Читать книгу Nadie es ilegal - Mike Davis - Страница 16
ОглавлениеLos trabajadores agrícolas de California emergieron de la década de 1930 como “hombres olvidados” desde el punto de vista político. No contaban con la protección que disfrutaban sus colegas industriales, ni con la mínima seguridad económica ni con la garantía para ayudarse a sí mismos en la acción colectiva.
Donald Fearis1
En el verano de 1934, el embarcadero de San Francisco fue la escena de la batalla obrera más importante en la historia de California. Esta batalla tomó la forma de un drama en tres actos, comenzando con una revuelta de estibadores que rápidamente llegó a ser una huelga marítima que cerró todos los puertos de la costa del Pacífico y se convirtió más tarde en una huelga general en San Francisco que duró tres días. Un cuarto acto, el Armagedón, fue evitado con escaso margen. A los gritos de los patrones de que se había formado una “insurrección roja”, el gobernador Frank Merriam envió cuatrocientos cincuenta soldados armados de la guardia nacional hacia San Francisco bajo las órdenes del “francamente anticomunista” mayor general David Barrows, cuyo currículo militar, como señala Kevin Starr, incluía “la fuerza expedicionaria norteamericana enviada para ayudar a los rusos blancos en su contrarrevolución contra los bolcheviques”2.
El país entero observaba en suspenso si el general Barrows, como esperaban muchos conservadores, ordenaría a sus pistoleros masacrar a los “bolcheviques” locales en la costa. Llegado el momento, los huelguistas marítimos, respaldados por la huelga general que representaba a toda la familia obrera de San Francisco, calmadamente unieron sus brazos y se negaron a echar para atrás, incluso después del asalto a los campamentos del Sindicato Industrial de Trabajadores Marítimos. Pero si bien fue evitada una sangrienta confrontación entre las tropas y los huelguistas, la Asociación Industrial, que representaba a los principales patrones de la ciudad, usó la ocupación militar para lanzar una brigada de pistoleros con apariencia de “ciudadanos vigilantes irritados” sobre el Partido Comunista local y otros grupos progresistas, inclusive al movimiento de Upton Sinclair (Acabar con la Pobreza en California), a quienes culpaban de instigar y apoyar la huelga. En The Big Strike, el periodista radical Mike Quinn rememora la notoria ofensiva “anti-roja”, de una semana de duración, que comenzó el 17 de julio:
El plan de ataque fue el mismo en todos los casos. Una caravana de automóviles que cargaba pandillas de hombres con chaquetas de cuero, identificados por los periódicos como “vigilantes ciudadanos”, se detenía frente al edificio. Lanzaban pedazos de ladrillos que rompían todas las ventanas y luego se proyectaron contra el lugar golpeando a todos los que veían, destrozando todos los muebles, desbaratando pianos a golpe de hachas, lanzando las máquinas de escribir por las ventanas y dejando el lugar hecho un desastre.
Luego regresaban a sus coches y se marchaban. La policía llegaba inmediatamente, arrestaba a los hombres que habían sido golpeados y tomaba el control de la situación3.
Con la participación o complicidad de la policía de San Francisco, los vigilantes desbarataron las oficinas del Western Worker, golpearon a tres hombres sin ton ni son en el Foro Abierto de los Trabajadores, destruyeron el Hogar de Misión del Barrio de Trabajadores y estaban en proceso de demoler el interior de la Escuela de Trabajadores cuando inesperadamente encontraron una resistencia homérica:
Aquí (en la Escuela de Trabajadores) los vigilantes formaron el caos en el primer piso, pero cuando intentaron ascender a los pisos superiores chocaron con la mole de David Merihew, un ex soldado que trabajaba como portero en el edificio. Merihew portaba un viejo sable de caballería en una mano y una bayoneta en la otra. Blandiendo sus armas les hacía señas para que avanzaran. Ellos avanzaba unos pocos pasos y él daba un sablazo cortando un trozo del pasamanos. Los atacantes se retiraron discretamente y le dejaron el campo a la policía, a la que Merihew se rindió después de establecer un pacto con ellos de no ser entregado a los vigilantes si deponía sus armas4.
Aunque el capitán Joseph O’Meara de la Brigada Roja de San Francisco fanfarroneaba que “el Partido Comunista está de paso en San Francisco; la organización no puede afrontar tan adverso sentimiento público”, otras comunidades estaban aterrorizadas ante el espectro de futuras huelgas e “invasiones comunistas” como sensacionalmente predecía la prensa5. Grupos de patrones en East Bay y otras áreas patrocinaron “ligas anticomunistas” y debatían cómo combatir la “amenaza roja”:
Se hicieron vehementes demandas para que las librerías quedaran “purgadas” de libros rojos. Otros patriotas querían establecer rígidas censuras en el sistema de escuelas públicas para garantizar que las ideas rojas no impregnaran los manuales. Algunos pedían la institución de campos de concentración, en Alaska o en la península de Baja California, donde poder exiliar a los comunistas6.
Para los veteranos activistas obreros, el retorno del vigilantismo fue un déja vu, que recordaba las luchas por la libertad de expresión de 1910-12, las masacres patrióticas en el otoño de 1917 y los ataques al IWW en 1919 y 1924. Pero el resultado, esta vez, fue radicalmente diferente: a pesar de las intimidaciones y amenazas, las ametralladoras y los vigilantes, el núcleo de la insurrección marítima permaneció impenetrable durante la represión. Para sorpresa y consternación de los patrones en todo el país, la tropa de estibadores guiados por el inmigrante australiano Harry Bridges obtuvo una victoria espectacular sobre los magnates de la navegación que abrió las puertas a la creación de nuevos sindicatos industriales. En los cinco años siguientes, esta insurgencia obrera urbana barrería con gran parte del aparato represivo de la open shop, incluyendo a los tenebrosos vigilantes, las leyes antimotines no constitucionales e incluso las brigadas “rojas” y los espías obreros.
Pero en la California rural fue diferente la historia. Aquí, para utilizar una expresión de Regis Debray en el contexto de Latinoamérica de la década de 1960, la “revolución revolucionó la contrarrevolución”. Lo que fue universalmente reconocido por las élites agrícolas como una “victoria comunista” en San Francisco reforzó masivamente su determinación de no ceder una pulgada al sindicalismo moderado. La violencia privada, siempre en conjunción con la represión de los sheriffs locales, surgió mejor organizada y más centralizada que nunca en la historia de California.
Camuflada por la histeria alrededor de la huelga general, la policía de Sacramento –asesorada por William Hynes, antiguo jefe de la infame Brigada Roja del LAPD– atacó la comandancia en el Estado de CAWIU, arrestando al líder veterano Pat Chambers, a la veinteañera Carolina Decquer (“la pasionaria de la huelga del algodón” según Kevin Starr), y a más de una docena de personas. Con el tiempo, dieciocho organizadores fueron acusados por la Ley de Sindicalismo Criminal y ocho condenados y encarcelados después del juicio más prolongado en la historia del Estado. CAWIU fue obligado a desviar los recursos empleados para la organización en los campos hacia la defensa de su personal clave. Luego las sentencias quedarían revertidas por apelación, pero este “carnaval anti-rojo”, como lo llamó McWilliams, “lesionó y destruyó al Sindicato Industrial de Trabajadores y Conserveros. Con sus líderes en prisión, los trabajadores quedaron momentáneamente desmoralizados y apaciguada la gran ola de huelgas”7.
Entretanto, una nueva siniestra organización emergió regionalmente para coordinar la lucha contra los huelguistas agrarios y sus sindicatos embrionarios. Después de derrotar el último puesto de CAWIU en los campos de melón el verano de 1933, los agricultores de Imperial Valley decidieron ceder sus métodos rompehuelgas y el antirradicalismo militante a los campesinos del resto del Estado. Los Campesinos Asociados de California –inspirados también por la Asociación de Comerciantes y Fabricantes de Los Ángeles y su progenitor a nivel estatal, la Asociación Industrial– se “comprometieron a ayudarse unos a otros en caso de emergencia. Ellos estuvieron de acuerdo en cooperar realizando las cosechas en caso de huelgas y ofrecer sus servicios al sheriff local inmediatamente en caso de disturbios o sabotajes”8.
Aunque las raíces de la organización estaban en la Legión Americana de El Centro y Brawley, Campesinos Asociados – como enfatizó Carey McWilliams– llegó a ser un poder a nivel del Estado porque las mayores corporaciones de California (y los periódicos reaccionarios como Los Ángeles Times) favorecieron la institucionalización del movimiento vigilante:
Los primeros fondos fueron puestos por Earl Fisher, de la Compañía Eléctrica y de Gas del Pacífico, y Leonard Word, de la Compañía Empaquetadora de California. En esta reunión (la fundación de Campesinos Asociados de mayo 1934), se decidió que los campesinos debían “liderar” la organización, aunque las compañías financieras y los bancos ejercerían el control final… Cuando uno ve que aproximadamente el 50% de las tierras de California central y septentrional están controladas por una institución –el Banco de América– se vuelve palpable la ironía de esos “irritados” campesinos defendiendo sus “hogares” contra los huelguistas9.
Campesinos Asociados tenía una infraestructura parecida a los pinkertons y brindaba espionaje industrial y listas negras de empleados a los patrones locales, y actuaba como un poderoso lobby legislativo en todos los asuntos laborales. La organización se oponía no sólo al sindicalismo radical, sino a las negociaciones colectivas y a la mediación industrial per se. También actuaba contra los trabajadores urbanos y sus nuevos sindicatos. En pocas palabras, Campesinos Asociados estaba allí para instrumentar el despotismo ilimitado de la agroindustria contra la fuerza de trabajo. Con el Banco de América, Calpack y el Ferrocarril del Pacífico fungiendo como ventrílocuos, la organización aseguraba la hegemonía de los grandes agricultores sobre los pequeños campesinos, granjeros y negociantes que intentaban hacer acuerdos con los sindicatos. Philip Bancroft, el popular agricultor hijo del historiador del siglo XIX que había hecho un mito de los comités de vigilantes originales, personificaba la “voz de los pequeños campesinos” cuando las circunstancias demandaban apelaciones nostálgicas a la mitología agraria, pero las decisiones reales se tomaban en las cámaras bancarias y en las juntas corporativas.
Uno de los primeros proyectos de Campesinos Asociados fue contratar al veterano de Brigadas Rojas del LAPD, William Hynes, y al abogado del Imperial County District, Elmer Heald, para ayudar a las autoridades de Sacramento en su agresiva persecución a los seguidores de CAWIU. De hecho, la extensiva aplicación de la Ley de Sindicalismo Criminal para destruir el ala izquierda del movimiento obrero fue uno de sus principales objetivos, comprometiendo a sus miembros en la represión de huelgas y campañas10. Más ambiciosamente, urgía a la movilización de la “milicia ciudadana” en las filas de la Liga Anticomunista de Imperial Valley. A lo largo del Estado, los llamados caballeros o cruzados de California (reclutados por Legión Americana) comenzaron a pertrecharse. Entretanto, ante la alerta de “los rojos volverán” de Campesinos Asociados, los supervisores del condado aprobaron ordenanzas antimotines; los espías se infiltraron entre los cosechadores; los rancheros enristraron las alambradas de púas e incluso cavaron trampas; y los sheriffs locales se abastecieron de gases lacrimógenos y construyeron vallas para el esperado desbordamiento de prisioneros.
Pero la militarizada Campesinos Asociados no esperó a las huelgas para ir hacia ellos; propusieron adelantarse aplicando “el terror sistemático a los trabajadores en las áreas rurales” como forma de mantener la lucha de clases. “No permitiremos a esos organizadores de ahora en adelante”, fanfarroneaba un agricultor. “Cualquiera que hable de aumentos de salarios deseará no haberlo hecho”. Otro líder de Campesinos Asociados regresó de Alemania totalmente subyugado por Adolf Hitler (que “había hecho más por la democracia que ningún otro hombre”) y de la admirable definición nazi de ciudadano: “Cualquiera que coincida con nosotros es un ciudadano de primera clase y cualquiera que no coincida con nosotros es un ciudadano sin voto”11. El fascismo se convirtió en el modelo explícito de las relaciones de trabajo agrícolas en California, y cuando comenzó la cosecha de verano de 1935, las cruces ardieron en las laderas de todo el Estado, advirtiendo a los trabajadores de que los vigilantes estaban cerca y al acecho.
En el condado de Orange, varios cientos de huelguistas mexicanos fueron rodeados por un pequeño ejército que McWilliams describe como “guardias armados bajo las órdenes de antiguos ‘héroes futbolistas’ de la Universidad de California del Sur camuflados de soldados de caballería”. A los hijos de los agricultores se les dio la orden, por el
del condado, de “tirar a matar” si era necesario, y los mítines y campamentos de los huelguistas fueron bombardeados con gases lacrimógenos. Unos pocos meses después, una pandilla de jinetes de Santa Rosa agarraron a cinco “radicales” defensores de los obreros, les hicieron desfilar por las calles y luego les obligaron a besar la bandera norteamericana en las escaleras del palacio de justicia. Cuando dos de ellos se negaron a abandonar la ciudad, fueron golpeados, cubiertos de alquitrán y emplumados, todo para deleite editorial de los periódicos de Hearst en San Francisco y Los Ángeles12.
En 1936, Campesinos Asociados ejerció una fuerte vigilancia sobre cada aspecto de la vida rural en California. “No hay nada en otro Estado”, escribió McWilliams, “parecido a esta red de organizaciones de patronos agrícolas, que representan una cohesionada combinación de poder político, social y económico”13. Por otro lado, la organización era insuflada con dinero de “los principales empresarios de California”, mientras la llegada de un enorme excedente obrero de refugiados provenientes de las zonas áridas, hacía más fácil que nunca encontrar reemplazo para los trabajadores huelguistas de los campos y de las fábricas de conservas14.
En 1936, ocurrió una batalla mucho más dramática y desigual en el valle de Salinas, la tierra de Steinbeck, en los cultivos de lechuga. Aquí, la Asociación de Empaquetadores de Verduras –que seguía un trabajo esforzado de temporada desde Imperial Valley hasta Salinas y luego de regreso– era el único sindicato activo en el Estado. Afiliado al AFL, con afiliación sólo blanca, representaba la enorme fuerza laboral de Oklahoma y Texas en los establos de empaquetado. (La mano de obra no apropiada para unirse a la asociación era fundamentalmente mexicana y filipina). Los Campesinos Asociados del condado de Monterrey, operando a través de una muy organizada vanguardia, la Asociación de Ciudadanos de Salinas Valley, decidieron cerrar y destruir el sindicato, reemplazando su afiliación central y a los “problemáticos” por trabajadores más dóciles.
La muerte de la Asociación de Empaquetadores de Verduras fue planeada con meticulosa precisión, y utilizando tan abrumadora superioridad en potencia de fuego y recursos legales, que nos recuerda la monstruosa masacre de inmigrantes pobres por rancheros millonarios relatada en el filme épico de Michael Cimino, Heaven’s Gate, de 1980 (una versión libre de la lucha por la tierra en el condado Johnson, Wyoming). Para garantizar la completa coordinación entre los agricultores, la policía y los vigilantes ciudadanos, Campesinos Asociados persuadió a los funcionarios del Estado para que permitieran al coronel Henry Sanborn, un notorio anticomunista que había entrenado a vigilantes (llamados “los nacionales”) durante la huelga general de San Francisco en 1934, ir a Salinas como generalísimo de todas las fuerzas antisindicales. En este rol, él se pertrechó de gases lacrimógenos, instaló ametralladoras en las plantas de embalaje y coordinó un “ejército regular” de sheriffs locales y patrullas de carretera puestos a su disposición por los oficiales de Sacramento.
Sanborn también reclutó una milicia de vigilantes, al estilo de Imperial Valley. “El 19 de septiembre de 1936”, escribe Carey McWilliams, “el sheriff emergió de su temporal retiro y ordenó una movilización de todos los residentes hombres de Salinas de edades entre 18 y 45, y amenazó con arrestar a cualquier residente que se resistiera a obedecer. De esta manera se hizo el reclutamiento del “ejército ciudadano” de Salinas”15. Desde el punto de vista de Sanborn, nadie era demasiado joven para no defender la civilización blanca de Salinas: los Boy Scouts fueron reclutados como auxiliares, mientras los estudiantes de Salinas High School fabricaron bates pesados para aporrear a los huelguistas. En un momento, la ciudad fue parapetada y los movimientos en la carretera fueron controlados estrictamente: les arrancaban de la solapa los distintivos de la campaña de Roosevelt (fue un año de elecciones) a los peatones y automovilistas16.
Como consecuencia, el paro de la lechuga evolucionó como un show de fuerza hiperbólico hasta llegar a la atrocidad. El armamento químico estuvo a la orden del día y no hubo privilegios para los de piel blanca. La policía usó copiosas cantidades de gas lacrimógeno y vomitivo para dispersar las líneas de manifestantes. Luego persiguieron a los sindicalistas y los golpearon. Cuando cerca de ochocientas personas horrorizadas fueron a refugiarse al Templo Obrero de Salinas, “la policía, los comisionados y los patrulleros bombardearon el templo con gases lacrimógenos y luego, protegidos por los gases, se movieron hacia el cuartel central del sindicato y tiraron gases vomitivos y azufre. Cientos de huelguistas huyeron de la instalación sólo para encontrarse con la policía que les lanzaba más gases y con los vigilantes blandiendo sus hachas y bates”17.
El editor del San Francisco Chronicle, Paul Smith, visitó Salinas después que dos de sus reporteros fueron seriamente lesionados y amenazados con ser linchados por los vigilantes. Se mostró escéptico al aseverar que el gobernador y abogado general de California, junto a los oficiales locales, concedieron de buena gana el monopolio estatal de legítima violencia al fanático coronel Sanborn y a Campesinos Asociados. “Durante toda una quincena”, escribió, “las ‘autoridades constituidas’ de Salinas han sido los peones indefensos de siniestras fuerzas fascistas que operaron desde el piso de un hotel parapetado en el centro de la ciudad”18.
Para los trabajadores de Oklahoma, el paro fue un brutal espejo que no reflejó su tradicional imagen del compañero blanco emprendedor y fuerte, sino el desprecio que les profesaban los agricultores, considerándolos una casta de “basura blanca”. Ellos se percataron de que no había excepciones para los estereotipos raciales estructuralmente asociados a los trabajadores agrarios en California, ni siquiera antiguos anglosajones. “Puedo recordar”, rememora un organizador, “la gran impresión que recibí al ver a esas personas blancas que venían de Oklahoma, Arkansas y Texas, con sus prejuicios y odios enraizados, y cómo en el curso de la huelga aprendieron que tenían más en común con los negros y mestizos que con los vigilantes blancos que golpeaban a todo el mundo”19.
El paro de Salinas, si bien fue un golpe preventivo contra la participación de AFL en el sindicalismo agrícola o un serio ensayo del fascismo norteamericano, fue también una victoria decisiva para Campesinos Asociados. Inspiró la táctica de guerra relámpago empleada al año siguiente cuando otro afiliado de AFL, el Sindicato de Trabajadores de Enlatados, intentó asestar un golpe a la compañía Stockton de productos alimenticios. “El llamamiento fue instantáneo para el ejército ciudadano”, escribe McWilliams, y 1.500 leales burgueses, armados con escopetas y hachas, respondieron puntualmente. El coronel Garrison, el héroe de los vigilantes de El Centro, era ahora presidente de Campesinos Asociados, y él personalmente dirigió el ataque contra las líneas de manifestantes el 24 de abril de 1937. “Durante casi una hora, 300 manifestantes se mantuvieron en la lucha, tosiendo y ahogándose, mientras los vigilantes y los comprometidos lanzaban rondas y más rondas de gases lacrimógenos sobre ellos”. Cuando estas bombas se volvieron inefectivas, las tropas de Garrison usaron perdigones, lesionando gravemente a cincuenta trabajadores20.
Kevin Starr nos cuenta que cuando algunos negociantes de Stockton, apoyados por el abogado del distrito local, se dieron cuenta de que vivían en una ciudad ocupada sujeta a los caprichos de Campesinos Asociados, protestaron a Sacramento, pidiendo que enviaran la Guardia Nacional para restaurar el orden. “Como en el caso de Salinas, el gobernador Merriam se negó; y el coronel Garrison y su ejército dejaron a su fuerza preeminente en el área”. El gobernador, en otras palabras, ratificó a los vigilantes como autoridad legítima: una fórmula peligrosa que cedía todo el poder a los agricultores y propietarios de las fábricas de conservas21.
Pero esto fue difícil de sostener con éxito: en las ciudades de California, como en el resto del país, 1938 fue un año legendario para los paros, las manifestaciones y la fiebre de CIO (alianza de sindicatos industriales obreros). No obstante, los campos y naves de empaquetamiento permanecieron misteriosamente tranquilas, con no más de una docena de pequeñas huelgas que involucraron a menos de 5.000 trabajadores, una escueta fracción de la participación en 1933-34. Las victorias del Nuevo Acuerdo en Washington y Sacramento no se tradujeron en progresos significativos para los trabajadores agrícolas, que fueron excluidos de la cobertura de leyes como la Wagner (NLRA) y la de Seguridad Social. La elección del demócrata Cullbert Olson como gobernador en 1938 pudo haber sido una victoria para los sindicatos de la ciudad (su primera ley fue perdonar al sindicalista radical Tom Money, quien había estado prisionero injustamente durante 22 años). Pero las iniciativas legislativas para ayudar a los obreros del campo –incluso medidas no tan controvertidos como prohibir a la Patrulla de Carretera, tomar partido en las disputas obreras o asegurarse de que el socorro no se produjera “sólo en caso de necesidad”– fueron barrenadas por la coalición de demócratas y republicanos rurales22.
Aunque permanecían activos dos movimientos sindicales agrícolas en California –los federales locales de AFL y el establecido por CIO, Envasadores, Agricultores, Empaquetadores y Trabajadores Aliados de América Unidos (UCAPAWA)– estos huyeron tras las apocalípticas confrontaciones en el campo. En su lugar, enfilaron sus esfuerzos hacia la organización (exitosa en el norte de California) de los procesadores de alimentos en los pueblos, cuyos derechos alcanzados fueron protegidos por NLRA y su poder huelguístico apalancado por grupos aliados de camioneros y estibadores.
Si hubo alguna duda sobre el importante papel jugado por la represión privada y estatal en convertir a los trabajadores rurales en parias del Nuevo Acuerdo –sin un lugar en los programas sociales o dentro de los movimientos obreros organizados– ésta quedó despejada por el destino que corrieron las huelgas en el área de Marysville, al norte de Sacramento. Las primeras huelgas tuvieron lugar durante la primavera y el verano de 1939, seguidas por una huelga algodonera en el otoño en San Joaquín Valley. Las últimas grandes huelgas de 1930 fueron las victorias que coronaron a Campesinos Asociados.
En Marysville, los frutícolas que vivían en “Okieville” enfrentaron a Earl Fruit, una subsidiaria del imperio DiGiorgio, equivalente a la General Motors en la agricultura californiana. Sólo una minoría de los miembros de Campesinos Asociados del área eran verdaderos campesinos; el resto eran relatores, editores, alcaldes y policías, incluso el jefe de policía de Marysville y el comandante local de Patrullas de Carretera. El amedrentado dueño de Earl Fruit, Joseph DiGiorgio, pudo contar con la clase gobernante, vigilante y totalmente movilizada para proteger a sus capataces y guardias.
La primera disputa se produjo en la primavera cuando, según el historiador Donald Fearis, un popular capataz renunció en protesta por los espías de la compañía (una de las principales iniciativas de Campesinos Asociados) que infestaban todos los niveles de la producción agrícola. Earl tentó a los huelguistas a volver al trabajo con la promesa de aumentar los salarios y no sancionar a los líderes; al producirse los despidos en represalia, los trabajadores furiosos se quejaron a CIO, y para el comienzo de la recogida de la pera en julio, el Local 197 de UCAPAWA rodeó los huertos con filas de manifestantes. Campesinos Asociados de los condados Sutter y Yuba respondió inmediatamente con los usuales arrestos, palizas y amenazas de muerte; los agricultores habían pensado en la idea de un “ejército ciudadano”, pero prefirieron la selectiva depuración de rancheros y capataces. Sin embargo, fracasaron temporalmente, cuando las mujeres comenzaron a reemplazar en las filas a sus padres y esposos arrestados. “La tenacidad de la mujeres y el suministro de alimentos por campesinos amigos y agencias del Estado”, escribe Fearis, “mantuvo viva la huelga momentáneamente”. Pero una batida contra el campamento del sindicato cortó la cabeza de la huelga y obligó a los trabajadores a retornar al trabajo o a abandonar el área23.
La huelga de UCAPAWA, detonada, al igual que en 1934, por recortes de salario, se diseminó de una manifestación inicial en Madera hacia toda la faja algodonera de San Joaquín. A pesar de la apasionada respuesta de la fuerza de trabajo okie, el sindicato fue incapaz de resistir a Campesinos Asociados y sus métodos de arrestos, desalojos y terrorismo vigilante. El golpe fatal fue asestado en un furioso ataque sobre la manifestación de Madera, a finales de octubre, donde participaron trescientos agricultores armados “con palos, cadenas y piquetas, mientras el sheriff permanecía a su lado”24.
La huelga algodonera de 1939 fue un último intento: UCAPAWA pronto abdicó de la organización en el campo para concentrarse en los obreros procesadores y envasadores protegidos por NLRA, mientras los okies con el tiempo encontraron su camino en trabajos de supervisión o se mudaron a las ciudades para trabajar en las plantas de guerra25. Su lugar fue ocupado desde 1942 en adelante por jornaleros mexicanos cuando el sistema de castas raciales en California fue restaurado bajo el amparo de un tratado internacional para lidiar con la escasez de mano de obra en tiempos de guerra.
El vigilantismo, hecho casi una ciencia por Campesinos Asociados, infligió una histórica derrota no sólo a la super explotada fuerza laboral del campo sino también sobre el proyecto del trabajo progresista y la reforma del Nuevo Acuerdo en California. Un Comité del Senado presidido por Robert LaFollette de Wisconsin, que investigó las relaciones de trabajo en la agricultura de California entre 1939 y 1940, concluyó posteriormente que Campesinos Asociados organizó una conspiración “destinada a prevenir el ejercicio de las libertades civiles de los trabajadores agrícolas mal pagados, ejecutada cruelmente con todas las formas de represión que los antisindicalistas pudieron unir”. Por otro lado, cuando se combinó “el monopolio de los patronos para controlar las relaciones de trabajo” –un eufemismo del monopolio de la violencia– con la completa ausencia de autoridad política y estatus legal de los trabajadores, “el resultado fue el fascismo local”26.
1. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 238.
2. Starr, Endangered Dreams, p. 109.
3. Mike Quinn, The Big Strike (Olema, CA: Olema Publishing Company, 1949), p. 160.
4. Ibíd., p. 161.
5. Los vigilantes urbanos fueron también parte integral de la respuesta violenta contra la lucha de los camioneros en Minneapolis en 1934. Para un recuento magnífico, ver a Charles Rumford Walker, American City: A Rank-and-File History (Nueva York: Farrar & Rinehart, 1937).
6. Quinn, The Big Strike, p. 169.
7. McWilliams, Factories in the Field, p. 228.
8. Ibíd., p. 231.
9. Ibíd., pp. 232-33.
10. David Selvin, Sky Pull of Storm: A Brief History of California Labor (Berkeley: University of California Press, 1966), pp. 62-63.
11. McWilliams, Factories in the Field, p. 234.
12. Ibíd., pp. 240-42 y 249-53.
13. Carey McWilliams, California: the Great Exception (Nueva York: Current Books, Inc., 1949), p. 163.
14. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 133.
15. McWilliams, Factories in the Field, pp. 256-58.
16. Starr, Endangered Dreams, p. 183.
17. Starr, Endangered Dreams, pp. 187-88.
18. Citado en Ibíd.
19. Dorothy Ray (Healy) citado en Susan Ferris and Ricardo Sandoval, The Fight in the Fields: Cesar Chavez and the Parmworkers Movement (San Diego: Harvest/HBJ Books, 1997), p. 3l.
20. McWilliams, Factories in the Field, pp. 259-60.
21. Starr, Endangered Dreams, p. 190.
22. Fearis, “The California Farm Worker”, p. 111. También ver en Fearis, el capítulo VI (“The Farm Workers and the Government”), un exelente análisis de cómo los trabajadores agrícolas fueron políticamente marginados en la década de 1930.
23. Fearis, “The California Farm Worker”, pp. 271-74.
24. Patrick Mooney y Theo Majka, Farmers’ and Farm Workers’ Movements: Social Protest in American Agriculture (Nueva York: Twayne, 1995), pp. 143-44.
25. Sin embargo, quedaron suficientes okies en los campos de San Joaquín, que fueron protagonistas de la fallida huelga contra DiGiorgio en 1949, comentada en la sección anterior.
26. Citado en Goldstein, Political Repression, pp. 223-24.