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La casa embrujada es uno de los escenarios más frecuentes del terror. O quizá sea mejor llamar a la casa “maldita”: la verdad es que no tenemos en español una palabra tan eficaz para describir lo que es haunted, un término que puede traducirse como visitado por fantasmas o encantado o incluso poseído; un término que denota una presencia sobrenatural. ¿Por qué la casa con fantasmas es tan frecuente en los relatos de terror? Porque, sencillamente, el terror ataca mejor ahí donde nos sentimos protegidos. Y si nos preguntamos dónde nos sentimos más seguros, la respuesta casi unánime será “en casa”. Al terror le gusta encontrarnos justo en el lugar donde nos creíamos casi invulnerables.

Una casa maldita no es siempre la propia. Puede ser la casa extraña del barrio o aquella que a veces divisamos desde el auto cuando salimos a la ruta, una vieja mansión abandonada con el pasto crecido que le tapa la puerta y las ramas de los árboles golpeando en las ventanas de vidrios rotos. O la casa que nadie quiere alquilar porque alguna vez fue el escenario de un crimen, ¿quién se atreve a echarle un vistazo, arriesgarse a adivinar los rastros de sangre, el espíritu vengativo que saluda desde el primer piso? Las paredes recuerdan: en las habitaciones vacías hay ecos de un pasado que se repite. ¿Y qué es un fantasma sino una entidad que está condenada a repetir su tragedia, a visitar el lugar de su sufrimiento?

Claro que las casas no siempre están habitadas por fantasmas. A veces pueden ocultar otro tipo de seres. En Buenos Aires se habla de una casa, ya demolida, en el barrio de Belgrano, que supo albergar demonios. Es que en la iglesia vecina se permitían exorcismos y los espíritus diabólicos hicieron lo que haría cualquiera si es expulsado: buscar refugio. Y el refugio era esta casa que ya no existe. Otra se ha construido en ese lugar. ¿Los demonios se habrán ido con la demolición? Habría que preguntarles a los nuevos dueños. O a lo mejor no: a lo mejor están muy contentos conviviendo con sus inquilinos infernales. Las casas, se sabe, ocultan secretos. No sabemos nada de las vidas de los vecinos, no realmente. No sabemos qué ocurre cuando se cierra la puerta.

Michael McDowell nació en Alabama en 1950 y murió en Massachusetts en 1999 por complicaciones del sida, que le fue diagnosticado en 1994. Hasta hace diez años, casi todos sus libros estaban fuera de circulación, algo casi increíble porque McDowell fue el guionista de las películas de Tim Burton Beetlejuice (1988) y La pesadilla antes de Navidad (1993). Además, era muy amigo y colaborador de Stephen King y su esposa Tabitha, también escritora. McDowell escribió el guion de Thinner (1996), la película basada en la novela de King Maleficio (1984); Tabitha completó Voces del silencio, la novela póstuma de McDowell, en 1996. Hace apenas seis años la editorial Valancourt, especializada en ficción gótica, de horror y de ciencia ficción, además de dedicarse a rescatar autores gays olvidados, inició la recuperación del catálogo de Michael McDowell con ocho novelas prologadas por escritores contemporáneos como Poppy Z. Brite o Christopher Fowler. La mejor de las novelas elegidas es esta, Los Elementales, de 1981, que publicó por primera vez La Bestia Equilátera. Esta fábula de horror en Alabama tiene todos los detalles escenográficos del gótico sureño: las familias extendidas y excéntricas, las mansiones victorianas, los secretos, la empleada negra con poderes psíquicos, los fantasmas como maldición, la crueldad subyacente. Pero aunque se puede decir que Los Elementales es una novela de gótico sureño, el estilo de McDowell no tiene ninguna relación con el de patriarcas góticos como William Faulkner o Cormac McCarthy ni con los crueles abismos de Flannery O’Connor o la intensidad emotiva de Tennessee Williams. McDowell se consideraba y quería ser un escritor popular: decía que no escribía “para el porvenir”, sino para entretener. Sus diálogos son de una ironía histérica, increíblemente vívidos y graciosos.

McDowell era una persona muy particular: coleccionaba memorabilia mortuoria, por ejemplo, desde ataúdes para niños hasta fotos post mortem. Estos objetos macabros ocupaban más de setenta cajas en su casa y, después de su muerte, fueron exhibidos en museos. Aunque escribió mucho y casi todo orgullosamente comercial, tenía temas recurrentes: las madres dominantes —en Los Elementales “se comen a sus hijos”—, las adolescentes rebeldes y algo brujas, la naturaleza triunfante típica del Sur, con sus inundaciones y esa vegetación que siempre le gana a cualquier esfuerzo humano por contenerla. Los Elementales es una novela que hace reír y que da muchísimo miedo, una mezcla difícil de lograr pero que cuando funciona es gloriosa. Es opresiva y está llena de inolvidables imágenes de pesadilla y también es una divertidísima sátira familiar de personajes inolvidables. Con sutileza, además, Los Elementales es una mirada impiadosa sobre los prejuicios raciales del Sur a fines del siglo xx, más fuertes que los huracanes y los lazos familiares, fantasmas tan persistentes y crueles como los que se esconden en la tercera casa.

MARIANA ENRIQUEZ

Los Elementales

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