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UN SÍNTOMA EXTRAORDINARIO

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Hemos seguido hasta aquí el trayecto de este hombre singular, un hereje del arte, que ocultaba su cuerpo tras el velo de su apariencia siempre elegante y cortés, aunque pasara hambre, que no confió a nadie la fuente de su secreto, pero que la plasmó una y otra vez en sus obras. Su cuerpo descorporizado, su tiempo melancólico eran los de sus pinturas, sus grabados, sus cerámicas, sus esculturas. Sabía que su cuerpo no le pertenecía, pero se ponía a su servicio, frente a la muerte, al borde del agujero mismo de la existencia. Su cuerpo sabía hacerlo funcionar como un autómata, y si se le manifestaba con el lenguaje del dolor de existir, él lo castigaba con ejercicios o golpes y lo hacía morir de hambre. Si su pensamiento se evacuaba o se disparaba, él lo transformaba en un arte nunca visto. Si se deprimía, sabía montarse la prótesis de un atildamiento que llamaba la atención, o desafiar a los críticos y a los connaisseurs que pululan por el mundo del arte y sus mercados; sí, y también a los universitarios durante dos siglos.

Poco sabemos sobre el episodio melancólico de sus diecisiete años; seguramente fue una depresión mayor de la que salió con una convicción: aquel arte que estaba aprendiendo, para el que estaba dotado mediocremente, había que asesinarlo, incorporar en él toda la morbilidad que él mismo soportaba, todo aquel «dolor moral» del que hablan los clásicos. Iba a ser malo para los demás, iba a perjudicar al mundo con las materias de su deyección. Séglas dice, refiriéndose a ellos, que «ven sin comprender».[71] Y por eso Joan Miró podía ver cada cosa, cada hormiga, cada grieta en la pared, cada grano en la superficie del papel como el inicio de un nuevo mundo no creado aún, que él iba a destruir con su creación. Y, paradójicamente, deviniendo él mismo inmortal. Artista increado, todo él artista, resonador no de un Umwelt definido por la especificidad de su goce, sino por cualquier elemento inesperado que viniera a constituir ahí algo que aún no es mundo. Con la provocación de su arte sale al paso de un delirio según el cual «mañana el periódico publicará mi vergüenza, mi delito; mañana seré detenido, encarcelado»,[72] sino que crea las condiciones para que eso suceda realmente con la provocación de su arte. La vida huye, la vida está en fuga, y Joan Miró la atrapa en su inexistencia.

En su curso del año 2011, L’être et l’Un, Jacques-Alain Miller sintetiza la enseñanza de Lacan según la cual el cuerpo hace Uno, incluso antes del estadio del espejo, en tanto que, ese cuerpo, no solo goza, sino se goza. No se trata del cuerpo sexuado, con su imposible inscripción congruente. Se trata de un cuerpo «en el nivel de la existencia».[73] Sobre ese nivel, sobre ese Uno no especular, Joan Miró nos deja grandes lecciones, escondidas, eso sí, en todo un aparato ligado al mercado del arte, a sus convenciones y al goce que obtenemos de él.

Quizá se pueda decir todo esto de una manera más simple. El sombrerero Joan Prats, amigo de la juventud, resumió en una frase memorable la creación más importante de Joan Miró, el lugar de su enunciación: «Si yo cojo una piedra —decía Joan Prats—, es una piedra; si la coge Joan Miró, es un Joan Miró». Lo cierto es que, después de unos pases de Joan Miró, y para quienes no somos Joan Miró, algunas piedras nos pesan menos.

Delirios y debilidades

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