Читать книгу Nadie es ilegal - Mike Davis - Страница 8

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Introducción

Los campos de oro de California han sido irrigados muy frecuentemente con la sangre de sus trabajadores. Un caso notorio fue la gran huelga que se diseminó como fuego incontrolado por todo San Joaquín Valley en el otoño de 1933. Protestando por los bajos salarios que impedían alimentar a sus hijos, cerca de doce mil personas, principalmente mexicanos recolectores de algodón, escaparon de sus trabajos conducidos por el izquierdista Sindicato Industrial de Trabajadores Agrícolas y Conserveros. La manifestación masiva, moviéndose en caravanas de coches y camiones entre las diferentes granjas, rápidamente paró las cosechas en un área de trescientas millas cuadradas. Los agricultores rápidamente trajeron esquiroles provenientes de Los Ángeles, pero la mayoría de ellos desertaron o fueron atemorizados por la ferocidad de los huelguistas.

Los agricultores, los desmontadores de algodón y la cámara de comercio recurrieron a la estrategia clásica: se prepararon a sí mismos en grupos de vigilancia imponiendo el terror en los condados. Estas Alianzas de Protección de Agricultores desintegraron los mítines de los huelguistas, los expulsaron de sus campamentos, quemaron sus tiendas, los apalearon y hostigaron en los caminos y amenazaron a los comerciantes que intentaran suministrarles créditos o emplearlos. Cuando los huelguistas se quejaron a las autoridades, los sheriffs locales se subordinaron a los vigilantes. “Protegemos a nuestros agricultores aquí en Kern Country”, comentó un sheriff. “Ellos son nuestra mejor gente… hacen que el país vaya adelante… y los mexicanos son escoria. No tienen estándares de vida. Los tratamos como manadas de cerdos”1.

A pesar de las palizas, los arrestos y los desalojos, la solidaridad de los huelguistas permaneció inconmovible hasta principios de octubre, mientras los agricultores experimentaban la pérdida de sus cosechas. El San Francisco Examiner notificó que todo el valle era un “volcán ardiente” listo para erupcionar. Funcionarios del Estado ofrecieron una comisión de indagación que el sindicato rápidamente aceptó, pero los vigilantes respondieron con asesinatos. En una reunión en Pixley el 10 de octubre, el líder sindical Pat Chambers se dirigía a los huelguistas y sus familiares cuando diez camionetas de vigilantes con escopetas irrumpieron abruptamente en la escena. Chambers, un veterano en este tipo de trifulcas, previendo el peligro inminente, dispersó la reunión y alertó a los huelguistas para que se refugiasen en las oficinas centrales del sindicato, a un lado de la carretera. El historiador Cletus Daniel describió así la masacre:

Cuando el grupo se dirigía hacia el edificio, uno de los agricultores disparó su rifle. Un huelguista se aproximó a éste bajándole el cañón del fusil y otro agricultor armado corrió hacia él, lo tiró al suelo y lo asesinó de un disparo. Inmediatamente el resto de los agricultores abrieron fuego sobre los huelguistas y sus familiares que trataban de huir. En medio de los gritos de los que permanecían heridos en el suelo, los agricultores continuaron el fuego dentro del vestíbulo del sindicato hasta que se les acabaron las municiones.2

Los vigilantes mataron a dos hombres, uno de ellos el representante local del cónsul general mexicano, e hirieron gravemente a otros ocho manifestantes, incluso a una mujer mayor. Un periodista de San Francisco informó de que el salvaje tiroteo destrozó las banderas norteamericanas que colgaban en las oficinas del sindicato. Casi simultáneamente, en Arvin, sesenta millas al sur, otra banda de vigilantes agricultores abrió fuego contra un grupo de manifestantes matando a uno e hiriendo a varios. Aunque los trabajadores retornaron desafiantemente a la huelga, los agricultores amenazaron con expulsar a sus familiares del campamento de la huelga cerca de Corcoran. Enfrentando aún más violencia de todo tipo, los huelguistas cedierona regañadientes a las presiones federales y del Estado y aceptaron un aumento de salario en lugar del reconocimiento de su sindicato.

Al año siguiente, mientras la atención pública se encontraba fascinada con la épica huelga general de San Francisco, los agricultores vigilantes y los sheriffs locales violaron la constitución en los campos de California e impusieron lo que los “new dealers” y los comunistas denunciarían como “fascismo agrícola”. Uno de los sitios más tenebrosos fue Imperial Valley –el más cercano análogo racial y social de Mississippi– donde sucesivas huelgas en los cultivos de lechuga, guisantes y melón durante 1933 y 1934 fueron disueltas con absoluto terror, incluso con arrestos masivos, decretos anti-huelgas, desalojos, palizas, secuestros, deportaciones e intentos de linchamiento contra los abogados de los huelguistas.

Aunque los trabajadores urbanos guiados por los sindicatos del nuevo Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) derrocaron exitosamente a las “open shop” (empresas que emplean a trabajadores que no son miembros de un sindicato) en San Francisco y Los Ángeles, los trabajadores agrícolas de California –llámese María Morales o Tom Joad– fueron aterrorizados por diputados fanáticos y pandillas furiosas. Las amargas memorias de esos sucesos brutales están urdidas en las novelas de John Steinbeck In Dubious Battle y Grapes of Wrath, así como en el evocador “Vigilante Man” de Woody Guthrie:

¿Oh, por qué el vigilante,

por qué el vigilante

lleva esa escopeta recortada en sus manos?

¿Pretende acabar con sus hermanas y hermanos?

Pero dicho vigilante no fue sólo esa figura siniestra de la década de la depresión: como explicaré en esta historia resumida; el vigilante vertió una sombra permanente sobre California desde la década de 1850 en adelante. De hecho, el vigilantismo –la coerción y la violencia de clase, racial y étnica, enmascarada en una apariencia semipopulista para apelar a las altas autoridades– ha jugado un papel mucho más importante en la historia del Estado del que se conoce. Un amplio arco iris de grupos minoritarios, incluso nativos norteamericanos, irlandeses, chinos, punjabíes, japoneses, filipinos, okies, afroamericanos y (persistentemente en cada generación) mexicanos, así como sindicalistas del comercio y radicales de varias denominaciones, fueron víctimas de la represión de los vigilantes.

La violencia privada organizada en conjunto, violando las leyes locales, ha configurado el sistema de castas raciales de la agricultura en California, derrotando a movimientos radicales de trabajadores como IWW, y manteniendo el New Deal (Nuevo Acuerdo: política económica aplicada entre 1933 y 1940 por la administración del presidente Roosevelt) fuera de los condados agrícolas del Estado. También ha instado innumerables leyes reaccionarias y ha reforzado la segregación legal y de facto. Por otro lado, el vigilante no es una curiosidad de un pasado maléfico sino un personaje patológico que experimenta en la actualidad un dramático resurgimiento al tener que enfrentar, los anglo-californianos, el declinar demográfico y la evidente erosión de sus privilegios raciales.

En la actualidad, los armados y camuflados “Minutemen”, en sus diversas formas, instigando las confrontaciones en la frontera, o (vestidos de civiles) hostigando a los jornaleros frente a los Home Depots (grandes almacenes comerciales) suburbanos, son la última encarnación de esa vieja personalidad. Su infantil forma de pavonearse contrasta quizá de forma jocosa con la autentica amenaza fascista de Granjeros Asociados y otros grupos de la época de la depresión, pero sería tonto ignorar su impacto.

Así como los agricultores vigilantes de la década de 1930 lograron militarizar la California rural para enfrentar los movimientos laborales, los “minutemen” ayudan a radicalizar el debate dentro del Partido Republicano respecto a la inmigración y la raza, contribuyendo al completo retroceso nativista contra la propuesta de la administración Bush de un nuevo Programa Bracero. Los candidatos en las elecciones republicanas de California del Sur compiten ahora unos contra otros por los favores de los líderes de Minutemen. Estos neo-vigilantes, armados y conocedores de los medios, que amenazan con reforzar las fronteras, ayudan también a la cada vez más exitosa campaña de transformar las leyes locales en políticas de inmigración. Y como diría un verdadero dialéctico, lo que comienza como una farsa se convierte en algo mucho más desagradable y peligroso.

1. Carey McWilliams, North from Mexico (Philadelphia: J. B. Lippincott Co., 1948), p. 175. Ver también Devra Weber, Dark Sweat, White Gold: California Farm Workers, Cotton, and the New Deal (Berkeley: University of California Press, 1994), pp. 97-98.

2. Cletus Daniel, “Labor Radicalism in Pacific Coast Agriculture” (PhD diss., University of Washington, 1972), p. 224.

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