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9. La luna de miel

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No quiero mentir. Mis padres después del viaje a Buenos Aires habían cambiado. No renegaban más del castellano. Empezaron una breve luna de miel con sus orígenes latinoamericanos. Para eso, abrieron una puerta de entrada más a nuestra casa para los latinos. El primero en entrar fue Sergio con su familia.

Sergio era chileno y había venido a Francia junto con su mujer. En los suburbios de Francia dieron a luz a dos hijos que tenían la edad de mi hermana más chica y la mía. Sergio trabajaba en la basura. Era de los que pasaban con el camión gris y verde recolector de los contenedores de basura que cada uno tenía en su casa o su edificio. Su mujer era costurera. Mi mamá le llevaba nuestros pantalones jogging y los jeans para que los llenara de pitucones e hiciera los ruedos. Ana, se llamaba la mujer de Sergio. Tenía el pelo largo marrón oscuro y flequillo. Vestía siempre polleras negras largas y blusa blanca. Por lo menos, así se mostraba cuando íbamos a verla. Vivían en una casa mucho más chica que la nuestra. No tenía chimeneas, no sobraba una habitación para un visitante, era un solo piso y lo más importante: las escaleras de la entrada eran de cemento. No había jardín, los chicos jugaban en la vereda. Ana no manejaba autos y como nuestra casa quedaba lejos de las paradas de colectivo –quedaba en el medio de la nada– íbamos nosotros a verla. Mamá hablaba con Ana y papá, con Sergio, en castellano. Yo no le entendía nada a Ana, y cada vez que me quería medir una ropa, me agarraba pánico. Terminaba moviéndome mucho y los pantalones siempre me los dejaba muy cortos.

Una noche sonó el teléfono cuando todos ya estábamos dormidos. Atendió mi mamá. Era Ana, estaba llorando. Mamá se preocupó y despertó a papá. Sergio estaba internado. Eso escuché escondida en el pasillo al lado de la habitación de mis padres. La verdad la supe al día siguiente.

A Sergio le agarró el mismo virus que al arquitecto que construyó nuestra casa: el virus del suicidio. Se quiso ahorcar en la ducha chica de su casa chica. Lo que pasa es que Sergio era muy gordo y muy pesado y la ducha no soportó tanto peso. A veces pienso que los objetos son sabios. Hay pesos con los que no hay que cargar, como la muerte de una persona. Sergio cayó vivo en la ducha y se rompió la nariz, que pegó contra las cerámicas del baño, y también el tobillo. Tenía una depresión fuerte. Yo no entendía el significado de esa palabra. Me lo explicó mi mamá en estos términos: en Chile Sergio era guardiacárcel. Para mí era más simple. Era culpa de la ropa que le traíamos a Ana y que venía de nuestra casa, la que tenía la maldición del suicida. Algún día sin querer debíamos de haber llevado esa maldición a la casa chica de los chilenos. Yo no sabía todavía que había habido una dictadura en Chile y que Sergio había guardado celdas en esa época. Tampoco estaba al tanto de que mi papá había sido llevado también a la cárcel en Chile por un plan llamado Cóndor.

Después de Sergio y su familia entraron a nuestra casa Silvana y Eric. Eran una pareja mixta: ella era argentina y él francés. Ellos tenían muchos contactos con otros argentinos. Supieron armar una red. Un fin de semana de verano, trajeron a todos sus amigos argentinos y mixtos a nuestra casa. Instalamos dos carpas en el jardín, y varios colchones en el piso del living. Se hizo un asado gigante. Ese día dejé escapar de la jaula a mi mascota Miki. Era un hámster que me había regalado Douadi, un compañerito del colegio. Su mamá ya no quería que lo tuviera en la casa y yo quería una mascota sólo para mí. Les estaba mostrando a Miki a los otros niños hijos de los invitados cuando la bestia me mordió el dedo gordo de la mano, justo ahí donde se unen la uña con la carne. Por el susto, largué a Miki, que se fue corriendo lejos de su jaula. Estábamos en el garaje, el lugar donde vivía mi mascota.

Miki dio varias vueltas mientras lo corríamos para atraparlo. Se escondió detrás del lavarropas unos minutos hasta que salió corriendo por la puerta que daba al jardín. Ningún imbécil era ese hámster. El problema del jardín era que quedaba muy cerca de otros jardines donde vivían perros enormes. Nos preocupaba especialmente que Miki fuera en dirección de la casa del ovejero alemán de los vecinos de la derecha. Gritamos todo lo que pudimos para orientarlo hacia la izquierda pero el hámster seguía escapando hacía la derecha. Iba rápido y tenía la ventaja de que se podía esconder bajo los cipreses.

No lo pudimos salvar. Los adultos tampoco. Se lo comió el ovejero alemán. Mi papá hizo un chiste, como que Miki era judío y el perro del vecino era nazi. Yo lloraba desconsoladamente ante el horror. Para mí era un suicidio. El hámster había querido poner fin a sus días. Era una vez más la maldición de la casa. Ese fue nuestro único asado con la red de argentinos o mixtos. El efecto luna de miel con los orígenes empezó a decaer después del asado y terminó cayendo definitivamente cuando murió Rosita.

Una familia bajo la nieve

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