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LA VIDA EN LA RUE BLOMET

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En marzo de 1921, Joan Miró volvió a París. El escultor Pablo Gargallo le sugirió que se instalara en su taller en la rue Blomet, contiguo al de otros artistas y que iba a dejar libre. Miró lo ocuparía hasta 1926. Su vecino era André Masson, con el que trabó enseguida una estrecha amistad. El taller de Masson, que mantenía en un gran desorden, contrastaba con la pulcritud con la que Joan Miró limpiaba y ordenaba cotidianamente el suyo. Se comunicaban por un agujero que había en la pared. El edificio sería derribado años después.[18]

A través de Masson, siguió trabando amistad con artistas y literatos que, como él, exploraban vías de creación artística inéditas en aquellos fecundos años veinte parisinos: Pierre Reverdy, Tristan Tzara, Antonin Artaud, Robert Desnos, Michel Leiris, Paul Éluard, Louis Aragon, Benjamin Péret, André Breton, Raymond Queneau, Jacques Prévert, que en un momento u otro se acercaban a la rue Blomet. Un poco más tarde, en 1924, Georges Bataille también empezó a frecuentar el lugar. La conversación de estos creadores giraba en torno a las lecturas que hacían de autores como Jarry, Rimbaud, Lautréamont, Dostoievski o Nietzsche.

Fue en la rue Blomet donde Joan Miró descubrió la obra de Paul Klee, en una monografía que poseía Masson y en una galería que exponía algunas de sus obras originales: «Klee fue el encuentro capital de mi vida —comentó más tarde—. Fue bajo su influencia como mi pintura se liberó de todo vínculo terrenal. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, un punto incluso, pueden ser temas de pintura tanto como un rostro, un paisaje o un monumento».[19]

Joan Miró seguía con su ritmo habitual de trabajo: los inviernos en París, en su taller y alojado en algún hotel, y los veranos entre Barcelona, donde tenía la familia, y Mont-roig. Pero, sobre todo en París, las condiciones materiales de su existencia eran muy difíciles. Trabajaba como un jornalero, o más bien un hortelano.[20] En una carta a su amigo Ràfols le cuenta: «Yo sigo trabajando con la misma humildad de un obrero que trabaja todas las horas del jornal para sostener a la familia».[21] Y, en otra carta: «Este trabajo, junto con la actividad que pide París, frecuentar gente y ser hombre de mundo, y la máxima actividad espiritual que todo eso pide, me dejaba sin tiempo material para contestar a los amigos». Y añade: «Por las noches iba a un gimnasio a boxear».[22] Uno de sus contrincantes en el boxeo fue Ernest Hemingway, que casi le doblaba en volumen. En unas notas que Joan Miró escribió sobre la rue Blomet leemos: «Practiqué el boxeo con Hemingway en un Cercle Américain. Era bastante cómico; yo le llegaba al ombligo».

En sus conversaciones con Gaëtan Picon, revela cuál era su situación material en ese tiempo: «Volvía al anochecer a mi taller de la rue Blomet, me acostaba, no siempre había comido, veía cosas, las anotaba en cuadernos. Veía formas en las grietas de las paredes, en el techo, sobre todo en el techo».[23] En unas notas que dejó dice: «Comía poco y mal. Ya he dicho que en aquel tiempo el hambre me producía alucinaciones, y las alucinaciones, ideas para los cuadros. Recuerdo que una vez Arp vino a verme, y compartí con él algunos rábanos, era todo lo que tenía». No obstante, en las mismas notas comenta que iba a cenar algunas veces al restaurante Nègre de Toulouse, regentado por M. Lavigne, en el boulevard du Montparnasse, famoso por su cassoulet, «donde encontrábamos, dice, a Joyce, ciego, en compañía de su hija».[24]

Años después comentaba aún sobre aquel tiempo: «Era una época muy dura; los cristales estaban rotos, la estufa, que me había costado cuarenta y cinco francos en el rastro, no funcionaba. Sin embargo, el estudio estaba muy limpio. Yo mismo lo arreglaba. Como era muy pobre, solo podía permitirme una comida a la semana: los otros días, me contentaba con higos secos y mascaba chicle. [...] Para el Carnaval de Arlequín hice muchos dibujos en los que expresaba mis alucinaciones provocadas por el hambre. [...] Cuando no estaba contento con mi trabajo, golpeaba la cabeza contra la pared».[25]

Durante el verano, en Mont-roig, era algo parecido. A su amigo Tual, que estaba en París, le contaba: «Durante las horas de descanso, hago una vida de salvaje. Casi desnudo, hago gimnasia y corro como un diablo bajo el sol y salto a la cuerda. Por la tarde, cuando acabo el trabajo, me baño en el mar. [...] Me vuelvo cada día más exigente conmigo mismo, exigencia que me hace rehacer un cuadro si una de las esquinas tiene un milímetro de más, a la derecha o a la izquierda».[26]

De los dos o tres primeros años en la rue Blomet nos queda poca obra, pero de una extraordinaria importancia. La primera y principal es La masía (D 81), que resultó un punto de inflexión en su obra, pues culmina su modo de trabajar hasta entonces y, a la vez, deja atrás aquella maravillosa manera que tenía de dejarse subyugar por la representación, aunque fuera para transcenderla. Aquella pintura la había comenzado en Mont-roig en junio de 1921, tras haberse instalado en París en la rue Blomet. Fue un trabajo largo y delicado. En la citada conversación con Francesc Trabal, evocaba su forma de trabajar: «La masía. ¡Nueve meses de trabajo constante y pesado! ¡Nueve meses cada día pintando y borrando y haciendo estudios y volviéndolos a destruir! [...] Quise poner todo lo que yo quería del campo. Creo que es insensato dar más valor a una montaña que a una hormiga (y esto los paisajistas no lo saben ver), y por eso no dudaba en pasarme horas y horas para darle vida a la hormiga. Durante los nueve meses que trabajé en La masía, trabajaba en ella siete u ocho horas diarias. Sufría terriblemente, bárbaramente, como un condenado. Borraba mucho».[27] A pesar de ello, no logró terminarla antes de volver a París. Se la llevó y se encerró en su taller de la rue Blomet para acabarla. Años más tarde, en una entrevista para la Partisan Review, evocaría las circunstancias de aquel trabajo: «Este cuadro, que hice en París para mantenerme en contacto con Mont-roig, fue tan dependiente de la realidad que solía pasear por el bois de Boulogne para recoger ramitas y hojas para usar como modelos para plantas y follaje en el primer plano. El cuadro representa todo lo que era más cercano a mí en mi hogar, incluso las huellas en el camino al lado de la casa. Era Mont-roig en París».[28]

Intentó que algún marchante se interesara por ella, pero en vano. Uno de ellos aceptó tomarla, pero la metió en el sótano de la tienda y la dejó allí durante meses. Ese mismo marchante llegó a proponerle recortar el cuadro en ocho trozos para poderlos vender más fácilmente.[29] Miró aprovechó que un filólogo alemán llamado Schneeberger iba a pronunciar una conferencia sobre la literatura catalana en un restaurante del boulevard Montparnasse para exponer allí su pintura al menos por un día. En noviembre de 1922 fue expuesta en el Salon d’Automne. Sin resultado.

Por fin, en 1925, Evan Shipman, en nombre de Ernest Heming­­way, compró La masía. Unos años más tarde, Hemingway evocaría aquella adquisición: «Después de que Miró hubo pintado La masía y que James Joyce hubo escrito Ulises, ambos tenían derecho a esperar del público que este les hiciera confianza sobre lo que harían a continuación, aun cuando ese mismo público no los comprendía, y uno y otro continuaron trabajando muy duramente después de haber pintado La masía o de haber escrito Ulises [...] En el taxi abierto, el viento se llevaba la gran tela como si fuera una vela, y le pedimos al taxista que condujera despacito». Miró le decía a Hemingway: «Estoy muy contento de que tú tengas La masía».[30]

Pero aquella venta era una excepción. En 1921, el marchante barcelonés Josep Dalmau le había organizado una exposición individual en París. Aunque el catálogo estaba presentado por Maurice Raynal, la exposición había sido un rotundo fracaso. Picasso, que tenía mucha confianza en Joan Miró, había convencido a los marchantes Paul Rosenberg y Daniel-Henry Kahnweiler para que vieran la obra. Este la había considerado digna solo de la hoguera; del primero ya hemos hablado. La presencia de Picasso en aquella época fue muy importante para Joan Miró. En algún momento, seguramente después de la fracasada exposición de 1921, Picasso le había comprado el segundo Autorretrato, de 1919, que está actualmente en el Musée Picasso de París. Creo que verdaderamente en ese Autorretrato Picasso vio una mirada que, como el propio malagueño le dijo, «abría puertas».

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