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Capítulo 5

Disturbios anti-filipinos

Nunca olvidaré lo que sufrí en este país a causa del prejuicio racial.

Carlos Bulosan (1937)1

La victoria de los exclusionistas anti-japoneses entre 1920 y 1924 agudizó la escasez de mano de obra en la agricultura que los grandes agricultores intentaron remediar importando trabajadores mexicanos y filipinos. Si la historia de California parece a veces como una implacable cinta transportadora que envía grupos de inmigrantes unos tras otros al mismo caldero de explotación y prejuicio, la experiencia filipina fue quizá la más paradójica. Como ciudadanos de una colonia norteamericana hasta 1934, los filipinos no eran técnicamente unos “aliens” y por lo tanto no estaban excluidos por el sistema de cuotas de 1924; pero al contrario de los mexicanos y japoneses, ellos adolecían de la protección de un país de origen soberano y estaban más a merced de los gobiernos locales y de los racistas californianos. La migración de obreros filipinos en la década de 1920, consistiría casi en su totalidad de hombres jóvenes y solteros cuya gravitación natural hacia los salones de baile y las zonas rojas provocó una histeria sexual-racial entre los blancos, de tal magnitud, que invita a la comparación con el sur faulkneriano2.

Nadie se implicó más en el honor de las muchachas blancas y el peligro del “mestizaje” que el influyente liberal V. S. McClatchy, que fue otra vez secundado en su fobia racial por el senador Hiram Johnson y Samuel Shortridge, el ex senador James Pheland y el gobernador Friend Richardson, así como el eje reaccionario “Chandler-Cameron-Knowland”, publicistas en Los Ángeles, San Francisco y Oakland. Esta poderosa alianza, cuyos prejuicios continuaron siendo avalados por los sindicatos derechistas de AFL, retrató a los filipinos como representantes (en palabras de un funcionario de la Cámara de Comercio de Los Ángeles) “de lo más despreciable, inescrupuloso, vago, enfermizo y semi-bárbaro que jamás haya arribado a nuestras costas”3. Los filipinos, que tenían intereses recreativos iguales a los de decenas de miles de solteros, marinos blancos, jornaleros y vagabundos que atestaban la Main Street de Los Ángeles o el Tenderloin de San Francisco, eran caricaturizados (nuevamente, en imágenes que prefiguran las calumnias nazis) como obsesionados mestizadores.

Sin embargo, las agitaciones contra los filipinos también tuvieron una dimensión económica funcional: la feroz apelación al temor sexual blanco se ajustaba generalmente a las condiciones del mercado de trabajo y a la militancia de los filipinos en la defensa de sus derechos. A finales de la década de 1920, aseveraba Carey McWilliams, “el miedo hacia los filipinos se intensificó por el deseo de la mayoría de los agricultores de apartarlos como trabajadores”. Como explicó un líder contemporáneo de la agroindustria: “Cuesta 100$ per cápita traer a un filipino. Y no podemos tratarlo como a un mexicano: los mexicanos pueden ser deportados”. Además, continúa McWilliams, “los filipinos ya no crean roña entre sus compañeros y no son depreciados en el trabajo… El filipino es un fuerte luchador y sus huelgas son peligrosas”4. Fue precisamente este “peligro” económico el que los enemigos de los filipinos transmutaron en una leyenda de amenaza sexual.

Fue así como la asociación con mujeres blancas brindó el pretexto para un pequeño disturbio en Stockton en 1926 la víspera de Año Nuevo, y luego un vigilantismo de envergadura organizado por la Legión Americana contra los campesinos filipinos en Dinuba, condado de Tulare, en agosto de 1926, cuando “los cosechadores de frutas insistieron en su derecho de asistir a los bailes y acompañar a muchachas blancas”5. El comienzo de la depresión inflamó aún más el resentimiento blanco ya enardecido por la incesante reticencia de grupos nativistas como Hijos Autóctonos y Legión Americana. “El 24 de octubre de 1929, el día de la caída de Wall Street”, escribe Richard Meynell en Little Brown Brothers, Little White Girls, “algunos filipinos fueron apedreados cuando acompañaban a muchachas blancas en unos festejos en Exeter, al sur de Fresno. La pelea comenzó y un hombre blanco fue apuñalado, luego le sucedió un disturbio en el que los vigilantes blancos, guiados por el jefe de la policía Joyner, golpearon y apedrearon a los filipinos en los campos”. Trescientos vigilantes incendiaron los campos de trabajo de los filipinos en las cercanías de Firebaugh Ranch6.

Seis semanas después, la policía de Watsonville encontró a dos muchachas blancas menores de edad en la habitación de un trabajador filipino de 25 años; se conoció rápidamente que los padres de las muchachas prostituían a la hija mayor. La furia blanca cristalizó inmediatamente alrededor del suceso en el periódico local, incluyendo una foto provocativa de la muchacha mayor abrazada al joven filipino. Judge D. Rohrback, la voz estridente del odio racial en Pajaro Valley, advirtió “si esta situación continúa… en diez años habrá más de 40.000 mestizos en el Estado de California”. Pero, como señaló Howard DeWitt en un importante estudio, las actitudes violentas hacia los filipinos también estaban matizadas por el hecho de que ellos trabajaban en cultivos de lechugas que controlaban corporaciones foráneas, que habían marginado a trabajadores blancos y campesinos locales7. En su constante incitación al vigilantismo, Judge Rohrback trazó una extraña ecuación relacionando el mestizaje con el desplazamiento económico. “Ellos (los filipinos) les dan ropa interior de seda y las preñan y por si fuera poco desplazan a los blancos de sus trabajos”8.

El periódico local, el Pajaronian, que imprimía las acusaciones de Rohrback así como artículos viciosos y distorsionados sobre relaciones entre filipinos y muchachas blancas, publicó, el 11 de enero de 1930, la apertura de un negocio de catering y baile para filipinos en Palm Beach, veinte minutos al sur de Watsonville. Este lugar muy pronto se convirtió en el foco de la furia de jóvenes y desempleados blancos, atizados por la llamada al vigilantismo del Pajaronian (“Las organizaciones estatales combatirán el influjo filipino dentro del país”). Entre el 18 y el 19 de enero, los blancos provocaron repetidos y fallidos intentos de causar estragos en el baile de Palm Beach y fueron seguidos de apedreamientos en el centro de Watsonville. “Los blancos”, escribe Meynell, “formaron partidas de cacería… después de una ‘indigna reunión’ en el salón de baile local”. Mientras cientos de espectadores observaban desde la carretera, la pandilla trató de saquear el salón de baile pero fue detenida con perdigones y gases. Al día siguiente, los vigilantes tomaron venganza:

El miércoles 22 de enero, el disturbio alcanzó su clímax cuando pandillas de cientos de personas sacaron a los filipinos de sus hogares, azotándolos, golpeándolos y arrojándolos del puente de Pájaro River. Las pandillas se alinearon en la carretera de San Juan, atacando a los filipinos en los ranchos de Storm y Detlefsen… En el campo de trabajo de Riberal, 22 filipinos fueron arrastrados y golpeados. Esta vez, la pandilla tenía líderes y estaba organizada; se movían como militares y respondían a la orden de ataque o retirada…

En la mañana siguiente, dispararon contra una barraca en el rancho de Murphy en la carretera de San Juan. Once filipinos se refugiaron en un armario para escapar del tiroteo. Al amanecer descubrieron que otro, Fermin Tobera, había sido alcanzado en su corazón por una bala9.

Explica DeWitt que los vigilantes que asesinaron al joven Tobera de 22 años eran también jóvenes “provenientes de familias acomodadas”, y no vagabundos sin trabajo como después trataron de pintarlos10. Aunque las autoridades de Watsonville designaron a los Legionarios Americanos (algunos de ellos probablemente vigilantes) para restaurar el orden, la masacre de Pájaro Valley tuvo una repercusión inmediata en Stockton, donde fue dinamitado un club filipino; en Gilroy, donde los filipinos fueron sacados de la ciudad; y en San José y San Francisco, donde los ingleses atacaron a los filipinos en las calles. Barracones filipinos fueron dinamitados cerca de Reedley en agosto y en El Centro en diciembre. En 1933 la legislatura cedió a las presiones de los nativistas y reformó la ley sobre el mestizaje de 1901, que ya prohibía los matrimonios de blancas con “negros, mongoles y mulatos”, incluyendo ahora a los “miembros de la raza malaya”.

Entretanto, mientras decenas de miles de mexicanos residentes eran coercitivamente repatriados en la frontera en 1933-34, las presiones aumentaron para deportar también a los filipinos. Cuando el flujo de refugiados provenientes de terrenos semidesérticos comenzó a llegar a los valles de California, los agricultores tuvieron menos necesidad de ambos grupos que habían demostrado tanta destreza y fuerza en las últimas huelgas agrícolas.

En agosto de 1934, por ejemplo, tres mil huelguistas filipinos se las agenciaron para lograr un aumento de salario a los cultivadores de lechuga de Salinas, una victoria casi sin precedentes en los violentos años de la depresión. Pero al siguiente mes, vigilantes campesinos armados atacaron los campos filipinos, golpeando a uno casi hasta la muerte y obligando a ochocientos de los huelguistas a abandonar el país. Cuando los trabajadores expulsados trataron de encontrar trabajo en el área de Modesto-Turlock, fueron enfrentados por otros vigilantes. Aunque transformados en parias desempleados, cazados por los vigilantes y vilipendiados por la prensa, los jóvenes filipinos de California rechazaron abrumadoramente el “barco gratis a casa” que ofrecía la legislación de repatriación de los exclusionistas11. De hecho, algunos permanecieron en los campos, donde, treinta años más tarde emergieron nuevamente en la lucha como los primeros y más fervientes defensores del la Asociación Nacional de Trabajadores Agrícolas.

1. Citado en H. Brett Melendy, “California’s Discrimination against Filipinos, 1927-1935”, en Daniels y Olin, Racism in California, p. 141.

2. Virtualmente todos los grupos laborales subalternos en California han sido víctimas de calumnias sexuales de una manera u otra. Carey McWilliams, por ejemplo, cita el caso de los trabajadores agrícolas punjabíes en Live Oak en 1908, que fueron golpeados y expulsados de los campos por vigilantes locales, por supuestas ofensas de “exhibicionismo indecente”. Los chinos, japoneses, armenios, okies, miembros de IWW, afronorteamericanos, árabes y mexicanos, han sido retratados por sus enemigos como “depravados sexuales”. Ver McWilliams, Factories in the Field, pp. 139-40.

3. Melendy, “California’s Discrimination against Filipinos”, en Daniels y Olin, Racism in Califomia, pp. 144-45.

4. McWilliams, Factories in the Field, pp. 133 y 138.

5. Richard Meynell, “Little Brown Brothers, Little White Girls: The Anti-Filipino Hysteria of 1930 and the Watsonville Riots”, Passports 22 (1998). Extractos disponibles en http://www.modelminority.com/article232.htlml, n. p.

6. Ibíd.

7. Howard DeWitt, Anti-Filipino Movements in California (San Francisco: R and E Research Associates, 1976), p. 48.

8. Meynell, “Little Brown Brothers”.

9. Ibíd.

10. DeWitt, Anti-Filipino Movements, pp. 49-51.

11. Melendy, “California’s Discrimination against Filipinos”, en Daniels y Olin, Racism in Califomia, pp. 148-51.

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