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CAPÍTULO 3

Esa noche, cuando Dauphin regresó de llevar a Mary-Scot al convento en Pensacola, nadie mencionó el funeral ni el cuchillo y Leigh escondió la pila de mensajes de condolencia que había recogido en la oficina postal. La cena transcurrió en calma y en silencio. Y aunque todos —excepto Dauphin— se habían cambiado de ropa, estaban rígidos y almidonados y parecían adheridos a las sillas. Hasta Dauphin bebió demasiado, y acababa de descorchar la tercera botella de vino cuando Odessa la retiró de la mesa con mirada reprobadora. Durante la comida hicieron planes para abandonar Mobile al día siguiente: decidieron cuáles autos llevar a la costa, quién se encargaría de hacer las compras, a qué hora debían partir, y qué convenía hacer con el correo y los negocios y con Lawton McCray. La muerte de Marian Savage era la verdadera razón para marcharse, pero no la mencionaron. La Casa Grande estaba demasiado cerca y el dormitorio principal, de donde la moribunda apenas salía arrastrándose durante los dos años que duró su enfermedad, proyectaba su desacostumbrado vacío en la oscuridad de la noche.

Sentado en su lugar de siempre, Dauphin se inclinó hacia un costado para atisbar la ventana del dormitorio de su madre, apenas visible desde el comedor, como si esperara o temiera encontrarla iluminada… como todas las noches a la hora de la cena desde que él y Leigh habían regresado de su luna de miel.

El postre y el café se prolongaron, y era bastante tarde cuando por fin se levantaron de la mesa. Leigh fue directo a acostarse y Big Barbara se dirigió a la cocina para ayudar a Odessa con el lavaplatos. India acompañó a su padre y a Dauphin al porche, se acostó en el sofá con la cabeza sobre el regazo de Luker y se quedó dormida sin alterar el equilibrio del pocillo de café que Luker había apoyado sobre su vientre.

Poco después Big Barbara asomó por la puerta de la cocina y dijo con cansancio:

—Dauphin, Luker, primero llevaré a Odessa a su casa y después me iré a la mía. Nos vemos mañana temprano.

—Big Barbara —dijo Dauphin—, yo llevaré a Odessa. Quédate con Luker y pasa la noche con nosotros. No tienes por qué irte.

—Nos vemos mañana por la mañana, a primera hora y con sol —dijo Big Barbara—. Sospecho que Lawton ya estará en casa y querrá saber… —Se interrumpió al recordar que no debía hablar del funeral con Dauphin—. Querrá que le cuente cómo me fue hoy.

—De acuerdo —dijo Dauphin—. ¿Seguro que no quieres que te lleve?

—Seguro —dijo Big Barbara—. Luker: tu padre querrá verte, y ver a India, antes de que vayamos a Beldame mañana. ¿Qué le digo?

—Que pasaré a verlo mañana antes de irnos.

—Dijo que quería decirte algo.

—Probablemente me pedirá que me cambie el apellido —le dijo Luker en voz baja a Dauphin mientras acariciaba el cabello de India—. Buenas noches, Barbara —dijo en voz alta—. Nos vemos mañana.

India estaba dormida y los dos hombres permanecieron en silencio. A través de las ventanas, la noche era absolutamente negra. Algunas nubes moteaban la luna y las estrellas y el follaje oscurecía los faroles de la calle. El nivel del aire acondicionado dentro de la casa indicaba que afuera todavía hacía calor y la humedad era asesina. En un rincón, a un costado de la silla de Dauphin, brillaba una lámpara solitaria. Luker retiró con cuidado los dedos de India del pocillo de café y lo apoyó sobre la mesa ratona. Con una inclinación de cabeza aceptó el oporto que le ofrecía su cuñado.

—Me alegra que hayas decidido venir, Luker —dijo Dauphin en un susurro, sentándose.

—Fueron tiempos malos, parece.

Dauphin asintió.

—Hacía casi dos años que mamá estaba enferma, pero los últimos ocho meses estuvo agonizando. Era imposible no darse cuenta. Cada día que pasaba se ponía peor. Pero podría haber durado quién sabe cuánto más si no hubiera ido a Beldame. Yo quería decirle que no fuera… En realidad, le pedí que no fuera, pero fue igual. Y eso la mató.

—Lamento que hayas tenido que sufrir tanto —dijo Luker. Su simpatía por Dauphin no lo obligaba a pronunciar palabras amables e hipócritas en honor a la difunta. Y además sabía que Dauphin no esperaba escucharlas—. ¿Pero estás seguro de que conviene ir a Beldame justo ahora? Debe haber miles de cosas de qué ocuparse… El testamento y todo lo demás. Y cuando hay tanto dinero en juego, tanto dinero y tantas propiedades, el trabajo se multiplica… Y eres el único a cargo.

—Me lo veía venir. —Dauphin se encogió de hombros—. Y me ocupé por anticipado de todo lo que pude. Conozco los contenidos del testamento, que será leído dentro de unas semanas. Volveré a Mobile para la lectura. Pero tienes razón, hay muchísimo que hacer.

—Aunque te hayas ocupado de todo, ¿estás seguro de que conviene irse de vacaciones en este momento? Dios es testigo de que no hay absolutamente nada que hacer en Beldame… ¿Qué otra cosa podrías hacer allí, salvo pasar el día entero sentado pensando en Marian? ¿No sería mejor que te quedaras aquí e hicieras un poco cada día y te habituaras a ver vacía la Casa Grande? ¿Que te acostumbraras a ver que Marian ya no está?

—Es probable —admitió Dauphin—. Pero, Luker, déjame decirte algo: padecí esta situación durante dos años seguidos y mamá no era precisamente la persona más fácil del mundo para convivir, incluso cuando estaba sana. Fue terrible… De sus tres hijos, al que más amaba era a Darnley; pero un día Darnley salió a navegar y jamás volvió. Mamá siempre buscaba la vela de Darnley en el horizonte cuando estaba cerca del agua. No creo que haya superado jamás la sensación de que algún día aparecería en la playa de Beldame y diría: “Hola a todos, ¿ya está listo el almuerzo?”. Y después de Darnley, a la que más amaba era a Mary-Scot. Pero Mary-Scot se fue al convento… Tuvieron una pelea enorme por eso, como recordarás. Y entonces solo quedé yo, pero mamá nunca me quiso como quería a Darnley y a Mary-Scot. No me quejo, por supuesto. Mamá era incapaz de mentir amor. Pero siempre lamenté que no fueran sus otros hijos quienes se ocuparan de ella. Ocuparse de mamá no fue fácil, pero hice todo lo que pude. Creo que me sentiría mucho mejor si hubiera fallecido en la Casa Grande y no en Beldame. La gente dice que no tendría que haberle permitido ir, ¡pero me gustaría verlos impedir que mamá hiciera algo que se le había metido en la cabeza! Odessa dice que no hubiéramos podido hacer nada: ¡que a mamá le había llegado la hora y que se cayó de la mecedora en la galería y eso fue todo! Luker, necesito escapar, y me alegra que vayamos todos juntos a Beldame. No quería ir solo con Leigh… Sabía que la volvería loca si estábamos los dos solos y por eso le pedí a Big Barbara que nos acompañara, pero en realidad pensé que no podría por la campaña de Lawton…

—Espera —dijo Luker—, quiero preguntarte algo…

—¿Qué?

—¿Le diste dinero a Lawton para esa campaña?

—Un poco —dijo Dauphin.

—¿Qué es un poco? ¿Más de diez mil?

—Sí.

—¿Más de cincuenta mil?

—No.

—Sigues siendo un tonto, Dauphin —dijo Luker.

—No sé por qué dices eso —dijo Dauphin, pero no a la defensiva—. Lawton es candidato al Congreso y ese dinero le viene bien. Y no estoy despilfarrando. Hasta el momento Lawton jamás perdió una campaña. Fue electo concejal por la ciudad la primera vez que se presentó, y después representante por el estado la primera vez que se candidateó, y después senador por el estado… No veo ningún motivo para pensar que no llegará a Washington el año próximo. Leigh no me pidió que le diera dinero, Big Barbara tampoco. Ni siquiera Lawton mencionó el tema. Fue idea mía y no pienso sentirme mal por habérselo dado, digas lo que digas.

—Bueno, al menos espero que las deducciones impositivas sean importantes.

Dauphin se revolvió en la silla.

—En parte sí… la parte afectada por las leyes de campaña. Pero hay que andar con cuidado.

—¿Quieres decir que le estás dando más de lo que marca la ley?

Dauphin asintió.

—Es complicado. En realidad, es Leigh la que le da el dinero. Yo se lo doy a ella, y ella se lo da a Big Barbara, y Big Barbara lo deposita en una cuenta conjunta y Lawton lo extrae. Son muy estrictos con los fondos de campaña. El hecho es que no puedo deducir impuestos, salvo de unos pocos miles. Pero —sonrió— me alegra hacerlo. Me gustaría ver a mi suegro en el Congreso. ¿No te daría orgullo decirles a tus amigos que tu padre ocupa una banca en la Casa de Representantes?

—La carrera de Lawton nunca fue motivo de orgullo para mí —dijo Luker secamente—. Ojalá hubiera nacido con tanto dinero como tú. Te aseguro que no abastecería los fondos de campaña de Lawton McCray. —Alzó en brazos a India y la llevó al más cercano de los dos dormitorios contiguos. Cuando volvió, encontró a Dauphin tapando la jaula de Nails—. ¿No quieres irte a acostar todavía? —preguntó Luker.

—Debería —dijo Dauphin—. Fue un día largo, un mal día. Mañana también será largo y tendría que irme a acostar… pero no quiero. Quédate un rato levantado y conversemos, si quieres. Te vemos muy poco por aquí, Luker.

—¿Por qué no vienen a verme a Nueva York con Leigh? Pueden quedarse en casa… o alojarse en un hotel. Así Leigh aprenderá lo que es comprar en una tienda de verdad y no por catálogo.

—Apuesto que le gustaría —dijo Dauphin sin demasiado entusiasmo—. Yo habría ido a verte, pero mamá…

Luker asintió.

—Mamá no estaba nada bien —Dauphin tuvo que juntar coraje para terminar la frase—. No era fácil irse. Le dije a Leigh que fuera a visitarte, pero prefirió quedarse conmigo. No tenía ninguna obligación de hacerlo, pero me alegró que lo hiciera. Fue una gran ayuda, aunque siempre fingía que estaba allí por casualidad y que mamá no le agradaba ni un poquito…

Luker alentó a Dauphin para que siguiera hablando: de Marian Savage, de su enfermedad, de su muerte. El doliente hijo detalló los pormenores del deterioro físico de su madre, pero no dijo nada sobre sus propios sentimientos. Luker sospechaba que Dauphin, humilde como era, pensaba que no tenían la menor importancia frente al tremendo y agobiante hecho de la muerte de Marian. Pero el genuino amor que sentía por su madre resentida y de corazón duro se traslucía, como la estela de un susurro, al final de cada frase que pronunciaba.

Por la noche, la casa cobraba vida propia. Los pasillos crujían como atravesados por pasos errantes, las ventanas se sacudían en sus marcos, la porcelana repicaba en las alacenas, los cuadros se torcían en las paredes. Al compás de las copas de oporto, Dauphin hablaba y Luker escuchaba. Luker sabía que Dauphin no tenía amigos varones, sino socios comerciales, y que quienes buscaban su amistad estaban detrás de su dinero o los beneficios de su posición. A Luker le simpatizaba Dauphin y sabía que lo ayudaría si se quedaba callado y lo dejaba hablar. El pobre Dauphin no tenía con quien desahogarse. Porque, si bien amaba a Leigh y a Big Barbara y confiaba en ellas, su natural timidez quedaba fatalmente avasallada por la aplastante volubilidad de las dos mujeres.

A las dos y media de la madrugada, Dauphin ya había desagotado su carga de sufrimiento después de aquel día terrible… Pero Luker estaba seguro de que la renovaría al día siguiente y durante muchos días después. Luker había llevado la conversación a temas menos perturbadores: los progresos de la campaña electoral de Lawton McCray, la probable invasión de tábanos en Beldame y el reciente trabajo fotográfico de Luker en Costa Rica. Pronto sugeriría que fueran a acostarse: ya estaba acurrucado en una esquina del sofá, jugando estúpidamente con su vaso vacío y pegajoso.

—¿Más? —dijo Dauphin, levantándose con el vaso extendido.

—Llévatelo —dijo Luker. Dauphin llevó los dos vasos a la cocina oscura y Luker cerró los ojos para esperar el regreso de su cuñado… Esperaba que Dauphin se diera cuenta de que ya era hora de irse a dormir.

—¿Qué es esto? —dijo Dauphin con un tono de voz que hizo que Luker abriera los ojos de golpe. Parado junto a la mesa, Dauphin alzó la pila de papeles cuadriculados de India hacia la luz de la lámpara.

—Son los dibujos que India hizo esta tarde, antes de que volvieras de Pensacola. Fue raro, ella...

—¿Por qué dibujó esto? —dijo Dauphin, con evidente, aunque inexplicable, pesar.

—No lo sé —dijo Luker, perplejo—. Lo dibujó mientras…

—¿Mientras qué?

—Mientras Leigh nos contaba una historia.

—¿Qué historia?

—Una historia que le contó Odessa —dijo Luker evasivo. Dauphin asintió, comprendiendo—. Y además dijo que ella no lo había dibujado, que el lápiz se movía solo. Y lo más raro de todo es que India no dibuja así. Nunca hace dibujos tan terminados. Yo la vi hacerlo… Dibujaba sobre el papel y el lápiz iba rápido, pero India ni siquiera miraba lo que hacía. Pensé que estaba haciendo garabatos. Si no conociera a India como la conozco, diría que miente, que alguien más hizo ese dibujo y ella llenó de garabatos otra página…

Dauphin hojeó rápidamente las otras páginas.

—El resto de las páginas está en blanco.

—Ya lo sé. Ella hizo el dibujo, pero realmente no creo que supiera lo que estaba haciendo. Quiero decir, esas muñecas…

—No son muñecas —dijo Dauphin con un tono bastante cercano a la aspereza.

—Parecen muñecas; ni siquiera los bebés irlandeses son tan feos, yo…

—Escucha —dijo Dauphin—. ¿Por qué no te vas a acostar? Y llévate esto. —Dauphin le entregó el boceto a Luker—. Pasaré por tu dormitorio dentro de cinco minutos.

Cinco minutos después Luker estaba sentado en el borde de la cama con el boceto de India a su lado. Estudió el dibujo de la mujer gorda y saturnina que sostenía dos muñecas —que, según Dauphin, no eran muñecas— en las enormes y carnosas palmas de sus manos extendidas.

Todavía con el traje que había usado en el funeral, y todavía con aquel torniquete negro en el brazo, Dauphin entró en la habitación. Extrajo del bolsillo del pecho una pequeña fotografía montada sobre cartón duro y se la pasó a Luker.

Era una carte de visite que Luker, conocedor de la historia de la fotografía, instintivamente fechó en la Guerra Civil o quizá uno o dos años más tarde. Estudió el dorso, donde figuraban el logo y los datos del fotógrafo, antes de permitirse descifrar el significado de la imagen.

La foto, borrosa pero todavía clara, retrataba a una mujer enorme y gorda con flequillo y una mata de cabello rizado que llevaba un vestido con miriñaque con grandes bordados negros en la falda y las mangas. Estaba sentada en una silla que resultaba invisible bajo su inmensa masa corporal. En sus manos extendidas sostenía dos montoncitos de carne deforme que no eran muñecas, después de todo.

—Es mi tatarabuela —dijo Dauphin—. Los bebés eran gemelos, y murieron al nacer. Ella hizo que tomaran la foto antes de que los enterraran. Eran varones, y se llamaban Darnley y Dauphin.

—¿Por qué querría tomarles una foto a unos bebés muertos al nacer? —preguntó Luker.

—Desde que se empezaron a tomar fotos, los Savage mandaron fotografiar sus cadáveres. Tengo una caja llena allá adentro. Estos bebés fueron enterrados en el cementerio y supongo que, si merecían una lápida, ameritaban una foto.

Luker dio vuelta la foto y volvió a estudiar los datos inscriptos en el dorso sin saber qué pensar.

—India debe haber visto esto… —dijo por fin. Se acostó sobre la cama sosteniendo la carte de visite con el brazo extendido directamente sobre su cara. Empezó a moverla para que el reflejo de la luz oscureciera la imagen.

Dauphin recuperó la fotografía.

—No, India no pudo haberla visto. Las fotos viejas de la familia están guardadas bajo llave en un archivo en mi estudio. Tuve que usar mi llave para sacarla de allí.

—Alguien se la habrá descripto —insistió Luker.

—Nadie conoce esa foto, excepto Odessa y yo. Hacía años que no la veía. Solo la recuerdo porque me provocaba pesadillas. Cuando éramos niños, Darnley y yo sacábamos todas las fotos de los Savage muertos y las mirábamos, y esta era la que más miedo me daba. Esta mujer era mi tatarabuela y fue la primera residente de la casa de Beldame. Y esta foto y el dibujo que hizo India son idénticos.

—Por supuesto que no —dijo Luker—. Los vestidos son diferentes. El vestido de la foto es obviamente anterior al que dibujó India. La fotografía es de 1865, aproximadamente, y el dibujo de India corresponde a unos diez años más tarde.

—¿Cómo lo sabes?

Luker se encogió de hombros.

—Conozco un par de cosas sobre vestimenta del país, eso es todo. Y es obvio. Si India hubiera copiado la foto, habría copiado el vestido que aparece en la foto. No hubiera dibujado otro vestido que empezó a usarse unos diez años después… India, lamento tener que admitirlo, no sabe nada de historia de la moda.

—Pero ¿y eso qué significa… que los vestidos sean diferentes? —preguntó Dauphin, perplejo.

—No tengo la menor idea —respondió Luker—. No entiendo absolutamente nada.

Luker conservó el dibujo de India y le prometió a Dauphin que al día siguiente le preguntaría todo al respecto. Pero ninguno de los dos tenía la menor idea de cuál podría ser su significado. Luker manifestó la esperanza de que todo fuera culpa del oporto, que los había abotagado, y prometió que a la mañana siguiente resolverían el misterio de una manera simple y satisfactoria.

Dauphin llevó la foto a su estudio y la guardó en la caja que contenía las fotos de los cadáveres de todos los Savage muertos en los últimos ciento treinta años. Dentro de una semana agregarían el retrato de su madre: el fotógrafo había visitado la iglesia de San Judas Tadeo una hora antes del funeral. Dauphin hizo girar la llave en la cerradura de la caja, la escondió en otro cajón del archivo, y cerró con llave el archivo y la puerta de su estudio. Caminó lentamente y a conciencia por los pasillos en penumbras de la casa y regresó al porche vidriado. Apagó la luz, pero en la oscuridad y debido a su ligera ebriedad, chocó con la cabeza la jaula del loro.

—Ay —susurró—. Lo siento, Nails, ¿estás bien? —Sonrió al recordar cuánto cariño le tenía su madre a ese pájaro chillón a pesar de su decepcionante mudez. Levantó la cubierta y espió el interior de la jaula.

El loro agitó sus alas iridiscentes, color rojo sangre, y metió el pico entre los barrotes. Su ojo negro y chato reflejaba una luz que no estaba allí. Por primera vez en sus ocho años de vida, el loro habló. Imitando fríamente la voz de Luker McCray, chilló:

—¡Las madres Savage se comen a sus hijos!

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