Читать книгу Una familia bajo la nieve - Monica Zwaig - Страница 12

8. El paso del tiempo

Оглавление

En los noventa seguíamos ahí, en Francia, y estábamos por convertirnos en la familia Ingalls. Vivíamos en una casa con chimenea, jardín y un perro. Mi papá había hecho grabar el nombre de la casa en una insignia de hierro y “La Mascota” se había convertido en nuestro hogar, ahí en el impasse en el que vivíamos.

Nos habíamos perdido el tren del regreso de los exiliados en los ochenta. La escalera social francesa se había transformado en una escalera mecánica. Mi hermana estudiaba violín; mi hermano, saxofón. A mí me habían puesto a estudiar piano. Mi hermanita más chica había nacido sin ninguna obligación de hacer nada. Mamá tenía la obligación de cuidarnos a todos y prepararnos de comer mientras papá iba al trabajo y traía el dinero que hacía funcionar el motor del sistema. En casa todos hablábamos francés y nuestro vínculo con el castellano, además de algunas visitas de mis abuelos, era por las canciones de Julio Iglesias, que era furor en Francia en esa época, y porque mamá era su fan incondicional. La abuela Rosa vivía sola, por su cuenta, y también había aprendido a hablar francés. Cada vez que iba a trabajar o salía de su casa para ir a la iglesia o hacer las compras se ponía polvo blanco en la cara y decía “En la vida, es mejor ser blanco”. Como ella, nos fundíamos perfectamente todos en el decoro del paisaje francés porque el paso del tiempo es a la vez el mejor amigo y el peor enemigo del extranjero.

Nunca se mencionaba la palabra Argentina, salvo para hablar del dulce de leche que traían los abuelos cuando nos venían a visitar. Mis padres habían logrado borrar nuestros orígenes de la superficie. En lo profundo estaban esperando ahí para salir y brotar como las raíces de los árboles debajo de la tierra.

Fue en ese contexto, después de haber borrado nuestras huellas digitales, que mis padres decidieron tomar tres semanas de las vacaciones de verano para ir a Argentina. ¿Era un regreso o eran vacaciones?

Supuestamente eran vacaciones, pero después de un exilio de catorce años tenían un gusto a regreso. Era la primera vez en sus vidas que papá y mamá sacaban un pasaje para Argentina. Los anteriores habían sido sacados por algún funcionario de la Cruz Roja internacional porque ellos habían salido por primera vez del país para el exilio y nunca habían vuelto. Llevaban en sus valijas todos los disfraces necesarios para sobrevivir y escapar en cualquier situación.

Yo no sabía que eran tan duros los regresos y sólo llevaba un par de jeans que no estaban de moda porque en Argentina todas las nenas usaban calzas. Me quedó grabado eso, que la calza es argentina. Cuando volví a Francia, intenté usar un par en el colegio pero los franceses no entendieron. Allá son sólo para hacer gimnasia.

Cuando nos llevaron a Argentina en 1990, papá y mamá nos dijeron de no hablar nunca en la calle. No querían que se nos escapara ni una sola palabra en francés, menos en los transportes públicos y los taxis. Dentro de los disfraces que llevaban ellos, estaba el disfraz del que nunca se fue a vivir afuera, y al que los taxistas no pueden engañar. Sólo papá y mamá podían hablar, eran los directores de esa película.

No tengo recuerdos de haberlos visto llorar. En eso dudo a veces de mi origen familiar, porque yo lloro siempre y hubiese llorado lo suficiente para abastecer toda la sequía de África de haber entendido que para ellos era un regreso a su tierra natal después de catorce años de exilio. En Argentina, la primera vez que lloré fue cuando papá me dio tres cachetadas en el andén del subte B porque le había soltado la mano y me caí saltando un escalón.

Habíamos ido a la Plaza de Mayo a darle de comer a las palomas. Todavía hay una foto mía con mi pantalón jean lleno de pitucones y mamá y las garrapiñadas, que me permite acordarme. Para eso sirven las fotos, son las testigos de que en algún momento algo existió, que alguien hizo algo. Lo mismo con los textos escritos. Queda eso y el resto se puede olvidar y volver a llenar la memoria de otras cosas. Por eso hago el esfuerzo de escribir ahora, para permitirme olvidar después.

Ese fue mi primer paseo en el invierno argentino. No podía creer lo ricas que eran las pizzas y las facturas con dulce de leche. No podía creer que hubiera chicos tan lindos. Me había enamorado de uno que me presentaban como mi primo, pero que no podía ser mi primo porque mamá no tenía hermanos. Era un chico de trece y yo tenía ocho. Tenía rulos y jugaba al fútbol. Traté de convencerlo de que viniera a Francia a vivir con nosotros pero me decía que no podía dejar a su perro labrador solo acá. Entonces le decía que podía venir con su perro, que nosotros vivíamos en una casa gigante que se llamaba “La Mascota”. Él no quiso y yo volví con la idea de que los argentinos eran los hombres más lindos del mundo. No era solo mi Edipo, lo había visto con mis propios ojos.

Hubo sólo dos incidentes en el transcurso de las vacaciones. El primero tuvo que ver con el calefón del departamento que alquilábamos por esas tres semanas. Era un departamento de Almagro, un séptimo piso, de unos quince años. En el medio de la noche, mi madre se despertó gritando y nos despertó a todos. Decía que había olor a gas. Ninguno de nosotros sentía nada. Abrimos las ventanas por las dudas. Y decidimos que al día siguiente llamaríamos a un gasista de confianza de mis abuelos para que se fijase si había algún problema. El susto de mi mamá fue grande, pero no había pérdida de gas. No sé en qué pensaba ella cuando se despertó gritando, ni a qué pérdida se refería.

El segundo incidente fue con mi papá. Él había entrado al país con su nacionalidad argentina. Tenía que ir a buscar su pasaporte a Azopardo, unos días antes de salir, pero no se lo querían dar. Decían que había una causa contra él y que no tenía derecho a salir del país. Ahí mi papá se puso de color verde y empezó a gritar “Yo soy francés, déjenme salir del país, yo soy francés, vivo en Francia, trabajo allá”. Sacó su tarjeta de crédito francesa para mostrársela al policía que lo atendía. “¿Ves?, ese es mi nombre, y esa tarjeta es francesa. Yo soy francés. Me tienen que dejar salir del país”. Ahí sí me asusté. El policía estuvo haciendo más averiguaciones y le dijo a mi papá que volviera al día siguiente. No me dejaron acompañarlo, pero pudimos salir del país.

Cuando llegamos a Francia, mis padres decoraron la casa con todos los recuerdos que habían traído de Buenos Aires. Estaban los recuerdos que se veían, como el nido de hornero, las copas de café compradas en una tienda de productos del norte del país, un pingüino, muchos casetes de música folclórica, kilos de yerba mate y, para los niños, kilos de dulce de leche. También estaban los recuerdos que no se veían, o por lo menos yo no los vi, como el libro Nunca Más, la nostalgia, un poco de gusto amargo en el fondo de la garganta. Por suerte, no se les había dado por traer las cosas mersas que se vendían en Argentina en los noventa.

Una familia bajo la nieve

Подняться наверх