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ОглавлениеLas guerras de los “zoot suit”
¡Atrápenlos! ¡Atrapemos a esos bastardos comedores de chile!
Pandilla inglesa (Santa Mónica, 1943)
Pearl Harbor dio a las fuerzas anti-japonesas de California la licencia para ejecutar la limpieza étnica que había sido su principal objetivo durante más de una generación. Nadie defendió con más fiereza la eliminación de los norteamericanos de origen japonés y de sus padres que el abogado general de California, Earl Warren, un viejo miembro de Hijos Autóctonos del Oeste Dorado y protegido político del jefe “anti-japoneses” V. S. McClatchy. Warren, que definía a los japoneses californianos como una “quinta columna” y un “talón de Aquiles”, convocó a una reunión con funcionarios de la ley del Estado a principios de febrero de 1942, para demandar un reacomodo e internamiento de los japoneses. Cuando se señaló que a esos grupos no se les atribuía ningún caso de traición o sabotaje, Warren respondió que era simplemente una prueba “ominosa” de la negación de los japoneses a denunciar su deslealtad1.
Entretanto, los autoproclamados vigilantes lanzaban piedras contra las ventanas de las tiendas propiedad de los japoneses y atacaban a japoneses norteamericanos adolescentes en las calles, amenazándolos con más violencia en el futuro. La campaña de intimidación fue más seria en las zonas rurales, como se puede apreciar en un memorando enviado a Sacramento en enero de 1942 por el personal de campo del Departamento de Agricultura del Estado: “Ellos (los japoneses norteamericanos) no salen de sus casas en la noche… Las autoridades policiales probablemente no simpatizan con los japoneses y les dan la mínima protección. Las investigaciones sobre asaltos a japoneses han sido muy superficiales y no ha habido enjuiciamientos”2.
En testimonio ante el Congreso, Earl Warren hizo mención a esos asaltos como pretexto para que fueran internados, alertando que el generalizado e incontrolado vigilantismo sería inevitable a menos que el presidente Roosevelt firmara una orden ejecutiva para deportar a los japoneses de la zona costera. El jefe de la policía de California dejó claro que él simpatizaba completamente con los instintos de los vigilantes: “Mi opinión sobre el vigilantismo es que las personas no se involucrarían en este tipo de actividades si su propio gobierno a través de sus agencias prestara más atención a sus importantes problemas”3.
Por supuesto, los norteamericanos alemanes e italianos no fueron internados en la costa oeste, ni se encontró nada inusual en el espectáculo, frecuente en 1943, de prisioneros de guerra italianos y alemanes recogiendo frutas y trabajando en granjas locales. La verdadera amenaza de los japoneses era su éxito económico y su internamiento obligaba a una liquidación por incendio de sus bienes, incluidas granjas situadas en áreas, como el oeste de California, ya marcadas por el desarrollo residencial de posguerra. En nombre del patriotismo, sus enemigos recolectaron los frutos de dos generaciones de trabajadores diligentes. Aunque algunos japoneses volvieron a la agricultura después de la guerra, nunca pudieron rescatar la influyente posición que tuvieron en 1941 en la agricultura de California4.
A pesar del internamiento de los japoneses, la intolerancia no cesó. Pero los vilipendiados ahora fueron nuevamente los ciudadanos blancos, que realizaban el trabajo duro en las plantas de aviones o peleaban con los marines en Guadalcanal, y los “heroicos” chinos y filipinos, que fueron temporalmente exceptuados como “amenaza amarilla” mientras favorecieran a la propaganda en tiempos de guerra. Sin embargo, el embate más fuerte del prejuicio racial y la violencia vigilante, especialmente en el área de Los Ángeles, fue dirigido contra los jóvenes chicanos y afroamericanos. El movimiento vigilante –instigado deliberadamente por la prensa de Los Ángeles– que suele recordarse como los “disturbios de los zoot suit”, fue por supuesto, sólo la franquicia al arrebato nacional de violencia blanca durante el “verano de odio” de 1943. En este contexto, dos especies distintas de querellas –una enraizada en el privilegio blanco en el área de trabajo, la otra en la imaginación social– se combinaron en proporciones diferentes y en diferentes ciudades.
Primero fue la reacción violenta de los trabajadores blancos que participaban en la guerra contra la Comisión para la Práctica de un Empleo Justo que Roosevelt estableció ante la amenaza, en 1941, de una manifestación de líderes negros en Washington. En 1943, se lograron algunos progresos en la integración de los astilleros, las fábricas de aviones y el tránsito urbano a pesar de las protestas de locales segregados de AFL y demagogos. Oleadas de trabajadores emigrantes blancos y negros provenientes de los Estados de Mason y Dixon competían por viviendas y trabajo así como veteranía y capacitación. Como advirtió un artículo del magazín Life en 1942, “Detroit es dinamita. Lo mismo puede hacer volar a Hitler que a EE.UU”5. Oakland y Los Ángeles (con diez mil inmigrantes negros de Oklahoma y Texas arribando todos los meses en 1943) eran igual de volátiles6.
El espacio público urbano fue otra de las arenas donde la agitación racista regó las semillas de la violencia en diferentes ciudades de Norteamérica. Gracias en gran parte a las campañas reaccionarias de los periódicos, la subcultura del “swing” de principios de la década de 1940, con sus chorradas y sus trajes extravagantes, se combinaron con la amenaza racista y casi enteramente imaginaria de gángsteres y prófugos adolescentes. Contraria a la reacción anti-negros en las fábricas de guerra, la histeria hacia los “extravagantes” señalaba a diferentes grupos étnicos. En Nueva York, a pesar de las hordas de jóvenes blancos con similar atuendo, los problemáticos extravagantes fueron identificados como delincuentes negros, y en Los Ángeles, los negros y especialmente los chicanos, fueron singularizados. En Montreal, que en junio de 1944 tuvo sus propios “disturbios de zoot-suit”, la prensa en lengua inglesa incitaba a los soldados a la violencia contra los jóvenes francófonos “antipatrióticos” que visitaban los mismos clubes y salones de bailes visitados por los militares7.
Las raíces de la obsesión “zoot suit” (indumentaria extravagante de moda en los años cuarenta) se remontan a la recuperación económica en 1940-41, cuando periódicos, jefes de policía y ministros de todo el país empezaron a quejarse del auge de la extravagante y autoritaria cultura joven sustentada en las orquestas de música “swing”, que mostraba sus más peligrosas inclinaciones en una minoría joven. La queja de los jefes era que el nuevo orgullo racial y la insolencia generacional ya no reconocían las divisiones de color tradicionales en los espacios públicos como parques de diversión, teatros y vehículos de transporte. (Ya habíamos visto esto en el caso de los orgullosos e insumisos jóvenes filipinos que chocaron con la supremacía blanca en los salones de baile y clubes de la California rural a finales de la década de 1920). Como lo refleja Spike Lee en las primeras escenas de su filme Malcolm X, la exuberancia desinhibida de estos jóvenes extravagantes (“zooters”), representó un nacionalismo cultural embrionario y el apasionamiento de una cultura joven interracial. Como respuesta, se lanzó una enorme cantidad de artículos periodísticos lamentándose del declinante control social y denunciando la “nueva delincuencia”. En opinión de las autoridades locales, los jóvenes de color estaban fuera de control8.
La muerte de un adolescente chicano en agosto de 1942, en circunstancias inciertas, cerca de un estanque llamado Sleepy Lagoon, fue el pretexto para una ininterrumpida campaña de la prensa en Los Ángeles –especialmente Los Ángeles Times de Hearst– contra los gángsteres, “pachucos” y “zooters” chicanos. Aunque la ola de crímenes fue en gran parte una fabricación editorial, ésta dio el núcleo sensacionalista para la coalescencia de todo tipo de alegaciones salvajes, incluyendo la de que los jóvenes de la parte Este estaban siendo cohesionados en una quinta columna por un tenebroso movimiento sinarquista (grupo fascista mexicano con sólo un puñado de miembros en el sur de California) y que “los japoneses, que están siendo evacuados, incitan a la violencia a la población mexicana de Los Ángeles”. Tales calumnias eran, por supuesto, tonterías –inclusive obscenas– frente a las medallas de honor del Congreso y cruces de la marina ganadas por jóvenes chicanos en el Pacífico. Pero como enfatizó Carey McWiiliams, presidente del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon, la contribución de los mexicanos-norteamericanos a la guerra se vio oscurecida por la incesante presencia en las páginas principales de mexicanos relacionados con el crimen. “Cada joven mexicano arrestado, sin importar cuán trivial fuera la ofensa o si era inocente o culpable, era fotografiado con un encabezado que decía ‘El Gángster Pachuco’ o ‘El Rufián con zoot-suit’9.
En la primavera de 1943, la opinión pública de Los Ángeles fue persuadida de que la violencia de las pandillas era casi incontrolada en los barrios “desleales” alrededor del centro de la ciudad y al este del río. Al mismo tiempo, las tensiones entre negros y blancos en los centros de trabajo alcanzaron su punto máximo con la integración federal del transporte público de Los Ángeles: un conflicto que con el tiempo requirió de intervención armada para prevenir la violencia pandillera. Además de esta mezcla estaban las crónicas e inevitables fricciones entre los diferentes grupos de jóvenes –marineros, trabajadores de apoyo a la guerra, jóvenes de los barrios– que competían por las chicas en el abarrotado centro de la ciudad, en Hollywood y en las playas. Las que pudieron ser pequeñas riñas entre marines blancos y chicanos o negros fueron magnificadas por la histeria periodística y convertidas con la complicidad policial en una gran campaña vigilante contra los jóvenes de color de Los Ángeles.
La primera sacudida fue un disturbio en el muelle de Venice a mediados de mayo. Según el historiador Eduardo Pagan, un falso rumor de que unos chicanos habían apuñalado a un marino incitó a una vengativa cacería en el salón de baile de Aragón:
Como dijo luego un testigo presencial: “A ellos no les importó si los chicos mexicanos vestían trajes extravagantes o no; ellos sólo buscaban mexicanos”. Cuando el baile finalizó y los jóvenes mexicanos comenzaron a salir, una turba de casi quinientos marines y civiles empezaron a perseguirlos por todo el paseo marítimo. “Atrápenlos”, decía la turba. “¡Atrapemos a esos bastardos comedores de chile!”10.
Varias semanas después, después de otras confrontaciones entres marines y jóvenes chicanos, un grupo de marines regresó a la armería naval en Elysian Park alegando que fueron atacados por “zooters” cerca de un barrio marginal. Cuando el asalto fue notificado al LAPD, los policías formaron una “brigada de venganza”, como le llamaron, pero no pudieron encontrar a los supuestos asaltantes. Como señala McWilliams, “la ofensiva no cumplió ningún objetivo excepto la aparición de los oficiales en los periódicos e incitar la furia de la comunidad contra la población mexicana, que fue, quizá, la razón de la ofensiva”. La noche siguiente, varios cientos de marines, en una escuadra de veinte coches de alquiler, cruzaron el centro de la ciudad y la zona del este, golpeando a cualquier joven mexicano que vistiera extravagantemente; el ritual se repitió las dos noches siguientes sin interferencia de la policía, que, por el contrario, hizo una “limpieza” después de los vigilantes militares arrestando a todos los “zooters” y chicos de barrio que allí se encontraban11.
Incitados por periódicos como Los Ángeles Daily News, que avisaban de “la preparación de cabecillas extravagantes para una guerra contra la marina”, cientos de soldados blancos y jóvenes civiles, sin uniforme de la policía, se reunieron en el centro de la ciudad el lunes 7 de junio, para una última noche de infamia. Cualquier joven chicano era un blanco legítimo.
Entraban en los principales cines, la turba ordenaba encender las luces y levantaba de su silla a cualquier mexicano. Los coches de transporte público eran detenidos y levantaban de sus sillas a mexicanos y algunos filipinos y negros, les ponían en la calle y les golpeaban con frenesí sádico. Si éstos llevaban indumentaria “zoot-suit”, les quitaban la ropa dejándoles semidesnudos en las calles, sangrando y amoratados. Bajando por Main Street, la turba paró al final del distrito negro. Viendo que los negros les estaban esperando, los pandilleros se retiraron y marcharon a la parte este mexicana diseminando allí el terror12.
Aunque los militares decidieron sabiamente no atacar el gueto de Central Avenue, un trabajador negro fue sacado de un transporte público y le fue arrancado un ojo. Carey McWilliams, un abogado, activista por los derechos civiles y también periodista, tomó declaración jurada a muchas de las víctimas, de las cuales no más de la mitad vestían con indumentaria “zoot-suit”. Como el comienzo de una enfermedad que se convierte en epidemia nacional, la violencia en Los Ángeles fue inmediatamente seguida por otros disturbios raciales y ataques a personas de color en todo el país, culminando finalmente en los terribles sucesos de Detroit entre el 20 y el 21 de junio, en los cuales murieron veintinueve personas. McWilliams, cuyos artículos son insuperables en cuanto a pasión y honestidad, declaró que los disturbios expusieron “los fundamentos podridos sobre los que la ciudad de Los Ángeles construyó una fachada de papel maché de ‘buena voluntad norteamericana’”13.
1. G. Edward White, Earl Warren: A Public Life (Nueva York: Oxford University Press, 1982), pp. 69-74.
2. Citado en Roger Daniels, Prisoners Without Trial: Japanese Americans in World War II (NuevaYork: Hill and Wang, 1993), p. 36.
3. House Select Committee Investigating National Defense Migration, Hearings before the Select Committee, 77th Congr., 2nd sess., 1942, pp. 11017-18.
4. “Nadie sabe la importancia de las propiedades perdidas por los japoneses-norteamericanos. Como han señalado los economistas, las pérdidas deben tenerse en cuenta no sólo por su valor en 1942, sino también por las oportunidades económicas que representaban en un momento en que la mayoría de los norteamericanos disfrutaban de la prosperidad de tiempo de guerra y el enorme precio que adquirió la tierra en la costa del Pacífico”. Daniels, Prisoners Without Trial, pp. 89-90.
5. Citado en Thomas Sugrue, The Origins of the Urban Crisis (Princeton: Princeton University Press, 1996), p. 29.
6. David Kennedy, Freedom from Fear: The American People in Depression and War, 1929-1945, vol. 9, Oxford History of the United States series (NuevaYork: Oxford University Press, 2005), p. 768.
7. Ver Serge Durflinger, “The Montreal and Verdun Zoot-Suit Disturbances of June 1944”, en Serge Bernier, ed., L’ impact de la Deuxieme Guerre Mondiale sur les Societes Canadienne et Quebecoise (Montreal: McGill University Press, 1997).
8. Generalizo aquí las lecturas de los periódicos de la época en Nueva York, Chicago y Los Ángeles en mi investigación sobre las bandas callejeras. La percepción de las autoridades de un nuevo tipo de problema relacionado con una minoría joven en 1939-41, merece una exploración más seria.
9. McWilliams, North from Mexico, p. 215.
10. Eduardo Pagan, Murder at the Sleepy Lagoon (Chapel Hill: University of North Carolina Press, 2003), p. 163.
11. McWilliams, North From Mexico, p. 221.
12. Ibid., p. 224.
13. Ibíd., p. 231.