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LA DESTRUCCIÓN DE LA PINTURA

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Durante los años que van de la conclusión de La masía (1922) a 1925, Joan Miró vivió los años más extraordinarios de un artista. Falto del reconocimiento del público, habiendo agotado con La masía un programa artístico que ya de por sí era atrevido, no volvió de ninguna manera atrás, antes al contrario, avanzó con la certeza de un suicida en una evolución que iba a cambiar la historia del arte.

Nos queda muy poca obra de esta época, pero de una importancia capital. Algunos bodegones, como el de la lámpara de carburo, La payesa (D 87) y el Paisaje catalán (D 90). La gran figura de la campesina se recorta sobre un interior esquematizado, y de su cuerpo destacan unos enormes pies con unas uñas de grandes dimensiones. Estas pinturas y La tierra labrada (D 88) surgían de una imaginación pictórica completamente nueva. Eran saltos de gigante, con los que Joan Miró empezaba a practicar lo que llamó su «asesinato de la pintura», en un tiempo de crisis «prevalentemente anti-retinal».[31] Se trata de un abandono del carácter representativo de la pintura, en la que los elementos iban tomando más una significación de ideograma y menos un valor plástico.

En la conversación con Francesc Trabal que hemos citado, describe así su situación en aquel momento:

Llegó el verano [de 1923] y volví aquí [a Mont-roig]. Y durante un año destruía sistemáticamente todo lo que hacía. Comenzaba mi revuelta interior. De aquella época no queda absolutamente nada. Solo dejé vagamente concebida La tierra labrada. Volvía a París sin nada. En plena revuelta y sobre todo un furor por lo natural. Mi amistad con los jóvenes intelectuales que vivían en París fue multiplicada [...]. Antes de solucionarse esta época de desasosiego [neguit], un día vino Picasso a casa y dijo que después de él este era el único paso adelante que se había dado en la pintura. Volvía a producir y, partiendo de la realidad, conseguí perder el contacto con la realidad [...]. Desprendiéndome de toda influencia pictórica y del contacto con el natural, pintaba sintiendo un desprecio total por la pintura. [...] La idea de pintura no tiene ningún valor espiritual, de ninguna clase. Pintaba de aquella manera porque no podía transigir con ninguna otra. [...] Sentía en absoluto un desprecio por mi obra. Como lo siento ahora y como siento el mismo des­precio por mi porvenir.[32]

En una carta de 1924 a Michel Leiris, sin duda el más cercano de sus amigos franceses, se expresaba en términos parecidos:

Destrucción casi total de lo que dejé el verano pasado y que pensaba retomar. ¡Demasiado real aún! Me desprendo de toda convención pictórica (ese veneno). [...] La introducción de las materias excitantes (colores) aunque desprovistas de todo sentido pictórico os revolvían la sangre y la alta sensación que os araña el alma se echaba a perder. [...] Mis últimas telas, las concibo como por un coup de foudre, absolutamente desprendido del mundo exterior (del mundo de los hombres que tienen ojos en las cavidades que hay bajo la frente). Figuración de una de mis últimas X (no encuentro la palabra; no quiero decir tela, ni tampoco pintura). Retrato de una encantadora amiga de París, —parto de la idea de palpar muy castamente su cuerpo empezando por su costado hasta la cabeza. [...] Apenas es pintura, pero je m’en fous absolument.[33]

Estos cambios en su trabajo artístico van acompañados de otras modificaciones. Cuando a comienzos de 1924 vuelve a París, se deshace de su marchante Rosenberg, del que ya vimos que no tenía ninguna fe en su arte. Y a partir de ese año va desencantándose del ambiente artístico general de París. En una carta a Picasso, califica el ambiente artístico de París de «torre de Babel de majaderías». Y añade: «Cobardía enorme. Los memos de los críticos. Los castrados (medio eunucos, medio críos) de los pintores. ¡Los niños que tienen miedo de un rasguño!». Y prosigue en términos de pugilato: «¡Hay que saber aguantar el directo de un peso pesado, diantre!». Y remata: «¡Me llegan hediondeces en forma de periódicos parisinos y de otras partes, que infectan la bóveda de mi casa de cielo azul!».[34]

Fue un tiempo muy difícil, en el que Joan Miró se encerraba en su estudio de la rue Blomet o en su casa de Mont-roig, trabajando intensamente y destruyendo constantemente. Destruía lo figurativo, y avanzaba hacia esa zona más allá de lo especular, apoyado en pequeños indicios para poder llegar allí donde ni el impacto de los colores violentos que había utilizado, ni el atractivo de los elementos decorativos que dejaban aún la franja de cierta atracción plástica, permitían al espectador un descanso. Si para Henri Matisse la pintura había de ser un sillón confortable, para Joan Miró había de llevar al espectador al desasosiego, a la visión de lo invisible, al agujero en el que todo sentido plástico se anula. Si en su vida cotidiana practicaba una rígida disciplina para mantener el semblante de su cuerpo arreglado como un figurín, para practicar una cortesía delicada y para que su taller estuviera limpio como si nadie viviera allí, en su pintura avanzaba con paso seguro por un camino de destrucción de todo lo visto y sabido. Apenas algunos amigos entendían el vitriolo que corría por las venas de aquel hombre menudo y del riesgo en que ponía su vida. Apenas vislumbramos cuál fue la soledad que sostuvo su acto creativo, sobre todo en aquellos dos o tres años.

En 1948 evoca el trabajo de aquella época: «...comencé a trabajar fuera del realismo que había practicado hasta La masía, hasta que, en 1925, estaba dibujando casi por completo a partir de alucinaciones. En aquellos tiempos vivía con unos pocos higos secos al día. Era muy orgulloso para pedir ayuda a mis amigos. El hambre fue una buena fuente de esas alucinaciones. Me sentaba durante largos períodos mirando las paredes desnudas de mi estudio y tratando de capturar esas formas sobre papel o sobre tela de yute».[35]

La obra más importante de esa época es El carnaval de Arlequín (D 115), del que evocaría poéticamente en 1939 las circunstancias de su creación:

El ovillo de hilo deshecho por los gatos vestidos de arlequín ahumado enredándose y apuñalando mis entrañas en la época de hambruna que dio nacimiento a las alucinaciones registradas en ese cuadro bellas floraciones de peces sobre un campo de amapolas anotadas sobre la nieve de un papel tembloroso como la garganta de un pájaro en contacto con un sexo de mujer en forma de araña de patas de aluminio al volver a casa de noche.[36]

En febrero de 1925 algo de su suerte material cambió de manera importante. El americano Evan Shipman, aquel que había comprado La masía, convenció a un marchante, Jacques Viot, para que viera los trabajos de Joan Miró. Este le compró inmediatamente algunas obras, lo invitó a cenar y le propuso un contrato en exclusiva. Y Joan Miró empezó a vender pinturas. En junio, Jacques Viot le organizó una nueva exposición en París, en la Galerie Pierre, en Montparnasse. El resultado fue un poco contradictorio. Al vernissage acudió el todo París, y los surrealistas lo adoptaron como a uno de los suyos. Pero a pesar de ello las críticas fueron muy poco favorables, y solo vendió un cuadro.[37]

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