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ОглавлениеCAPÍTULO 2
Big Barbara, Luker e India permanecieron una hora más en el porche vidriado, esperando el regreso de Leigh. Luker dormía con los pies todavía apoyados sobre el regazo de su madre, pero se revolvía incómodo cada vez que el loro Nails gritaba. India le había llevado a su abuela una pila de catálogos para hojear mientras ella bordaba a mano, con hilo verde y púrpura, una camisa de trabajo azul. El sol brillaba radiante y verde a través del follaje de los robles que protegían el fondo de la casa. Las ventanas tenían vitrales emplomados y, cuando el sol irrumpía unos segundos a través del follaje tupido, su luz atravesaba los vidrios de colores y pintaba la cara de India de dorado, azul y rojo.
Hasta que por fin llegó Leigh. Oyeron el auto sobre el camino de grava, oyeron el golpe de la puerta del coche al cerrarse.
—¿Quedaba tanto por hacer? —le preguntó Big Barbara a su hija, que entró por la cocina—. Estuviste mucho tiempo afuera.
—¡Levántate, Luker! —dijo Leigh.
—Estuve levantado todo el día. —Sin ganas y con precario equilibrio, Luker se levantó del sofá. Leigh pateó sus zapatos para quitárselos y ocupó el lugar que su hermano había dejado vacante. Se desprendió el velo y lo dejó caer sobre la mesa ratona.
—Mamá, apuesto que estuviste sentada aquí toda la tarde frotándole los pies a Luker. Bueno, ahora frótame los míos un rato.
—¿Con o sin medias?
—Con, déjamelas puestas. No tengo fuerzas para sacármelas ahora.
—¿Trajiste a Odessa de regreso contigo? —preguntó Luker. Sentado a la mesa, examinaba con atención el dibujo de su hija sobre papel cuadriculado.
—Aquí estoy —dijo Odessa desde la puerta de la cocina.
—Por eso tardamos tanto —dijo Leigh—. Volvimos a la iglesia y nos ocupamos de todo… Aunque cuando solo asisten siete personas a un funeral y hay un solo ataúd en realidad no hay mucho para hacer.
—¿Qué hicieron con las flores que sobraron?
—Las llevamos a la iglesia de Odessa. Anoche murió un anciano y la familia no tenía nada, así que llevamos las flores y las pusimos en la iglesia. Nos invitaron a todos al funeral, pero les dije que no, que me parecía que no podríamos asistir, que un funeral por semana era más que suficiente.
—¿Quieren tomar algo? —preguntó Odessa.
—Té helado —dijo Leigh—, por favor, Odessa.
—Escocés con mucho hielo —dijo Big Barbara.
—Yo me ocupo —le dijo Luker a Odessa—. Tengo que empezar a ponerme en movimiento. ¿Tú quieres algo, India?
India, que no aprobaba el servicio doméstico, había rechazado el ofrecimiento de Odessa, pero le dijo a su padre:
—Tal vez un jerez…
—Dauphin tiene un Punt e Mes —dijo Luker.
—¡Oh, genial! Con un cubo de hielo.
Big Barbara se dio vuelta.
—Luker, ¿esa chica bebe?
—Solo desde que conseguí que abandonara las anfetaminas —dijo Luker guiñándole el ojo a Odessa.
—¡Eres demasiado joven para beber! —le gritó Big Barbara a su nieta.
—No, no lo soy —respondió India sin levantar la voz.
—¡Bueno, te aseguro que eres demasiado joven para beber delante de mí!
—Entonces date vuelta.
—¡Por supuesto! —dijo Big Barbara, y se dio vuelta. Miró a Leigh—. ¿Sabes que esa chica ve gente muerta todo el tiempo en Nueva York… en plena calle? ¡Las personas se mueren a la vista de todos y uno puede moverlas con un palo!
—India es mucho más madura de lo que era yo a su edad, mamá —dijo Leigh—. No creo que debas preocuparte tanto por ella.
—Si quieres saber qué pienso, pienso que es terrible tener a Luker como padre. Es el hombre más malo del mundo; pregunta y verás.
—¿Y por eso lo quieres más que a mí? —preguntó Leigh.
Big Barbara no respondió, pero India soltó una carcajada.
—Luker no está mal —dijo.
Luker apareció con una bandeja de tragos. Primero se acercó a India.
—Mira esto, Barbara —dijo—. Mira qué bien la entrené. ¿Qué se dice, India?
India se levantó de la mesa, hizo una genuflexión y dijo con voz afectada:
—Te agradezco muchísimo, padre, por haberme traído este vaso de Punt e Mes con hielo.
India volvió a sentarse, pero Big Barbara no se dejó convencer.
—Tiene buenos modales, sí, ¿pero podríamos decir lo mismo de sus valores morales?
—Bah —dijo Luker con liviandad—. Nosotros no tenemos valores morales. Debemos arreglarnos con un par de escrúpulos.
—Ya me parecía —dijo Big Barbara—. Jamás saldrá nada bueno de ninguno de ustedes dos.
India miró a su abuela.
—Somos diferentes —se limitó a decir.
Big Barbara sacudió la cabeza.
—¿Alguna vez escuchaste palabras tan verdaderas, Leigh?
—No —dijo Leigh. Y sin querer volcó casi media taza de té helado sobre su vestido negro. Sacudiendo la cabeza ante su propia torpeza, se levantó y fue a cambiarse. Cuando regresó, pocos minutos después, Luker ya había recuperado su puesto en el sofá y ofreció, falsamente, devolvérselo.
—Bueno, presten atención —dijo Leigh. Y se sentó en una silla frente a ellos—. ¿Se mueren por saber lo del cuchillo o no?
—¡Sabes que sí! —chilló Big Barbara.
—Odessa me lo contó cuando volvíamos de la iglesia.
—¿Cómo es posible que Odessa lo supiera y tú no? —preguntó Luker.
—Porque es un secreto de la familia Savage, por eso. Y no hay nada de los Savage que Odessa ignore.
—Marian Savage me contaba todo —dijo Big Barbara—. Pero jamás dijo una palabra sobre clavarles cuchillos a los muertos. Yo no habría olvidado algo así.
—Vamos, cuéntanos —exigió Luker, impaciente a pesar de su postura lánguida. La luz del porche era ahora totalmente verde.
—Prepárame un trago, Luker, y les contaré a todos lo que me dijo Odessa. Y, cuando se hayan enterado, no podrán decirle una sola palabra a Dauphin, ¿entendido? No le gustó hacerlo, no quería clavar un cuchillo en el pecho de Marian.
—¡Tendría que haberme pedido que lo reemplazara! —dijo Luker.
Nails gritó en su jaula.
—No soporto a ese pájaro —dijo Leigh hastiada.
Luker fue a prepararle un trago y regresó acompañado por Odessa.
—¿Podría asegurarse de que mi hermana cuente las cosas tal como son? —preguntó Luker por encima del hombro. Odessa asintió. Sentada a la mesa, India volvió a inclinarse sobre el cuaderno de papel cuadriculado. Odessa se sentó en la otra punta y comenzó a recorrer con sus huesudos dedos negros el borde de su vaso de té helado.
Leigh miró a todos con expresión grave.
—Odessa, ¿usted me interrumpirá si digo algo que no está bien, verdad?
—Sí, señora, por supuesto que sí —dijo Odessa. Y bebió un sorbo de té para cerrar el trato.
—Bueno —empezó Leigh—, todos sabemos que los Savage están en Mobile desde hace muchísimo tiempo…
—Desde antes de que existiera Mobile —dijo Big Barbara—. Eran franceses. Los franceses fueron los primeros en llegar… después de los españoles, quiero decir. Originalmente eran los Sauvage. —El breve discurso estaba dirigido a India, que asintió sin levantar la vista de su cuaderno.
—Bueno, en aquella época, hará unos doscientos cincuenta años, los franceses eran dueños de Mobile y los Savage ya eran muy importantes incluso entonces. El gobernador de todo el territorio francés era un Savage y tenía una hija… Yo no sé cómo se llamaba, ¿usted sabe, Odessa?
Odessa negó con la cabeza.
—Bueno, esa hija murió en el parto. El bebé también murió y los enterraron juntos en el mausoleo de la familia. No donde enterramos a Marian hoy, sino en otro que había antes… y que ya no existe. Como sea, al año siguiente el marido de la difunta también murió, de cólera o algo parecido, y volvieron a abrir el mausoleo. —Leigh hizo una pausa.
—¿Y saben qué encontraron? —agregó Odessa desde atrás.
Nadie tenía la menor idea.
—Descubrieron que habían enterrado viva a la mujer —dijo Leigh—. Despertó adentro del ataúd y empujó la tapa y gritó y gritó, pero nadie la oyó, y se desgarró las manos intentando abrir la puerta del mausoleo, pero no pudo abrirla y como no tenía nada que comer… se comió al bebé muerto. Y cuando terminó de comerse al bebé apiló los huesos en un rincón y puso la ropa del bebé sobre la pila. Después murió de hambre, y eso fue lo que encontraron cuando abrieron el mausoleo.
—Eso jamás habría ocurrido si la hubieran embalsamado —dijo Big Barbara—. Muchas veces la gente se pone negra sobre la mesa del embalsamador. Eso quiere decir que les quedaba un resto de vida adentro; pero una vez que les inyectan el líquido de embalsamar, nadie vuelve a despertar. Si alguno de ustedes está presente cuando yo muera, quiero que se asegure de que me embalsamen.
—No creo que ese sea el final de la historia, Barbara —dijo Luker, molesto con la interrupción.
—Bueno —dijo Big Barbara a la defensiva—. Ya es una historia bastante terrible. No veo que se le pueda agregar mucho más.
—Bueno, cuando encontraron a la madre muerta en el piso del mausoleo y vieron la pequeña pila de huesos, todos quedaron tan perturbados que imaginaron que debían hacer algo para que no volviera a ocurrir. Y por eso en todos los funerales el jefe de familia clavaba un cuchillo en el corazón del difunto para asegurarse de que estaba realmente muerto. Siempre lo hacían durante las exequias para que todos lo vieran y no temieran que el cadáver despertara después en el mausoleo. No parece mala idea, teniendo en cuenta que probablemente no conocían el líquido de embalsamar.
India había levantado la vista del papel cuadriculado y escuchaba con suma atención a Leigh. Pero su lápiz continuaba moviéndose con decisión sobre la página, y de vez en cuando miraba sorprendida la imagen que se iba formando.
—Desde entonces, todos los recién nacidos en la familia Savage recibían de regalo un cuchillo en el bautismo, y ese cuchillo los acompañaba por el resto de sus vidas. Y, cuando morían, les clavaban el cuchillo en el pecho y lo enterraban en el cajón al lado del muerto.
—Y después se transformó en un ritual —dijo Luker—. Quiero decir, Dauphin no enterró el cuchillo hasta el fondo, ¿verdad? Digamos que hizo una incisión.
—Es cierto —dijo Odessa—. Pero eso no es todo.
—¡No puedo creer que haya más! —chilló Big Barbara.
—Poco antes de la Guerra Civil —prosiguió Leigh—, una chica se casó con un Savage y le dio dos hijos: dos niñas. El tercero hubiera sido varón, pero murió al nacer. Y la madre murió después. En el funeral pusieron a la madre y al bebé en el mismo ataúd, como la primera vez.
—¿También le clavaron un cuchillo al bebé muerto? —preguntó India. Su lápiz trazaba líneas minuciosas sobre el papel sin necesidad de que ella mirara lo que hacía.
—Sí —dijo Odessa.
—Sí —dijo Leigh—. Por supuesto que sí. El padre del niño clavó el cuchillo en el bebé primero, y después lo sacó… Debe haber sido algo terrible de hacer. La iglesia estaba atestada de gente y el padre extrajo el cuchillo del pecho de su hijito. Lloraba, pero era valiente. Y después levantó el cuchillo bien alto y lo bajó y lo clavó en el pecho de su esposa y…
—¿Y? —Luker, que no toleraba las pausas, la instó a seguir.
—Y ella despertó gritando —dijo Leigh en voz muy baja—. Despertó al sentir el cuchillo entrando en su carne. La sangre saltó por todas partes, manchó la mortaja, el cajón, empapó al bebé y al esposo. La mujer agarró a su esposo del cuello y lo arrastró al ataúd con ella, y el cajón se dio vuelta y los tres cayeron al suelo en la nave central de la iglesia. Ella no le quitó las manos del cuello y murió así. Entonces hicieron el funeral de verdad…
—¿Y qué pasó con el esposo? —preguntó India, curiosa.
—Volvió a casarse —dijo Leigh—. Era el tatarabuelo de Dauphin, el hombre que construyó Beldame.
Big Barbara se puso a llorar, conmovida no solo por el relato, sino por la caída de la tarde, por el escocés que había bebido y por su creciente sentimiento de pérdida. Luker se dio cuenta y frotó los muslos de su madre con las plantas de los pies para consolarla.
—¿Entonces es por eso que ya no hunden el cuchillo hasta el fondo? —preguntó Luker.
—Correcto —dijo Odessa.
—Solo tocan el pecho con la punta del cuchillo… esa es la parte simbólica —dijo Leigh—. Pero después entierran al muerto con el cuchillo entre las manos, y esa parte no es simbólica. Suponen que si el muerto despierta en el ataúd, usará el cuchillo para matarse.
—¿Pero no embalsamaron a Marian Savage? —preguntó Luker.
—No —dijo Big Barbara—. No la embalsamaron. En su momento no embalsamaron a Bothwell, y debido a eso Marian pidió que tampoco la embalsamaran a ella.
—Bueno —dijo Luker con espíritu práctico—, si embalsamaran a todos los Savage ya no tendrían que hacer cosas raras con el cuchillo.
—Ahora eres una Savage —le dijo India a Leigh—. ¿Tienes un cuchillo?
—No —dijo Leigh, sorprendida. Jamás se le había ocurrido pensarlo—. No tengo cuchillo, no sé qué harán cuando…
—Sí, señora —dijo Odessa—. Usted tiene un cuchillo.
Leigh levantó los ojos.
—¿En serio? ¿Y dónde está, Odessa? Yo no sabía que…
—La señorita Savage se lo dio el día de su boda, pero el señor Dauphin no permitió que lo viera. Lo escondió. Él sabe dónde está y yo también sé dónde está. Puedo mostrárselo si quiere verlo. —Odessa se levantó para ir a buscar el cuchillo.
—No —chilló Big Barbara—. Deje las cosas como están, Odessa.
Odessa volvió a sentarse.
—Se me erizó la piel —dijo Leigh con un estremecimiento—. Yo no sabía, no…
—No quiero que te hagan eso —dijo Big Barbara.
—Ahora es una Savage, Big Barbara —dijo India—. Tienen que hacerlo… Cuando se muera, quise decir. —El lápiz de India se movía veloz y en grandes ángulos sobre el papel. Pero ella seguía sin mirar lo que dibujaba.
—¡No! —gritó Big Barbara—. Dauphin no te clavará ningún cuchillo, no…
—Barbara —dijo Luker—, no te atormentes. Si Leigh está muerta, el cuchillo no podrá lastimarla. Pero todavía no ha muerto. Y además es muy probable que ya no estés entre nosotros cuando eso ocurra.
—¡Sigue sin gustarme!
—Bueno, mamá, no te preocupes. Solo quería que todos supieran lo del cuchillo para que no le preguntaran nada a Dauphin. Fue muy generoso al permitirnos asistir a las exequias. Los funerales de la familia Savage siempre fueron privados por este asunto de los cuchillos, pero Dauphin nos ha mostrado cuánto confía en nosotros. Sabía que no andaríamos por ahí diciendo que Mary-Scot y él habían clavado una daga en el pecho de Marian después de su muerte…
—¡Por supuesto que jamás haríamos algo así! —bramó Big Barbara, tragando lo poco que quedaba de hielo derretido.
—¿Dauphin sabe que sabemos? —preguntó Luker.
—Él me dijo que le dijera a la señorita Leigh que se lo dijera a ustedes —dijo Odessa—. Así que sabe.
—Muy bien —dijo Luker. Y miró fijamente a su madre—: Entonces no volveremos a mencionar el tema. Dauphin es el hombre más dulce de la tierra y ninguno de nosotros dirá nada que pueda hacerlo sentir incómodo, ¿no es cierto, Barbara?
—¡Por supuesto que no!
—Voy a prepararles la cena —dijo Odessa, y se levantó para ir a la cocina.
Leigh y su madre fueron al dormitorio a buscar ropa cómoda para Big Barbara. La intimidad entre madre e hija McCray subsistía a base de ayudarse a vestirse y desvestirse.
Luker fue a la cocina a llenar su vaso y el de su hija. Cuando volvió, se sentó en un banco junto a India y dijo:
—Quiero ver qué hiciste.
India escondió el dibujo.
—Yo no lo hice —dijo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir —dijo India— que no fui yo la que hizo el dibujo. Yo solo sostuve el lápiz.
Luker la miraba sin entender.
—Muéstrame el dibujo.
India se lo entregó.
—Ni siquiera miré. Empecé a dibujar otra cosa, después paré para escuchar la historia de Leigh, pero el lápiz siguió dibujando solo. Mira —dijo señalando unas líneas sueltas—, ahí empezaba mi dibujo, pero quedó tapado.
—Este no es tu estilo —dijo Luker con curiosidad. Era un dibujo hecho a lápiz rojo sobre el revés de una hoja de papel cuadriculado: una construcción extrañamente formal, un dibujo de una gorda de rostro saturnino sentada muy rígida en una silla invisible bajo su enorme volumen. Llevaba puesto un vestido de corsé ajustado y falda amplísima. Tenía los brazos extendidos hacia adelante—. ¿Qué sostiene en las manos, India?
—Yo no la dibujé —dijo India—. Supongo que son muñecas. Son espantosas, ¿no? Parecen muñecas de cera olvidadas al sol durante mucho tiempo… Están todas derretidas y deformes. ¿Recuerdas esas horribles muñecas alemanas modeladas sobre bebés de carne y hueso en el Museo de la Ciudad de Nueva York…? Dijiste que eran las cosas más feas que habías visto en tu vida. Y es probable que sea así… Y es probable que yo haya recordado eso cuando…
—¿Cuando qué?
—Cuando dibujé esto —India bajó la voz, confundida—. Excepto que en realidad yo no lo dibujé… Se dibujó solo.
Luker miró fijamente a su hija.
—No creo que lo hayas dibujado tú… No es tu estilo.
India sacudió la cabeza y bebió un sorbo de jerez.
—El vestido que lleva puesto la mujer… ¿sabes a qué época pertenece, India?
—Ah… —India titubeó—. ¿A los años veinte?
—Error —dijo Luker—. Alrededor de 1875. A propósito, es un exponente perfecto de 1875 y tú no lo sabías. ¿O sí lo sabías?
—No —dijo India—. Yo estaba sentada aquí, escuchando el relato de Leigh, y el dibujo se hizo solo. —Miró el papel con disgusto—. Y ni siquiera me gusta.
—No —dijo Luker—. A mí tampoco me gusta.