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LA VIDA EN LA RUE TOURLAQUE

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Pero ya había pasado la página. Gracias al contrato con Jacques Viot, Miró tenía unos ingresos regulares, aunque no fuesen muy brillantes. En marzo del año siguiente, Miró pudo trasladar su taller a un curioso edificio de la rue Tourlaque, en Montmartre, que se llama aún hoy la Cité des Fusains, y que albergaba una treintena de talleres y viviendas de artistas. El lugar era más cómodo y más amplio que el de la rue Blomet, y además le dio la ocasión de establecer nuevas amistades, con Jean Arp o Max Ernst, por ejemplo.

Michel Leiris publicó un bello artículo sobre Joan Miró en la revista americana Little Review donde resume la posición de aquel momento: «Un dedo, una pestaña, un órgano sexual en forma de araña, una línea sinuosa o el eco de una mirada, el flujo del pensamiento, las sabanas cálidas de una boca de contornos húmedos...».[38] Trabajó para los Ballets Rusos, cosa que no agradó nada a los surrealistas, que estaban en plena campaña de «El surrealismo al servicio de la Revolución». Dos obras de Joan Miró viajaron a Nueva York. En julio murió su padre. Su marchante Jacques Viot huyó a Tahití perseguido por fraude fiscal. Pero él ya estaba lanzado y no le costó mucho encontrar otro marchante, Pierre Loeb.

Y, en medio de todos estos cambios, algo más profundo transformó la condición de artista de Joan Miró. Rompió de alguna manera con los surrealistas. En realidad, siempre hubo un malentendido con ellos. Joan Miró no fue nunca surrealista, pero él siempre mantendría buenas relaciones con la secta de André Breton. Los surrealistas, muy activos aunque no tenían un programa muy rígido, fueron adoptando el credo comunista, con lo que se separaron del grupo algunos de sus componentes. Fue el caso de Michel Leiris o de Georges Bataille.

Joan Miró dedicó una pintura impresionante a la amistad con ­estos dos; se titula Musique, Seine, Michel, Bataille et moi (D 260). Miró, Leiris y Bataille ya se conocían de la rue Blomet y tenían la costumbre de pasear por la noche por los muelles del Sena, arrojando monedas al agua para conjurar la mala suerte. Así lo cuenta Joan Miró: «Me gustaba hacer círculos en el agua, me gustaban los reflejos, los colores cambiantes según la luz. Un poco más tarde pinté un cuadro que evoca estos paseos por los muelles; entre círculos en punteado, escribí: Musique, Seine, Michel, Bataille et moi». Y añade: «Sí, conocí bien a Bataille, pero después de la rue Blomet».[39] Una investigadora de la Universidad de Glasgow, Lesley Thornton-Cronin, dedicó su tesis doctoral a la relación entre Georges Bataille y Joan Miró.[40] No parece que intimaran mucho, pero sí que para Joan Miró esa relación fue muy importante. Señalemos que en este 1927 tanto Michel Leiris como Georges Bataille estaban en análisis con Adrien Borel.[41] Sin duda aquel ambiente fue importante para Joan Miró. En este tiempo Georges Bataille escribió la Histoire de l’œil.[42] Si en esta obra Bataille incluía el cuerpo y el goce del cuerpo en la materia literaria, también Joan Miró encontraba en su trabajo una vía propia para incluir su cuerpo en la pintura. Bataille y su literatura lo familiarizaron con el desmembramiento del cuerpo. Aunque Bataille tendiera a leer el despedazamiento en los términos de un dialecto fálico, no faltaban momentos en los que podía ir más allá, como en su experiencia con las fotos del suplicio chino de los mil cortes que le mostró quien sería su analista, o el texto sobre el dedo gordo del pie.[43] Este aparece como un paso necesario para el camino por el que Joan Miró mostraba el sentido que tenía para él la pintura: construirse él mismo un cuerpo con los objetos de arte.[44]

Y es ahí donde se sitúa el nuevo giro que dio Joan Miró a su arte. A su marchante Pierre Loeb le escribió: «Un gran enamorado del oficio, me convierto cada vez más. Muy confidencialmente tengo que decirle que miro con un amor creciente cosas reales —la lámpara de carburo, patatas, finalmente acaricio con los ojos cualquier cosa. No obstante, espero que el buen Dios no permitirá jamás que me sumerja en la letrina —nueva gran evolución de la pintura—, en todo caso, si me inclino alguna vez hacia la mierda, será para sacar diamantes de ella».[45]

A partir de ese momento, el propósito explícito de Joan Miró es ejecutar el «asesinato de la pintura». Trabajaba fervorosamente en su taller, sin dejar que nadie viera lo que estaba haciendo. No quería que nadie hablara de él, hasta el momento en que presentaba su trabajo en una exposición. En otra carta a Pierre Loeb, Joan Miró había dicho: «Trabajo mucho en este momento. Estoy en muy buena forma, lo que me permite pegar duro. Mi pintura se hace cada vez más pintura, evidentemente no esa miseria de pintura-pintura, que solo sirve para dar de comer a los cerdos y que ya está cortada de la historia del arte, por la cual tengo el más profundo desprecio y asco, como por toda cosa humana».[46] Y, más tarde: «Usted ya sabe que quiero conservar a cualquier precio mi aristocracia frente a toda clase de especuladores, snobs, críticos y canalla semejante». Y también: «No creo tener ningún derecho a destruir mis telas; sería inmoral y muestra de orgullo. Sería tener una meta de perfección absolutamente imbécil. Humildad de presentarse desnudo, en cueros, ante todos los hombres, con todas mis taras y todas mis llagas».[47]

En su conversación con Trabal, cuenta su posición en aquel momento: «Lo que me horroriza es la idea de que mi obra huela un día a carroña, y es lo que querrían quienes especulan sobre mi pintura, aficionados o marchantes. Hoy percibo nuevas luces a lo lejos [...]. Esto me conduce a comportamientos extremos: a partir del momento en que he terminado una cosa, telefoneo enseguida a mi marchante para que venga a buscarla, pues no puedo soportar verla ante mí, ¡la encuentro horrible! [...] La encuentro vieja, ha salido de mi vida, un simple punto de partida».[48] Vemos cómo lo que había sido un programa de destrucción de la pintura se convertía en una destrucción creativa que le llevaba cada vez más allá en el camino de ser responsable de comandar en la pintura de su tiempo.

El 1928 tuvo lugar una gran exposición de obras de Joan Miró en la galería Georges Bernheim, en la rue du Faubourg Saint-Honoré, que fue un gran éxito. Joan Miró ya había entrado en el olimpo de los grandes pintores. Sería interesante saber si era él quien había entrado ahí o si lo había hecho su obra, que tenía el valor de un desprendimiento, de una deposición con la que dejaba de identificarse en el momento mismo de haberla dado por completada. Al escritor belga Jean de Bosschère le decía, refiriéndose a su obra: «Pues no puedo llamarla experiencia, digo pintura porque no tenemos aún un vocablo más preciso. Invención me hace pensar en los rimadores; no me atrevo a proponer descubrimiento...».[49]

Lo cierto es que, en la rue Tourlaque, Joan Miró produjo una cantidad impresionante de obra. Pasar las páginas correspondientes en el catálogo de Jacques Dupin produce un efecto de vértigo y de­­sasosiego; por tanto, la mirada no consigue encontrar el reposo en nada que se fije como un estilo. Cada pintura parece empeñada en desmentir a la anterior, en un esfuerzo por borrar todo rastro de algo que se pudiera denominar un estilo. Obras notables de esta época son: El carnaval de Arlequín (D 115) —que le compró André Breton—, La siesta (D 19), Perro ladrándole a la luna (D 222), Pintura-Poema. Photo ceci est la couleur de mes rêves (D 147), la serie de pinturas sobre el circo —que evocan las figuras de alambre del Circo de Alexander Calder—, Un oiseau poursuit une abeille et la baisse (D 262) (con la duda baisse-baise), la serie de pinturas sobre fondo blanco de 1927, los interiores holandeses —realizados tras un viaje a Holanda—, los retratos imaginarios y una multitud de obras tituladas simplemente Pintura —a veces con un subtítulo— o Paisaje.

Si al comienzo de su carrera de artista Joan Miró buscaba capturar al espectador con vivos colores para desconcertarlo con las formas, ahora es todo él quien se convierte en un objeto más en su arte. A su amigo Trabal le confiesa: «Siento una gran voluptuosidad desconcertando a quienes creen en mí».[50] En una carta a su marchante Loeb le cuenta cuál es su estado de ánimo creador: «En este momento espero poderme lanzar a fondo. No sé, menos que nunca, dónde estoy ni adónde voy. Lucha de elementos reales con acontecimientos irreales. [...] Lo que sé es que me contradigo. Ninguna certeza en todo lo que pertenece al terreno del espíritu».[51] Fue en este ­momento cuando la prensa francesa publicó la famosa declaración de Joan Miró: «La pintura está en decadencia desde la edad de las cavernas».[52]

En el número 2 de la revista Documents, el crítico Carl Einstein describió así su trabajo de aquellos años: «Se ve claramente que la obsesión de Miró es ahora más clara. La acrobacia anecdótica se ha venido abajo. En los paisajes de 1927-28, se ve ya apuntar esta simplicidad. Aquel que se explica demasiado rápidamente no se atreve: se coloca fuera de su alucinación y se torna espectador. Miró ha renunciado ahora al encanto de su vieja paleta. Es la derrota de la virtuosidad. La intuición sube. Marca de una independencia aumentada. Simplicidad histórica. Nos volvemos cada vez más arcaicos. El final alcanza el comienzo».[53] En esta misma revista, Georges Ba­taille publicó una nota muy elocuente también sobre la obra de Miró de los años anteriores:

Las pocas pinturas de Miró que publicamos aquí representan la etapa más reciente de este pintor cuya evolución presenta un interés bien singular. Joan Miró partió de una representación de los objetos tan minuciosa que pulverizaba la realidad, una suerte de polvo soleado. En lo que seguiría, estos mismos objetos ínfimos se liberaron individualmente de toda realidad y aparecieron como una multitud de elementos descompuestos y tanto más agitados. Finalmente, como el propio Miró profesaba que quería «matar la pintura», la descomposición fue llevada hasta tal punto que no quedaron más que algunas manchas informes sobre la tapa (o sobre la lápida sepulcral si se quiere) de la caja de trucos. Luego los pequeños elementos colaterales y alienados procedieron a una nueva irrupción, luego desaparecen una vez más hoy en estas pinturas, dejando solamente las trazas de no se sabe qué desastre.[54]

En 1929 Joan Miró vendió sus primeras obras en Estados Unidos. En julio se prometió con Pilar Juncosa, en Mallorca, y se casaron en octubre. Al año siguiente nació la que sería su única hija, Dolores. Dejó la rue Tourlaque, para ocupar con su mujer un pequeño apartamento en una casa de reciente construcción, rue François-Mou­­thon, que ocuparía hasta 1932.

Si, en una primera época, Joan Miró había estado experimentando con el color y los ritmos, si luego su pintura buscaba realizar el ideal del «asesinato del arte», su trabajo artístico ahora emprende el camino de una nueva experimentación, esta vez con los materiales, más allá de la tela y del óleo. Empezó a utilizar en su trabajo objetos y restos que encontraba: trozos de madera quemados, pedazos de cartón, alambres, cordeles, arena, piedras, piezas de reloj, etc. Como base utilizaba tablones de madera, planchas de aluminio o de cobre, tablero de masonite (táblex) o papel de alquitrán. Sus obras iban tomando el valor de esculturas o, como reza el título de algunas de ellas, «pintura-objeto». En cierto momento parece estabilizarse algo parecido a un estilo, por ejemplo, en las pinturas sobre papel Ingres, hechas de líneas negras muy bien trazadas sobre un fondo de manchas de colores, pero se ve que eso dura solo un corto tiempo del año 1931. Luego volvió a la pintura de grandes manchas bien perfiladas y que se entrecruzan entre ellas. Los temas de «cabeza de hombre» o «mujer» vuelven una y otra vez a los títulos de sus obras.

En 1931 Miró describía a su amigo Ràfols su momento: «Intentando cada día hacerlo menos bien, crearme algunas más dificultades, huir del buen gusto (porque creo que es la única manera de no convertirme como la chusma que nos ha precedido)».[55]

En ese mismo año, en una entrevista que le hizo un periodista madrileño, Francisco Melgar, y respondiendo a la pregunta sobre lo que se proponía hacer, afirmaba: «Por mi parte, yo no sé adónde vamos; lo único cierto para mí es que me propongo destruir, destruir todo lo que existe en pintura. Siento un asco profundo por la pintura, solo me interesa el espíritu puro». Y también: «La pintura me inspira asco; no puedo ver ninguna de mis obras. No tengo nada mío en casa, y hasta prohíbo a mi mujer que cuelgue nada de eso en los muros».[56]

El crítico Tériade percibió bien la realidad corporal de las obras de Joan Miró: «Habiendo Miró llevado a la pintura a sus fines e incluso a su final, no ha persistido especulando con ese cadáver. Simplemente, se ha reservado el derecho de hacer uso de los objetos que él mismo había introducido. Pero ¿quién podría decirnos que, jugando hoy con esos objetos, el artista no se encontrará un día, sin darse cuenta, en medio mismo de esa pintura cuyos términos (bornes) creyó un día tocar?».[57]

A partir de ahí la fama de Joan Miró no cesaba de crecer. En ese mismo 1931 realizó su primera exposición individual en Estados Unidos en Chicago, a la que seguirían otras.

Tras proclamarse la República Española y aprobarse el Estatut d’Autonomia de Catalunya, Joan Miró dejó su domicilio de París para instalarse de nuevo en Barcelona, en la casa donde nació. Contaba a un amigo que estaba pintando precisamente en la misma habitación donde fue parido. Cambió de nuevo de marchante y confió su obra a Pierre Matisse, hijo de Henri Matisse, que estaba instalado en Nueva York.

En 1934, tras la victoria de las derechas en las elecciones españolas y el fuerte movimiento involucionista que se desarrolló en España, Joan Miró volvió a París y a su ciclo de viajes entre esa ciudad, Barcelona y Mont-roig. En algunas de las «pinturas» de aquella época escribe palabras que forman casi poemas: escargot femme fleur étoile o hirondelle amour. Las combinaciones de colores resultan cada vez más estridentes, rompiendo con toda posible armonía cromática, como en su pintura de 1935, Personajes ante la naturaleza (D 487), donde sobre un fondo de un rojo de auténtico mal gusto se destacan unas manchas verdes, ocres y pardas en las que la mirada no encuentra ningún reposo. Continuamente Joan Miró cambia de estilo, en un esfuerzo por desconcertar al connaisseur o por desconcertarse a sí mismo.

Cuando en 1936 se produjo el golpe de Estado que iniciaría la guerra civil, Joan Miró se quedó en París, instalado con su familia en un hotel de la place de Saint-Sulpice y trabajando en el entresuelo de la Galerie Pierre. Muchas de las obras de esa época llevan el título de Pintura, y en ellas sigue con sus experiencias con el uso de materiales diversos, como, por ejemplo, en la serie de pinturas que hizo sobre papel de lija. Muchas de sus pinturas están firmadas al dorso.

Empieza a escribir poemas en francés. Los textos son descarnados, obscenos a veces, con asociaciones surrealistas y flujos de escritura automática. Por ejemplo:

Una estrella acaricia el seno de una negra

un caracol chupa mil tetas

de las que brota el pipí azul del papa-rey

amén.[58]

Abandona una vez más el estilo que venía practicando, y vuelve de nuevo a la figuración. Acude otra vez a la Académie de la Grande Chaumière, donde practica el dibujo del natural. Podemos decir que vuelve a la realidad, pero esta vez deformada, o reformada por una congoja que sería precipitado considerar causada únicamente por el momento histórico.

En unas notas de unos años después, comenta para sí mismo: «Al ver Peinture sobre tablero de Masonite del verano de 1936 se nota que ya me encontraba en un impasse muy peligroso al que no veía salida posible. Vino la guerra de julio de 1936, que me hizo interrumpir mi trabajo y adentrarme en mi espíritu; los presentimientos que tuve aquel verano y la necesidad de poner los pies en la tierra haciendo realismo tomó forma en París con la naturaleza muerta del zapato».[59]

En 1937, explicaba a Georges Duthuit cuál era su situación en aquel momento: «Ya lo ve usted, concedo una importancia cada vez mayor a la materia de mis obras. Una materia rica y vigorosa me parece necesaria para dar al espectador ese golpe en pleno rostro que debe alcanzarlo antes de que intervenga la reflexión. [...] Lo que cuenta es descubrir nuestra alma. Pintura y poesía se hacen como se hace el amor; un intercambio de sangre, un abrazo total, sin ninguna prudencia, sin ninguna protección».[60]

La República Española encargó a grandes artistas varios trabajos para el Pabellón de la Gran Exposición Universal de París de 1937. Entre ellos estaba el Guernica de Picasso, la escultura de Alberto El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella y un mural de Joan Miró, El segador. Este mural, ejecutado sobre paneles de Celotex, se perdió y solo quedan algunas fotos en blanco y negro. Se trata de una gran figura, de la que se ven la cabeza, el cuello y los brazos, correspondiente a un segador que blande su hoz, cubierto con una barretina, referencia sin duda al himno de Cataluña, Els segadors. Podemos imaginar la gama cromática por la pintura contemporánea a la que hace alusión, la Naturaleza muerta del zapato viejo (D 557), de corte expresionista, donde un tenedor clavado en una manzana, una botella que parece requemada, un mendrugo de pan y un zapato se muestran en una gama de colores agrios en un fondo negro. Por lo demás, Joan Miró siguió pintando abundantemente.

Otra pintura extraordinaria de este momento es su Autorretrato I (D 578), en el que, sobre un fondo de pintura al óleo de colores suaves, entre amarillo y gris verdoso, dibujó a lápiz su rostro con gran detalle. Nunca un pintor se había retratado así, con la profusión de detalles e imperfecciones de su cara, y transformando la imagen en una hoguera de llamaradas frías, espinas retorcidas y cen­tellas puntiagudas. Tal como había recuperado la realidad en el destrozo del bodegón citado, ahora revisaba su propia imagen más allá del espejo. De esta pintura anunciaba a su marchante Pierre Matisse: «Creo que será la obra más importante de mi vida».[61] A Georges Raillard le comentó más tarde: «Del mismo modo que me interesaba pintar en 1920 la mesa con un gallo y un conejo, me servía de mi cara como me servía de un molinillo de café».[62] A él le siguió un Autorretrato II (D 579) de cuyo rostro solo quedaban los ojos en llamas y algunas formas descompuestas, trazadas en colores primarios (azul, rojo, amarillo) sobre un fondo negro.

El verano de aquel año lo pasó en Varengeville-sur-Mer, un pueblo de la costa de Normandía, en una casa prestada por Paul Nelson. Volvería a este pueblo en agosto de 1939, a una casa alquilada llamada Le Clos des Sansonnets. La guerra de España ya había terminado y Franco había impuesto su régimen. Pero, más allá de esto, aquel agosto no podía ser tranquilo, en la medida en que las amenazas de Hitler estaban muy presentes en Europa. En 1948, en una entrevista a la Partisan Review, evocaría aquel momento: «En Varengeville-sur-Mer, en 1939, empezó una nueva etapa en mi obra que tuvo sus fuentes en la música y en la naturaleza. Fue por la época en que estalló la guerra mundial. Sentí un profundo deseo de escapar. Me encerré adrede dentro de mí mismo. La noche, la música y las estrellas comenzaron a desempeñar un papel importante para sugerir mis cuadros».[63]

A la vez, la amenaza de guerra y fascismo que se respiraba le inspiraba este comentario: «El arte tiene los días contados». Solo iba a quedar, decía, trazar líneas en la arena de la playa, o volutas de humo en el aire, o meadas en el suelo.

Delirios y debilidades

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