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7. La vida en los suburbios

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De niña no me daba cuenta de que vivíamos en los suburbios de Francia. Primero porque vivíamos en una casa enorme con un jardín gigantesco que daba la sensación de estar en una isla desierta. Y segundo porque al colegio íbamos con gente de todos los colores. Para mí, los suburbios no eran una zona de exclusión de la población migrante sino una zona donde vivía el mundo entero. Por ejemplo, mi amiga Edwige era de Mali y Nabilá era de Argelia. Formábamos un grupito de chicas alternativas, en convivencia con el grupito de las chicas rubias de Francia. Nosotras nos sentíamos francesas y lo defendíamos en el recreo con los puños, si hacía falta, y no necesitábamos el afuera porque ya lo teníamos ahí adentro de nosotras.

El principal problema con los suburbios era pensar en el futuro y cómo íbamos a salir de ahí. Como todo el mundo preguntaba qué queríamos hacer cuando fuéramos grandes, pensaba que era urgente encontrar una vocación. Mis padres ya tenían un destino para sus hijos. Mi papá quería que fuéramos médicos como él; mi mamá quería que fuéramos princesas, como Lady Di. Yo quería ser doble de riesgo y para eso entrenaba duro. No me daban miedo los hematomas, tenía una misión y una vocación: caer en lugar de otro.

Pero el mundo de los dobles de riesgo es tan competitivo como cualquier disciplina artística y yo siempre odié competir. Por eso, tenía un plan B: ser abogada, como el presidente de la República, el gran François Mitterrand, el presidente socialista, abolicionista de la pena de muerte y partícipe de la resistencia contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. ¡Cuántos mitos puede reunir una sola persona! Nunca entendí el culto que había en mi familia por el presidente, pero lo acepté. Descubriría recién treinta años después que fue gracias a él que nosotros, los refugiados, obtuvimos la ciudadanía francesa.

Cuando le conté a Edwige que si me iba mal con las caídas tal vez quisiera ser abogada, me contestó que ella también lo había pensado pero había descartado la opción. Me dijo:

—Los abogados tienen que defender a todos y yo no podría defender nunca a un violador, por ejemplo.

Edwige es de las personas más buenas que yo conocí en mi infancia. No sé cómo ella se enteró del tema de la violación, yo no sabía cómo había que hacer para violar a alguien. En mi casa no me daba para preguntar. Después de hablar de nuestro futuro profesional, empezamos a jugar a los violadores en el recreo. Yo tenía que violar a Arnaud, el chico más lindo del colegio. Él tenía diez años y yo sólo siete. Me llevaba tres cabezas, y no sólo porque yo era la más chiquita del colegio, también él era el más alto.

En mi casa mantenía en silencio todo lo que pasaba en el colegio. Sentía que no podía compartir mis sentimientos profundos con nadie. Entonces aprovechaba la gran libertad que me habían dado con el nacimiento de mi hermana más chica para encerrarme en la habitación de mi hermano y usar su máquina de escribir. A veces pasaba el miércoles a la tarde entero escribiendo poemas o canciones de amor para Arnaud o Eric o Yohan y después los escondía en sus mochilas como una carta anónima. El resto de los días tenía que lograr violarlos o darles un beso o conseguir que una tarde fuéramos al mismo cumpleaños y nos acostáramos en la cama uno al lado del otro, unos minutos. Sólo lograba la parte de los poemas anónimos.

Una familia bajo la nieve

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