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CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente, malgastada en los preparativos del viaje a Beldame, la perturbadora coincidencia de la antigua fotografía con el dibujo inconsciente de India cayó en el olvido. La luz del día no trajo una solución, pero otorgó la bendición de la indiferencia.

Luker e India, que habían llegado a Alabama el día anterior, en realidad no habían tenido tiempo de desempacar, de modo que no les resultó difícil prepararse para este segundo viaje. Y Odessa tenía poco equipaje: solo llevó consigo su canasta de mimbre a la Casa Chica cuando Leigh pasó a buscarla. Pero Dauphin tuvo que responder llamados matinales inevitables, que a su vez precipitaron otros recados; y Leigh y Big Barbara tuvieron que repartirse entre sus amigos para despedirse, devolver objetos prestados y solicitar que ciertos asuntos menores pero importantes fueran resueltos durante su posiblemente prolongada ausencia. A Leigh le parecía imposible que Marian Savage estuviera viva apenas cuatro días atrás. A veces, en esta ronda de visitas, se sorprendía recordando que debía poner cara de dolor y responder que sí, que realmente necesitaban alejarse de todo por un tiempo, ¿y dónde mejor que en Beldame, un lugar tan remoto que era como estar en el fin del mundo?

India despertó a Luker a las nueve. Fue a la cocina y preparó café —no confiaba en las mucamas para ciertas tareas— y después lo llevó a su cuarto y volvió a despertarlo.

—Oh, Dios mío —murmuró Luker—. Gracias. —Bebió su café a sorbos, dejó la taza a un costado, se levantó y durante unos minutos anduvo desnudo a los tropezones por la habitación.

—Si buscas el baño —dijo India, apoyando su taza de café en precario equilibrio sobre el angosto brazo del sillón hundido donde se había sentado—, allá está. —Y señaló una puerta.

Cuando Luker salió del baño, India ya había empacado su ropa.

—¿Iremos a ver a tu padre hoy? —preguntó. Prefería no llamarlo por su nombre de pila ni tampoco por el enfermante y sobrecargado apelativo de abuelo.

—Sí —dijo Luker—. ¿Te molesta mucho?

—Aunque me molestara, igual tendríamos que ir, ¿no?

—Supongo que podría decirle que vomitaste sangre o algo así y podrías quedarte en el auto.

—No hay problema —dijo India—. Entraré y hablaré con él, si me prometes que no nos quedaremos mucho tiempo.

—Por supuesto que no —dijo Luker, abotonándose los jeans.

—¿Big Barbara tendrá que mudarse a Washington si sale electo en el Congreso? De ser así, estará mucho más cerca de nosotros.

—No lo sé —dijo Luker—, depende. ¿Quieres que esté más cerca de nosotros? —Luker se desabotonó los jeans para meter la camisa adentro.

—Sí —dijo India—. Me encanta Big Barbara.

—Bueno —dijo Luker—, se supone que a las niñas les encantan sus abuelas.

India miró hacia otro lado, malhumorada.

—¿Y de qué depende? —preguntó.

—Depende de lo que quiera hacer Big Barbara. Depende de cómo se lleven con Lawton.

—Big Barbara es alcohólica, ¿no?

—Sí —respondió Luker—. Y, lamentablemente, no existe metadona para los alcohólicos.

Unos minutos después Big Barbara llamó para decirles que Lawton había ido a la finca temprano esa mañana. Si no lo interceptaban allí en las próximas dos horas tendrían que esperar hasta media tarde, cuando regresara del discurso que debía pronunciar en el almuerzo de las Mothers of the Rainbow Girls. Los elaborados planes de la noche anterior se desmoronaron e India y Luker —que no deseaban posponer la costosa visita— pusieron rumbo a la finca. Odessa, mientras tanto, había llenado el baúl de cajas de comida para llevar a Beldame, y los acompañó. Usaron el Fairlane que Dauphin había comprado casi un año atrás para uso exclusivo de aquellos huéspedes o familiares que, por una u otra razón, se encontraran pasajeramente sin medio de transporte propio.

El territorio de Alabama, que consta solo de dos condados, Mobile y Baldwin, tiene forma de muela cariada. La bahía de Mobile es la enorme caries que separa las dos mitades, y en sus extremos septentrionales los condados están divididos por un complejo sistema de sinuosos ríos y pantanos.

Las tierras de los McCray estaban a orillas del río Fish, a unos treinta kilómetros de Mobile, pero sobre el otro lado de la bahía de Mobile, en Baldwin County. Era una llanura rica y margosa, excelente para el ganado y los árboles frutales y casi para cualquier clase de cultivo que uno deseara plantar. Además de las actividades de agricultura, que eran totalmente supervisadas por una familia de granjeros apellidada Dwight a quienes había salvado tiempo atrás de la quiebra, Lawton McCray tenía un negocio de abastecimiento de fertilizantes en un vecino y casi indiscernible pueblo llamado Belforest. A pesar de la reciente escalada en el precio del fósforo, el negocio de los fertilizantes seguía siendo una gran fuente de dinero para los McCray.

La compañía había sido instalada en un espacio desmalezado de unos cien metros cuadrados cerca de las vías del ferrocarril, que ya no se detenía en Belforest. Había tres grandes galpones de almacenamiento, un par de viejos cobertizos adaptados al mismo propósito y un sector pavimentado donde estacionaban los camiones, los remolques y los equipos de aspersión. Sobre un costado estaba la oficina, un pequeño y bajo edificio de concreto con paredes azul verdosas y ventanas sucias. Había un perro mestizo y ladrador atado a la columna del porche destartalado. Luker habría pasado de largo y seguido directo a la finca de no haber reconocido el Continental rosa de su padre estacionado frente a la oficina. Cuando Luker bajó la ventanilla, oyeron la insultante voz de Lawton McCray dentro de la oficina con aire acondicionado; estaba discutiendo con el empobrecido pariente lejano que manejaba el negocio que le daba tantas ganancias. En cuanto Luker bajó del Fairlane, su padre espió por la ventana manchada de tierra. Lawton McCray salió a saludar a su hijo. Era un hombre corpulento de hermoso cabello blanco, pero con suficiente carne extra —en forma de mofletes pendulantes, nariz grande y papada en cascada— como para llenar otro rostro. Vestía ropa cara, que le quedaba mal y necesitaba tintorería y limpieza. Luker y su padre se abrazaron por compromiso. Unos segundos después, Lawton dio la vuelta al Fairlane y tamborileó con los dedos sobre la ventanilla a través de la cual su única nieta lo observaba con desconfianza. India titubeó antes de bajar el vidrio y se puso rígida cuando Lawton McCray metió la cabeza y los hombros por el vano para darle un beso.

—¿Cómo estás, India? —rugió el viejo. Tenía la boca tan ensanchada y los ojos tan entrecerrados que daban miedo. India no sabía si le gustaba menos como familiar o como político.

—Muy bien, gracias —respondió.

—Odessa… —La enorme cabeza giró sobre el cuello flaco y gritó hacia el asiento trasero—: ¿Cómo está usted?

—Estoy bien, señor Lawton.

—Odessa —insistió—, ¿alguna vez vio una chica tan linda como esta?

—Jamás de los jamases —dijo Odessa con voz calma.

—¡Yo tampoco! Es una chica para tener en cuenta. Es mi única nieta, ¡y la amo como a mi propia alma! ¡Es la alegría de mi vejez!

—Usted no es viejo, señor Lawton —lo corrigió Odessa, obediente.

—¿Y usted va a votar por mí? —preguntó Lawton, riendo.

—Pero por supuesto que sí.

—¿Y hará que Johnny Red vote por mí… ese cero a la izquierda?

—Señor Lawton, intenté convencer a Johnny para que se empadronara, pero él todavía insiste con el impuesto al sufragio. Le dije que esas cosas ya no existen, pero de todos modos no quiere ir a firmar. ¡Tendrá que ir usted mismo a convencerlo si quiere que lo vote!

—Dígale que no volveré a sacarlo de la cárcel si no se inscribe para votar.

—Se lo diré —dijo Odessa.

Lawton McCray esbozó una sonrisa forzada y miró a India, que parecía acobardada por la violencia y la vulgaridad de la voz de su abuelo.

—¿Te gustó el funeral ayer? Big Barbara dijo que fue tu primera vez. Yo nunca había visto un muerto antes de entrar al servicio militar, pero supongo que los niños crecen rápido en estos tiempos. ¿Te pareció interesante? ¿Vas a contarles a tus amiguitas cómo es un funeral sureño? ¿Vas a escribir algo para leer en la escuela, India?

—Fue muy interesante —dijo India. Con cautela, extendió su brazo delgado en dirección al viejo—. ¿Te molesta si levanto el vidrio? —dijo con una sonrisa gélida—. Entra demasiado calor. —Y apenas le dio tiempo para retirar la cabeza y los hombros antes de girar vigorosamente la manija.

—¡Luker! —le gritó Lawton McCray a su hijo, parado a menos de medio metro de distancia—. ¡Esa chica pegó el estirón! ¡Creció una cabeza desde la última vez que la vi! ¡Es una muñequita! Es una suerte que no haya salido a ti. Es casi tan alta como tú ahora, ¿no crees? Supongo que cada día se parece más a su madre.

—Sí —dijo Luker sin inmutarse—. Supongo que sí.

—Acompáñame un momento, necesito decirte algo.

Lawton McCray empujó a su hijo a la sombra de un tractor amarillo, aunque ese lugar que apestaba a sustancias químicas, combustible y polvo fosfórico no ofrecía ningún alivio para el implacable sol de Alabama. Con un pie apoyado sobre las dentadas fauces del tractor, como desafiándolo a ponerse en marcha y hacerlo volar por el aire de una palada, Lawton McCray retuvo al reticente Luker en una conversación que duró más de diez minutos.

Cada vez que India miraba a su padre y su abuelo, más se sorprendía de que Luker continuara varado allí tanto tiempo. Con el pretexto creíble de que era necesario refrescar el aire del vehículo, India bajó la ventanilla. Pero ni siquiera así pudo escuchar lo que decían los hombres. La voz de Lawton sonaba inexplicablemente moderada.

—¿De qué estarán hablando? —le preguntó a Odessa. La curiosidad de India superaba su reticencia a dirigirle la palabra a la negra.

—¿De qué otra cosa podrían hablar esos dos? —fue la retórica respuesta de Odessa—. Hablan de la señorita Barbara.

India asintió: tenía sentido. Unos minutos después, los dos hombres —uno carnoso de cara rojiza, fornido y de movimientos lentos; el otro menudo, inquieto, de piel oscura pero no quemada al sol, que parecían padre e hijo tanto como India y Odessa parecían madre e hija— volvieron al auto. Lawton McCray introdujo su grueso brazo por la ventanilla nuevamente abierta y aferró la barbilla de India. Tirándole del mentón, la obligó a sacar medio cuerpo del coche.

—No puedo creer que te parezcas tanto a tu madre. Tu madre era la mujer más bonita que vi en mi vida.

—¡No me parezco en nada a ella!

Lawton McCray se le rio en la cara.

—¡Y encima hablas como ella! Me entristecí mucho cuando tu papá se divorció. ¡Pero créeme, India, no la necesita para nada teniéndote a ti!

India estaba demasiado avergonzada para responder.

—¿Y cómo anda tu mamá?

—No lo sé —mintió India—. Hace siete años que no la veo. Ni siquiera recuerdo cómo es.

—¡Mírate al espejo, India, mírate al maldito espejo!

—Lawton —dijo Luker—, tenemos que irnos ya mismo si queremos llegar a Beldame antes de que suba la marea.

—¡Váyanse, entonces! —bramó su padre—. Y escúchame bien, Luker, hazme saber cómo van las cosas, ¿me oyes? ¡Cuento contigo!

Luker asintió. Cómo iban las cosas parecía tener un significado específico y contundente para ambos.

Cuando el Fairlane se alejaba de la McCray Fertilizer Company, Lawton McCray alzó un brazo y lo sostuvo en alto en medio de la polvareda.

—Escucha —le dijo India a su padre—, no tengo que contarles nada a mis amigos, ¿verdad? Digo, si Lawton sale electo…

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