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Capítulo 4

“Aplastar al japonés”

Subyacente a este problema con los japoneses está la proposición fundamental de que éste es un país de hombres blancos y así debe permanecer.

Liga de Exclusión de Asiáticos (1909)1

Los primeros grandes flujos de japoneses inmigrantes hacia California vinieron de Hawai: plantadores que escapaban de los bajos salarios y las condiciones infrahumanas en los campos de caña. Después de la anexión de las islas en 1898, la migración hacia el continente, así como la inmigración directa desde Japón, era fácil. Los trabajadores japoneses rápidamente reemplazaron a los chinos en los cultivos de remolacha e inmediatamente adquirieron el estatus de parias. Ya en 1892, cuando aún la población japonesa era insignificante, el fanático incansable Denis Kearney, vociferaba: “¡Los japoneses deben irse!”, aunque, como enfatiza el historiador Roger Daniel, el prejuicio hacia los japoneses “era sólo la estela dejada por el cometa anti-chino”.

Sin embargo, poco antes del terremoto de San Francisco, los japoneses ya eran una porción significativa de la fuerza laboral agrícola, con una creciente reputación de mantenerse firmes en sus principios. De hecho, fueron los pioneros del sindicalismo agrícola en el siglo XX y organizaron una impresionante huelga junto a los mexicanos en los cultivos de remolacha de Oxnard en 1903. Pero los poderosos sindicatos de San Francisco despreciaban a los nuevos inmigrantes y organizaron en mayo de 1905 la Liga de Exclusión de Japoneses y Coreanos (en parte, según Saxton, para distraer la atención de los escándalos dentro del Partido Sindicato-Trabajadores)2. Puesto que la envejecida población china estaba declinando, los japoneses, más jóvenes y económicamente dinámicos, pasaron a ser la nueva encarnación de la amenaza amarilla.

En San Francisco, la violencia hacia los residentes japoneses se convirtió en un problema, con incidentes particularmente significativos durante y después del terremoto de abril de 1906. “Se informaron diecinueve casos de asaltos contra los residentes japoneses… a pesar de que el gobierno japonés había enviado fondos hacia la ciudad abatida”. Cuando el renombrado sismólogo de Tokio, el profesor Fusakichi Omori, se presentó con la donación de un nuevo sismógrafo para la Universidad de California, él y sus colegas fueron golpeados y apedreados por una pandilla en la Mission Street. Los gamberros fueron luego alabados por la prensa local, considerándolos héroes populares3.

Pero en 1908 el sustrato social de la agitación anti-japonesa fue transfiriéndose de los movimientos obreros urbanos hacia la clase media urbana y rural. Con extraordinario trabajo y solidaridad comunitaria, los “isei” (primera generación de inmigrantes) y sus hijos fueron ahorrando dinero y comprando o arrendando tierras. Crearon nichos dinámicos de horticultura, cultivo de fresas y flores, viveros y jardines. Los agricultores californianos y los horticultores acaudalados, como antiguamente los magnates hawaianos del azúcar, estaban consternados con la valiente determinación de los japoneses de convertirse en amos, “competidores más que empleados”. Carey McWilliams nos comenta que los grandes productores agrícolas se oponían a la posesión de la tierra de los japoneses ya que “amenazaba la existencia de las grandes unidades de producción y disminuía el suministro de obreros agrícolas”4.

Asimismo, los inmigrantes japoneses se topaban con la cólera de los pequeños agricultores, resentidos por los diestros e intensivos métodos de cultivo que aplicaban los japoneses, que conducían al aumento del valor de la tierra y de los arriendos5. Los liberales de clase media, obsesionados con los conceptos darwinianos de competencia racial, defendieron la “agricultura anglosajona” y jugaron su rol de “conservar la California blanca”. Mientras los demócratas y la prensa de Hearst continuaban fulminando sobre el mestizaje y la necesidad de escuelas segregadas, los liberales veían a los japoneses como competidores agrícolas implacables y subrayaban la necesidad de legislaciones para evitar que adquirieran más tierras. Ya inelegible para la ciudadanía de EE.UU. gracias a las anteriores leyes de exclusión, ahora se les prohibiría a los iseis la posesión de tierras.

Sin embargo, la propuesta Ley de Extranjería fue inmediata y drásticamente objetada por los rentistas europeos, especialmente los holandeses y británicos, viejos propietarios de grandes parcelas de tierra en California. La legislación controlada por los liberales rápidamente cambió, con una nueva fraseología que eximía a esos grandes intereses y que otorgaba menos margen a los iseis6. La aprobación de la ley en 1913, después de algunos cambios superficiales para apaciguar al secretario de Estado William Jennings Bryan, dio inicio a protestas masivas en Japón, que demandaban el envío de la Flota Imperial a California. Como explica Kevin Starr, los liberales californianos envenenaron irreparablemente la opinión pública del Japón haciendo virtualmente inevitable la guerra del Pacífico:

Durante la agitación por la Ley de Extranjería de 1913, apareció un partido de guerra en el gobierno japonés, estimulado por la ofensa producida en California, y sus representantes comenzaron a explorar la posibilidad de financiar la guerra contra Estados Unidos. En otras palabras, dieciocho años antes de Pearl Harbor y mucho antes del afianzamiento del círculo fascista en el gabinete japonés, la campaña “conservemos a California blanca” logró provocar a muchas personas en las altas esferas del gobierno japonés que veían la guerra contra Estados Unidos como la única respuesta adecuada al insulto racial recibido. Incluso se sugirió con el tiempo que Japón declarara la guerra sólo a California y no al resto de los Estados Unidos7.

La legislación pudo inflamar a Tokio pero no impidió a los iseis obtener las tierras en nombre de sus hijos nacidos en EE.UU. o arrendarlas a los propietarios blancos avariciosos. Sin embargo, las confrontaciones con los blancos fueron temporalmente pospuestas por la demanda de productos agrícolas en tiempo de guerra, que brindó elevadas ganancias a todos los productores agrícolas y menguó temporalmente la agitación racial. Pero el nativismo demagógico regresó en represalia durante la recesión de posguerra en 1919 y persistió en la década de 1920 disfrazada de varias formas violentas y malignas.

Esta nueva ola de activismo anti-japonés luchaba contra el éxito de los japoneses en la agricultura y contra los intentos de sus hijos, ciudadanos angloparlantes, de integrarse en la vida californiana. Bajo el generalato de dos venerables liberales –el senador (y antiguo gobernador) Hiram Johnson y el retirado editor del Sacramento Bee, V. S. McClatchy– una amplia coalición nativista, que incluía a Hijos Autóctonos del Oeste Dorado, Legión Americana, Federación de Trabajadores del Estado, Grange, Federación de Clubes de Mujeres y Orden Real del Alce, dieron un empujón a una nueva ley sobre el arriendo de tierras a extranjeros a través de la legislatura de California en 1920, y luego se mudaron a Washington D.C. para cabildear a favor de la prohibición total de la inmigración japonesa.

Mientras el Congreso debatía la aprobación de la ley Johnson-Reed (o Cuota de Inmigración), los xenófobos Hijos Autóctonos, presionaron a las academias para que despidieran a los profesores “pro-japoneses” y advirtieron a los familiares de las peligrosas predilecciones sexuales de los Nisei (americano de origen japonés, “¿Acaso quieres casar a tu hija con un japonés?”). Una demanda nativista frecuente (resurgida en el 2005 por republicanos anti-inmigrantes) fue la enmienda para negar la ciudadanía a los niños de padres extranjeros nacidos en EE.UU. Entretanto, los grupos anti-japoneses en el área de Los Ángeles, inclusive los Hijos Autóctonos y el Ku Klux Klan, así como asociaciones de propietarios, organizaron un movimiento de vigilantes “destinado a hacer imposible la vida de los japoneses residentes”. En esta campaña “Aplastar al japonés” de 1922-23 se utilizaron desde carteles, boicots, escupitajos a transeúntes japoneses hasta asaltos y agresiones, siendo mayor la violencia si el norteamericano de origen japonés persistía en mudarse a un barrio de blancos y actuase como un ciudadano estadounidense común.

“Aplasta al japonés”, que promovía los rituales de humillación pública, fue una espeluznante prefiguración del tratamiento a los judíos en la Alemania nazi, pero –como lo ejemplifica un folleto reimpreso por Daniels– tuvo una considerable resonancia en las disertaciones contemporáneas contra los inmigrantes latinoamericanos.

Vienen a cuidar el césped,

Lo aceptamos.

Vienen a cuidar la huerta,

Lo aceptamos.

Mudan a sus hijos a nuestras escuelas públicas,

Lo aceptamos.

………………

Proponen construir una iglesia en nuestra vecindad

NO LO ACEPTAMOS NI LO ACEPTAREMOS

……………….

NO LOS QUEREMOS, ASÍ QUE,

PONGAN MANOS A LA OBRA, JAPONESES,

Y LÁRGUENSE DE HOLLYWOOD8

El Congreso, bajo la intensa gestión de Johnson y otros representantes y senadores del oeste, aprobó la ley Johnson-Reed y eliminó las futuras inmigraciones de Japón. Pero la ley sobre el arrendamiento de tierras a los extranjeros y la supresión de la inmigración fracasaron en su intento de expulsar a los japoneses de sus granjas y negocios. Finalmente, Johnson y sus seguidores verían coronado el trabajo de su vida con la Orden Ejecutiva 9102, del 18 de marzo de 1942, que internaba a los japoneses-norteamericanos de California en campos de concentración. Como señaló Daniels, “Mazanar, Gila River, Tule Lake, White Mountain y los demás campos de reubicación fueron los últimos monumentos a su fervor patriótico”9.

1. Citado en Thomas Walls, “A Theoretical View of Race, Class and the Rise of Anti-Japanese Agitation in California” (PhD diss., University of Texas, 1989), p. 215.

2. Saxton, Indispensable Enemy, pp. 251-52.

3. Kevin Starr, Embattled Dreams: California in War and Peace: 1940-1950 (Nueva York: Oxford University Press, 2002), p. 43; y Philip Fradkin, The Great Earthquake and Firestorms of 1906 (Berkeley: University of California Press, 2006), pp. 297-98.

4. McWiIliams, Factories in the Field, p. 112.

5. Ibíd., pp. 113-14.

6. George Mowry, The California Progressives (Berkeley: University of California Press, 1951), p. 155.

7. Starr, Embattled Dreams, p. 49.

8. Ibíd., p. 97.

9. Ibíd., p. 105.

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