Читать книгу Gris - Miguel Audiffred - Страница 7

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Hay un bulevar donde todas las luces son neón en la región de shadow valley de la ciudad capital; en realidad su nombre es otro, pero llevan tanto tiempo llamándola así que ya nadie recuerda su nombre original…, sólo que no se llamaba así. En esa calle sin retorno hay una serie de lugares que suelo concurrir, cada uno es distinto en cuanto al servicio que ofrecen se refiere, pero todos operan de la misma manera: son unas cámaras donde la luz es tan viva que te ciega y te absorbe sin que te des cuenta.

Esta región es lo que en la ciudad se considera una zona gris (la primera vez que vine creí que se llamaba así debido al juego de las luces) y si siempre vuelvo no se debe a que el placer que reciben mis sentidos y mi psique no lo pueda encontrar en otra parte (en esta urbe es sumamente sencillo hallar psicotrópicos o sexo o ambos), sino que desde la primera vez que llegué a este callejón tuve una regresión en mi memoria; no se trataba de un recuerdo, pues esa entidad no existe como tal en mi mente, sin embargo, en la época en que recibí mi instrucción aún no se podía deshacer esa marca cinestésica que deja un espacio en el cuerpo una vez que ha sido recorrido, esto ya no es así para los que ahora reciben su adiestramiento.

Cada vez que entro en una de las cabinas, antes de que me invada el rubor causado por las exhalaciones de calor de cada cuerpo y por el humo de los estupefacientes, en ese momento previo cuando estoy dando el paso siento como si volviera a aquel complejo que me acogió por no se cuánto tiempo; es exactamente la misma imagen, la misma escena que tantas veces se ha repetido en mi cabeza sin que pueda pasar de esa secuencia: estoy cruzando la puerta cuando una luz me deslumbra y siento un azote en el cuello que hace que caiga mi cuerpo rendido y, al mismo tiempo, me vaya desvaneciendo sin poder distinguir más que siluetas. Después de eso todo se torna negro, llega una oscuridad más incierta que la de la noche.

Lo más difícil, una vez que terminó el tratamiento, ha sido administrar el tiempo fuera del trabajo. No se me ocurren muchas distracciones; evidentemente, no tengo «amigos» ni con quien hablar, sólo el que me ha acompañado durante todo este proceso, pero a él sólo lo veo una vez a la semana, cuando me da el archivo con los datos de la siguiente misión. Nuestra interacción es mínima, tan sólo unas preguntas protocolarias y es todo, no más de lo necesario.

Cuando no tengo nada que hacer suelo asomarme por la ventana de mi apartamento, me quita la sensación de estar encerrado. Ahora que lo pienso es un pequeño resquicio entre afuera y adentro que me hace resentir menos mi ansiedad, pues tampoco estoy cómodo en el exterior. Sólo salgo cuando tengo a dónde ir o cuando quiero caminar, mis pasos no son ni muy apresurados ni tampoco demasiado lentos.

Esto se debe tal vez al lugar en donde está ubicado el edificio en el que me alojo por ahora, ya que también suelo cambiar de domicilio frecuentemente (fue una de las recomendaciones que me dieron cuando comencé este trabajo); es un pequeño suburbio a orillas de la ciudad en donde la mayoría de las calles son bastante silenciosas, podría decirse que demasiado incluso, mas esto no es una señal de tranquilidad, al contrario, un lugar sin ruido en esta ciudad significa que tampoco hay demasiada vigilancia.

Casi no hay cámaras y las pocas que hay ya han sido identificadas por los que vivimos aquí; lo más impactante de este lugar es que está muerto, literalmente, aquí no se mata, pero está poblado de muertos: al final de una calle que se llama Sunset Boulevard hay un inmenso cementerio a donde la gente suele ir, justamente cuando no tiene nada que hacer, y no lo hace para visitar a los muertos, sino para subir a un acantilado que queda a la orilla del cementerio; el acantilado da hacia un río y desde ahí se puede ver un puente. En ese puente, por las noches de las jornadas en las que no se trabaja, suele haber fuegos artificiales; es por ello que la mayoría de los que viven ahí se reúnen en el cementerio o, más bien, en uno de sus bordes.

Además de ese cementerio he visto que aquí hay mucho tráfico de personas, de cuerpos, mejor dicho; una vez que estaba aburrido seguí a uno de mis vecinos, ella casi nunca está, sale tanto o incluso más que yo, es una chica joven que no pasa de los treinta, con el cabello corto y café, de piel morena clara y muy suave, ojos color miel. Siempre anda apresurada, los momentos en que la he visto dentro del edificio sólo es para entrar y volver a salir de su apartamento, como si fuera a recoger o a dejar algo para enseguida volver a irse. Al principio yo no sabía a ciencia cierta qué era lo que hacía, sólo escuchaba la puerta azotarse cuando entraba y cuando se iba. A veces me asomaba por la mirilla de mi puerta o la seguía con la mirada desde mi ventana.

El día en que la seguí llevaba puesto algo muy poco usual para ella, ya que suele vestirse bien, no demasiado formal, pero presentable, y esa vez parecía que estaba preparándose para salir corriendo sin dejar huella. Llevaba puestos un par de zapatos muy ligeros, de esos que no hacen ruido al pisar, unos pants para hacer ejercicio y una camiseta blanca y lisa, muy holgada (me llamó la atención porque normalmente ella usa botas o tacones, unos jeans y una blusa azul). Salió una vez, tardó como media hora, y cuando volvió, como de costumbre, sólo fue para volver a irse inmediatamente. Cuando volvió a salir noté que se había cambiado la playera, esta vez llevaba únicamente una especie de brasier deportivo, además de que tardó menos de lo habitual, como si sólo se hubiera quitado la camiseta y la hubiera aventado a cualquier parte de su estancia. Fueron dos detalles los que me hicieron seguirla: primero, salió corriendo realmente rápido, y segundo, se puso unos guantes de látex blancos como de forense. Cuando me percaté desde mi puerta de que se había puesto los guantes, esperé unos momentos a que bajara las escaleras y salí detrás de ella. He de admitir que la chica tenía una gran condición física porque estuvo corriendo por más de ocho cuadras sin detenerse a un buen paso. Me llevó hasta una parte del suburbio que no conocía; era un lugar que, según me enteré después, se llamaba Angel’s Corridor. Ahí ya casi no hay casas ni edificios, hay puras bodegas y te puedes dar cuenta cuando ya estás cerca por el aroma: es un hedor tan insoportable que te hace toser.

Cuando ya estaba cerca de su destino comenzó a bajar el paso hasta detenerse por completo enfrente de una de esas bodegas de lámina blanca, tocó un par de veces, y, luego de unos pocos segundos, se abrió una puerta pequeña. Pasaron unos veinte minutos para que, de la misma bodega, saliera una camioneta blanca luego de que se levantara la fachada. Como yo estaba escondido en un pequeño callejón enfrente de la bodega, entre una casa abandonada y un edificio, cuando el vehículo encendió las luces no pudo verme, pero yo pude ver todo lo que había en el interior de la bodega, aunque sólo fuera durante los pocos segundos que le tomó salir de ahí a la camioneta.

Mi impresión de ese lugar fue la de un matadero: decenas de cuerpos colgados con la carne viva por fuera a lo largo y ancho de un cuarto como de unos cuatro metros de altura. El único problema era que ese olor no era para nada parecido al de un rastro, lo puedo aseverar porque cuando me llevaban a hacer pruebas esa fue una de las marcas cinestésicas que me quedó impregnada: el olor a vaca muerta. Para cerciorarme de lo que me pareció haber visto me acerqué a la bodega y toqué la puerta… No hubo respuestas, así que me asomé por una de las orillas de la puerta de lámina y, como estaba demasiado oscuro, encendí la linterna de mi celular. Me impactó tanto lo que vi que solo pude apagar la luz e irme de ahí lo más discretamente posible: era un rostro al revés, como si su cuerpo estuviera colgado de los pies, a punto de ser devorado por los gusanos; sus pómulos se habían enverdecido y los orificios de los ojos ya estaban vacíos. Fue en ese momento que me quedó claro que ella, al igual que yo, trabajaba con los muertos.

Gris

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