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3. Los fantasmas II

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Mi mamá tampoco les tenía miedo a los fantasmas. Me costó entender por qué. Ella no quería hacer la revolución porque no venía de una familia burguesa como mi papá.

Mi mamá se llama María, creció en San Francisco Solano, en una casita muy humilde con las paredes de tierra y sin pintura. Tenía un loro que se llamaba Pedrito. Un día mi abuela abrió violentamente la puerta de la cocina y aplastó a Pedrito contra la pared. María lloró mucho la muerte del loro y su mamá no le pidió disculpas por haber matado a su mascota. La mujer que no pidió disculpas es mi abuela Rosita. Ella era descendiente de indígenas. Tenía la nariz chata, ojos en almendra, piel oscura.

Los genes indígenas de Rosita venían de su bisabuelo paterno, pero para las cosas del trabajo, los genes de los colonos españoles fueron más fuertes: el papá de Rosita era policía, en una provincia del noreste del país. A los quince años, la mandaron a la Capital a estudiar para ser monja. Un día fueron con su coro de monjas a cantar en el Parque Lezama y ahí conoció a mi abuelo Luis.

Mi abuelo Luis era yugoslavo. Vino a la Argentina a visitar a un primo a los 14 años con la esperanza de juntar un poco de plata, pero quedó atrapado acá porque en su país empezó la Segunda Guerra Mundial. Entre Argentina y la guerra eligió una tercera posición: el trabajo. Acá fue obrero en una fábrica y era conocido por ser un dibujante talentoso. Luis era colorado, alto, con muchas pecas, y hablaba el castellano con un acento extranjero. Además, era militante comunista. Estaba en pleno acto comunista en el Parque Lezama cuando conoció a Rosita y ella dejó a Jesús por él. Y él dejo a Yugoslavia para quedarse en Argentina con ella. Los burgueses nunca dejan nada. Mis abuelos, en cambio, dejaron a Dios y la Patria para quedarse juntos.

Mi madre fue la única hija sobreviviente de este matrimonio, ya que se cuenta que tuvo una hermana mayor que falleció en el parto. Ahí aparecen los fantasmas. Mi abuela quedó muy traumada por esa pérdida. Además estaba convencida de que su primera hija no había muerto al nacer sino que se la habían robado, porque nunca le habían dejado ver su cadáver y todos sabemos que a los hijos de los pobres, cuando nacen rubios, se los roban. Cuando nació mi mamá, mi abuela Rosita no la quiso ver y no quiso ocuparse de ella. La dejó los tres primeros meses al cuidado de su hermana. Rosita le decía a mi mamá que su parto había sido horrible, que casi se había quedado paralizada y que por eso no podía ocuparse de ella. Después Rosita se reconcilió un poco con la maternidad.

Mi madre creció en San Francisco Solano, en la misma casa hasta que se casó. Su padre había transformado el jardín en un vivero lleno de plantas de todo tipo, que cuidaba con un amor, una dedicación y un compromiso que generaban la envidia de los otros jardines de la cuadra. En secreto, todas las noches, Luis hablaba en serbocroata con esas flores, a las que les daba el nombre de su país, “Yugoslavia”.

A Luis no lo conocí pero creo que nos habríamos llevado bien. Se murió el día en que nací, un día en que mamá se puso muy feliz y muy triste a la vez.

En casa se hablaba mucho de él y de Yugoslavia. Cuando nosotros vivíamos en la casa-suicida quisimos conocer su tierra natal. Fuimos en auto. Los cuatro hijos atrás y papá y mamá adelante. Papá se dejó crecer la barba en esas vacaciones. Hay una foto de él sobre un banco con mi hermana más chica, que tenía apenas dos años. Parece un padre prófugo con su hija.

La familia de mi abuelo vivía en una ciudad llamada Split, que según mis padres no tiene nada que ver con el postre banana split. Otros familiares de Luis y primos de mi mamá vivían en Dubrovnik. Todo eso queda en el borde del mar Adriático. Mi madre tenía tres primos y pasamos todo el verano con ellos y su familia. Fue la primera vez que pasé todo el verano en malla, en el mar, horas acostada en el piso de la casa del primo de mamá, jugando con una melódica y mirando el cielo sin nubes.

Mi madre había comprado un diccionario serbocroata y se manejaba bastante bien con el idioma. Su primo Iván fue el que más ayudó en la organización del viaje. Con su mujer nos alquilaban un departamento en Split y nos acompañaban a todos lados. Tenían dos hijos: Catalina y Gaitán. Jugábamos mucho a las escondidas y a la mancha sin que nos molestara no tener un idioma en común para hablar entre nosotros.

Para la mujer de Iván, todo era “Neima problema”. Repetía eso quince veces por día. Pero en la realidad, todo era un problema. Por ejemplo, comprar carne era un problema porque salía muy caro. El precio de la carne en Europa es el indicador del nivel de problemas políticos y económicos de cada país. Si la carne es muy barata, entonces “neima problema”. Pero no era el caso de Yugoslavia para esa época.

Los tres primos de mi madre también representaban un buen indicador del nivel de problemas políticos del país. Uno de ellos era muy de extrema derecha y nos quedamos a dormir sólo una noche en su casa. Reivindicaba que los nazis habían construido las mejores autopistas y los mejores campos de concentración de Europa. Como buen judío, mi padre no quiso volver a verlo nunca más, se pelearon y volvimos a la casa de Iván.

Dos años después de ese viaje estalló la guerra en Yugoslavia y mi casa del medio de la nada se convirtió en un refugio para ex yugoslavos. Me acuerdo particularmente de una señora grande llamada Ludmila. Era de Macedonia y cocinaba medialunas muy ricas. También me acuerdo de la pareja de amigos de mis papás, que eran de Serbia, y de nuestros vecinos que eran de Bosnia. De repente Francia y los monoblocks se llenaron de ex yugoslavos huyendo de la guerra. La misma que llegó a casa y nos distanció de la pareja de amigos de Serbia para siempre, porque se decía que los serbios eran los más malos en este conflicto. Iván fue el único que no pudo venir porque lo alcanzó un bombardeo antes que nosotros a él.

Durante mucho tiempo nos había quedado la duda del porqué de la presencia de mi abuelo en Argentina y la guerra en Yugoslavia nos reabrió esa incertidumbre. ¿Era verdad que había llegado antes de la Segunda Guerra Mundial o era un nazi de Croacia que se había escapado? Siempre llega un momento en que uno empieza a sospechar de algún engaño en la historia familiar. Acá hubo varios.

Primero, 1978. Fue el año en que Luis se fue a vivir a Francia con Rosita, para estar con mi mamá, hija única y única sobreviviente de ese matrimonio. Fue su exilio de la dictadura argentina lo que le permitió volver por primera vez a su país, Yugoslavia, pero no lo dejaron entrar. Un problema de pasaporte, dijeron en la frontera.

Segundo, 1993. Después del viaje a Yugoslavia, cuando ya había estallado la guerra, mis padres dieron a leer muchos papeles de mi abuelo a otros yugoslavos de los monoblocks. Uno de ellos vino un día a hablar con mi padre y le dijo que mi abuelo seguramente había sido un hijo de puta croata, nazi y colaborador durante la Segunda Guerra Mundial, y que por eso se había ido a Argentina. Mi padre no lo podía creer. No era muy revolucionario haberse casado con la hija de un nazi yugoslavo. Además eso demostraba su falta de instinto para desenmascarar infiltrados.

Mi madre también dudó de quién era hija. Mi abuelo no parecía nazi, había sido muy buen padre. Le gustaba un poco tomar vino, pero eso no es un crimen. Era muy trabajador y no sólo en la fábrica. Él cuidaba mucho la casa de San Francisco Solano. En todas las fotos se lo ve haciendo remodelaciones o cuidando las plantas. Tenía un perro ovejero alemán al que trataba como a un amigo. En el fondo de la casa, había fabricado una pequeña cabaña de chapa para que estuviera siempre a cuidado de la intemperie.

Muchos años más tarde encontramos un papel que corroboraba la fecha de llegada de mi abuelo a la Argentina. No me acuerdo qué papel era pero mi padre se quedó más tranquilo. El abuelo era sólo un hombre que no había podido volver nunca a su país. Papá sólo se había casado con la hija no judía de un obrero de la provincia y ya con eso era suficiente para romper con los mandatos familiares.

La guerra estuvo siempre muy presente en mi infancia, empezando por todos los libros que teníamos que leer sobre la Segunda Guerra Mundial para el colegio. Luego, cuando estalló la guerra del Golfo en los noventa, de la que Francia participó, yo tenía diez años y pensaba que iban a bombardear la casa. Alargué un poco el periodo de los terrores nocturnos hasta hacerlo llegar a ese momento. Estaba segura de que Saddam Hussein quería bombardear las fábricas Peugeot que quedaban cerca. Por eso había elegido un país de refugio, Australia, del cual no se hablaba nunca en el noticiero de la noche y por lo tanto debía ser un país muy tranquilo. Al contrario, Francia es un país que entra en guerra seguido.

Una familia bajo la nieve

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