había tenido que dejar de lado por su culpa.
Sophia tragó saliva. La emoción que había sentido antes había desaparecido. Felix estaba allí solo, porque ella se le había pegado descaradamente, porque era demasiado cortés para quitársela de encima.
Él sonrió. Probablemente habría querido mirar el reloj, pero eso también se lo prohibía su cortesía.
“¡Di algo!”, se ordenó Sophia mentalmente. El silencio solo lo empeoraba todo aún más.
—¿Ya terminaste el colegio? —preguntó ella finalmente.
—Hace bastante. Pero no me gradué. No soy un superdotado como tu hermano. Me salí en noveno, pero mi mamá me obligó a sacar el título de bachiller ahora.
—Huy, menos mal.
—Sí, ahora también pienso lo mismo. Pero al principio me pareció terrible.
—Quería decir que menos mal que no eres un superdotado como Moritz.
Felix se rio.
—Bueno, a veces me gustaría que todo se me diera tan fácilmente. Él es impresionante, ¿no? Me contó que quiere presentarse a Medicina…
—Y lo aceptarán. Tiene un promedio excelente.
—Pues mi promedio al final era apenas aceptable.
—El mío no es mucho mejor.
Pero seguramente a Felix no le habían importado las notas en aquel entonces y seguramente no había movido ni un dedo en el colegio. En cambio, Sophia se esforzaba y estudiaba como loca, pero no pasaba de la media.
La mesera les llevó el café. Al pasar las tazas de la bandeja a la mesa, la mitad del contenido se regó en los platillos.
—¡Ups! —exclamó Sophia.
La mujer la atravesó con la mirada.
—Puede pasar, ¿no?
—Claro —dijo Sophia y soltó una risita, porque Felix había hecho una mueca de pánico a espaldas de la mesera, que giró la cabeza y lo miró con desconfianza. Pero él había vuelto a sonreír inocentemente.
—Ya traigo un trapo —dijo la mujer, y desapareció.
—¡Salud! —Felix alzó la taza goteante—. ¡Por nosotros, los fracasados! Me alegro de que no me desprecies. —Bebió un sorbo—. ¡Puaj! —exclamó y bajó la taza, asqueado—. Sabe a cartón destilado.
—¿Y por qué sabes cómo sabe el cartón destilado?
—Porque era lo único que tomábamos en casa. Éramos siete hijos, y éramos muy pobres.
—Huy, lo siento. No me extraña que te fuera mal en el colegio entonces. Supongo que no podías concentrarte por el hambre.
—Peor. El profesor me sacaba de clase porque el estómago me crujía tanto que los demás no podían concentrarse.
—Uf.
—¿Y tú? ¿También llevas un pasado difícil a cuestas? —preguntó Felix, inclinó la cabeza y la miró.
Esa mirada. Ligeramente burlona y bastante curiosa y muy, muy cálida. Sophia sintió que le cruzaba el pecho y le llenaba el cuerpo de una calidez hormigante; el calor se le subió de pronto a la cabeza y le hizo arder la cara. Rosada, roja, morada. ¡Maldición!
Por fortuna, la mesera volvió con el trapo y secó primero la taza de Felix, después la de Sophia.
—A sus órdenes, sus señorías —dijo con tono amenazante antes de regresar precipitadamente a su crucigrama.
Sophia se enteró de que Felix trabajaba en una tienda durante el día y estudiaba por las noches para graduarse de bachiller. Jugaba bádminton dos veces por semana y solía ir al cine. Le gustaban los Foo Fighters, Green Day y Nirvana, de los que Sophia solo había oído los nombres.
—Es que son viejísimos —rio Felix—. Como yo.
Tenía veinte años, cuatro más que ella.
—¡Eso no es tanto! —protestó Sophia, y pensó: “Es perfecto. Veinte y dieciséis. Somos el uno para el otro”.
—¿Qué piensas hacer después de graduarte?
—Quiero estudiar.
—¿Qué?
—Eso te lo contaré cuando nos conozcamos mejor —dijo Felix.
Cuando nos conozcamos mejor. Eso sonaba muy prometedor.
—Pues me muero de la curiosidad —dijo Sophia.
—¿A qué hora tienes que volver al colegio? —preguntó él, casualmente.
Ella le echó un vistazo al reloj.
—¡Ay, Dios! —gritó tan fuerte que a la mesera se le cayó el lápiz del susto—. ¡Tendría que haber vuelto hace rato! Ya empezó la sexta hora de clases.
—Entonces no hace falta apresurarse. —Felix le hizo una seña a la mesera—. La cuenta, por favor.
Mientras Felix la llevaba de vuelta al colegio, Sophia volvió a ponerse muy silenciosa. “Eso fue todo”, pensó. Me soltará en la entrada, se marchará y me olvidará.
De pronto, estaba totalmente convencida de que él tenía novia. “Es tan lindo y gracioso e inteligente”, pensó. Alguien así nunca está solo. Y aunque lo estuviera, ¿se interesaría precisamente en alguien como ella?
La bomba, solían llamarla antes. Eso se lo había contado Emily. Quizá la llamaban así todavía y ella no se daba cuenta.
—¿Qué pasa? —preguntó Felix—. Estás muy callada. ¿Hice algo mal?
Sophia negó con la cabeza.
—No, nada.
Él lo había hecho todo bien. Y ella se había enamorado perdidamente.
—Oye —dijo Felix—. ¡Solo faltaste a una clase! No van a echarte por eso. Créeme, yo tengo experiencia.
Sophia se rio, pero sonaba a risa forzada.
—Puedo entrar contigo, si quieres. Y decirle a tu profesor que te caíste y perdiste el conocimiento por un momento. O que el guardia de mi tienda te sorprendió robando.
—¡Qué buena idea! Pero mejor no. En la sexta hora de clase tenemos a la profesora Baumann, y dudo de que le parezca gracioso.
—¿Qué enseña?
—Música.
—¡Huy! Qué mal. Los profesores de Música suelen tener complejo de inferioridad.
Habían llegado al colegio. Felix se detuvo en la entrada y apagó el motor, aun cuando estaba prohibido estacionarse allí.
—¿Qué es lo que te pasa? ¿Quieres que te acompañe y diga que yo tuve la culpa? Soy un excelente chivo expiatorio, créeme.
—No digas tonterías. —Sophia negó con la cabeza. Aunque la idea de pasearse por el colegio con Felix a su lado era más que tentadora—. Puede que tenga suerte y la profesora Baumann no se haya dado cuenta de mi ausencia.
—Como quieras. Pero me avisas si te trata mal. ¿Oíste?
—Seguro.
Entonces Felix se inclinó, y Sophia contuvo la respiración. Su rostro estaba tan cerca del de ella que le quitaba el aliento. Le tocó el chichón de la frente con la punta de los dedos.
—¿Qué hiciste? ¿Trataste de atravesar una pared con la cabeza?
—Eso te lo contaré cuando nos conozcamos mejor —jadeó Sophia.
Y él se rio y le dio un beso. Solo en la mejilla, y muy rápido. Pero de todos modos, un beso.
—Bueno —dijo Felix en voz baja—. Nos vemos.
“¿Nos vemos?”. ¿No podía ser un poco más específico? Pero no vayas a estropearlo ahora, Sophia, se ordenó.
—Bueno —dijo.
Buscó la manija de la puerta y se bajó. Y sintió que el suelo se movía, como si estuviera borracha.
“Tiene que ser amor”, pensó. Ya se había enamorado un par de veces: de Timo, que estaba en el curso paralelo, y después de Frederick, del grupo de teatro del colegio. Pero nunca había sentido algo parecido, tan profundo y poderoso y real.
La ventanilla del copiloto se abrió de repente.
—¡Te llamo! —gritó Felix—. ¡Cuídate!
Después encendió el motor y se marchó.
—Adiós —murmuró Sophia.
Y tuvo que hacer un esfuerzo gigantesco para no alzar la mano y tocarse la mejilla. La mejilla que acababa de besar Felix. Como la estúpida heroína de una estúpida película romántica.
—¿Quién era ese? —preguntó Eva, que estaba fumando junto a la puerta—. ¿Tu novio?
Sophia se encogió de hombros y se limitó a caminar por su lado. “Te llamo. ¿Pero cuándo? ¿Cuándo?”, pensó.
—Faltaste a Música —le gritó Eva por detrás—. La profe estaba furiosa.
Era el mundo al revés. Sophia se había enamorado y flotaba en las nubes, mientras su hermano, el brillante, exitoso y superdotado Moritz, había fracasado. Por primera vez en su vida, justo en el momento definitivo.
—Por Dios, Moritz —dijo su papá anonadado—. ¿Qué pasó?
Él era ginecólogo y estaba encantado de que su hijo quisiera seguir sus pasos al estudiar Medicina. “Es maravilloso que el oficio permanezca en la familia”, decía. Como si estuviera hablando de una joya que se pudiera heredar de generación en generación.
—¿Estabas nervioso? —preguntó su mamá.
Pero Moritz nunca se ponía nervioso en los exámenes. ¿Por qué habría de ponerse nervioso? Siempre había sacado excelente, desde primaria.
—¿Moritz? ¿Hola? —El señor Rothe se inclinó hacia delante y trató de mirar a su hijo a los ojos. En vano. Moritz tenía la mirada clavada en el huevo frito que tenía por delante, en la mesa—. ¿Qué le pasa? —le preguntó entonces a su hija, pero bien podía haberle preguntado al huevo.
Sophia no tenía idea de qué le había pasado a Moritz en los exámenes orales. Ella y su hermano eran dos mundos, dos sistemas solares, que se comunicaban solo cada par de años luz… “¿Sabes dónde está mi cargador?”. “No”. “¿Me prestas el tuyo?”. “Si lo encuentras”. Después volvía a reinar un silencio sepulcral.
—¿Acaso los evaluadores te acosaron? —preguntó la señora Rothe, cautelosa.
—Para eso hay un protocolo —dijo el señor Rothe—. Si fueron injustos contigo, tienen que repetir el examen.
Moritz se limitó a negar con la cabeza y apartó el plato.
—Todos deberían saber que no pueden valer solo ese examen —comentó su mamá—. Has tenido un promedio excelente todos los años.
—Todo estuvo en orden —dijo Moritz; su voz sonaba ronca, como si estuviera enfermo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó su papá.
—Que me bloqueé. Eso pasa.
—¿Pero por qué? Si todo lo demás lo lograste a ojo cerrado.
—¿Cómo es posible que todo dependa de una última nota? —preguntó la señora Rothe.
Moritz alzó la cabeza, pero seguía sin mirar a sus papás, atravesándolos con la mirada. Tenía el rostro muy pálido, los ojos brillantes.
—Moritz —dijo el señor Rothe, horrorizado—. ¿Qué te pasa?
—Nada. —Empujó hacia atrás el asiento y se levantó abruptamente—. No tengo hambre, lo siento.
Y se largó.
Moritz, su hermano mayor. Adondequiera que ella fuera, él ya había estado allí. Y le alumbraba el camino, cual modelo reluciente.
“Yo le di clases a tu hermano”, decían los profesores al comenzar el año, encantados, al leer su apellido en la lista. “¿Eres la hermana de Moritz? Es un gran deportista”, había dicho el entrenador de bádminton. Hasta el odontólogo lo conocía y hablaba de sus dientes impecables. “Puedes aprender mucho de él”, decían. No directamente, pues todo el mundo sabía que no se debía comparar a los hermanos. Pero lo decían sus rostros. Y sus comentarios decepcionados cuando la habían conocido un poco mejor. “Son distintísimos, tu hermano y tú”. “Así es”, decía Sophia.
El mundo entero adoraba a su hermano, menos ella. “Las cosas serían más fáciles para mí si él no estuviera”, pensaba con frecuencia. Y añoraba el día en que él se fuera finalmente de la casa a la universidad.
Sin embargo ahora, después de haber conocido a Felix, se lamentaba de tener tan poco en común con Moritz. Si se hubieran entendido mejor, habría podido preguntarle por su amigo. Quería saberlo todo. Cómo se habían conocido, si eran solo compañeros de bádminton o también amigos. Dónde vivía, qué le gustaba comer, si realmente tenía seis hermanos y qué hacía aparte de jugar bádminton. Si tenía novia. Eso era lo que más le interesaba, por supuesto.
Pero tal como estaban las cosas, no tenía ningún sentido preguntarle. Él se limitaría a sonreír despectivamente. “Olvídate, Sophia. Es demasiado grande para ti. O demasiado pequeño… dadas tus dimensiones”.
Felix. Felix. Felix. No podía pensar en nada más. “Llámame”, pensó melancólicamente. “¡Por favor! Aunque no sientas nada por mí. Podríamos ser amigos”. Con tal de estar cerca de ti…
Sacó el celular. Ningún mensaje nuevo, ninguna llamada perdida. Felix no tenía su número, pero podía pedírselo a Moritz. Su mirada se posó en la postal que había pegado en la pared sobre el escritorio. Marilyn Monroe. Talla treinta y ocho, no cuarenta y dos. “Gordísima”, le oyó decir a Britta una vez más. Entonces se empinó, arrancó la postal y la arrojó a la basura. Después encendió el computador. “Felix”, escribió en el buscador de Google. Y borró las letras. No tenía sentido. Ni siquiera sabía cuál era su apellido.
¡Ding! El notificador del correo electrónico le mostró siete mensajes sin leer, y el corazón le latió apresuradamente. Tal vez Felix le había enviado uno. Eso no se le había ocurrido sino hasta ahora. Pero la idea no era absurda. La dirección electrónica de Moritz y la de Sophia se diferenciaban solo por el nombre. Si Felix conocía la de su hermano, también conocía la de ella.
Abrió la bandeja de entrada. Publicidad, publicidad y más publicidad. Un mensaje del director del coro con las nuevas fechas de los ensayos. Solicitudes de amistad de Facebook. Un mensaje sin asunto y sin remitente. “Basura”, pensó Sophia. “¿O Felix?”. Aunque él no tenía ningún motivo para enviarle un mensaje anónimo. En todo caso, los dedos le temblaban tanto que tuvo que dar tres veces clic en el mensaje para poder abrirlo.
De pronto, tuvo la sensación de que Felix estaba allí a su lado, mirándola, con la cabeza ligeramente inclinada, y el cuerpo volvió a llenársele de aquella calidez. Entonces leyó el mensaje. Una vez. Dos, tres veces. Sin entender nada. Y volvió a leerlo hasta que las palabras penetraron finalmente en su cerebro. Ahora ya no sentía calor sino frío, tanto que tiritaba.
Tenía que ver con Sarah, sin duda. Con lo que le habían hecho a Sarah. “¡Pero si yo no fui!”. Todo había sido idea de Emily. Las demás le habían seguido la corriente. Todas, incluida ella. Y quienquiera que hubiera enviado aquel mensaje lo sabía.