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Capítulo 4
Marzo de 1981

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Podría ser peor, pensó Miguel. No es tan agotador como dijeron que sería. El clima era seco y sin viento, pero a esta hora apenas incómodo. Sus hermanos y hermanas habían perdido la costumbre, por el tiempo que llevaban viviendo del otro lado. Habían olvidado, tras años de aire acondicionado, lo brutal que puede ser el calor en casa, cómo se multiplica con tantos cuerpos en un mismo espacio.

Por eso le habían dicho que se fuera, decidió mientras el grupo cruzaba la carretera. Por puro egoísmo, no querían uno o dos más. Miguel había visto su sala —¡una habitación en donde nadie duerme!— en fotos que le habían enviado junto con cajas de zapatos nuevos y ropa nueva, jabones y champús, todo con la etiqueta puesta todavía. No eran regalos, pensó, eran caridad. Cuando las cosas llegaron, sus propios hijos lo miraron como si fuera Navidad.

Ni siquiera se molestaron en darle las gracias porque sabían que su padre no hubiera podido comprarles eso.

Todo lo que él les daba era considerado su obligación: un techo sobre la cabeza, dos comidas al día. Hasta él pensaba que nunca era suficiente, y los días en que la lluvia se colaba por el techo, empapando el colchón en que su familia dormía sin importar el rincón de la casa donde lo pusieran, sabía que no lo era. No sobrevivirían en camas llenas de moho, comiendo sólo arroz, huevo y agua con azúcar. A su esposa e hijos les daba hambre apenas dos horas después de haber comido. A pesar de haber sacado a los niños de la escuela para que ayudaran a su mamá a vender tarjetas postales y kits de costura, cuando juntaban las ganancias del día con las suyas de la fábrica, el dinero se iba tan rápido como llegaba. El costo de vida se había empezado a sentir como una deuda imposible de saldar. Crecía con cada respiro. Ni siquiera el aire era gratis.

—¡Apúrense! —les gritó el coyote desde un lado de la calle, y apresuraron el paso mientras se acercaban las luces de una camioneta.

No es la migra, pensó. La migra iría más despacio. El vehículo pasó a su lado, lanzando una ráfaga cálida de aire en su dirección.

Miró a su hijo, que ya arrastraba los pies en la carretera perfectamente pavimentada.

—No empieces. Ya casi llegamos.

—¿A dónde? —preguntó Tomás—. Dijiste lo mismo hace cinco días.

—Es porque no habíamos llegado a Tamaulipas. Ya cruzamos cuatro estados. Nos falta sólo uno.

—¿Y luego qué?

—Ya estuvo. No me contestes así —si Miguel hubiera hecho eso de niño, su padre le habría pegado durante días—. No hagas que me arrepienta de haberte traído.

Ni siquiera había sido su idea. Cuando perdió su trabajo y decidió irse al norte, su esposa insistió en que se llevara a su hijo.

—Nosotras dos podemos quedarnos en casa de mi mamá, y así ni siquiera tenemos que preocuparnos por la renta —dijo, refiriéndose a ella y a su hija de siete años—. Pero tres, y ahora que Tomás ya puede trabajar... todos tenemos que poner de nuestra parte.

Su hijo se había emocionado más por el viaje que él. Para Tomás, el norte era mítico, un lugar donde todo era nuevecito y hasta los perros se bañaban en agua limpia.

—No es por eso que nos vamos —le había dicho, explicándole que los juguetes y la ropa que su tía y tíos habían mandando eran un lujo. Si de veras hubieran querido ayudar, habrían mandado dinero, latas de comida.

Podían sobrevivir sin esos regalos bonitos, y lo habían hecho desde que su hermana le escribió para decirle que las cosas se habían puesto difíciles porque había perdido uno de sus trabajos.

Uno de sus trabajos. Hasta las mujeres los consiguen como si nada, pensó.

Dieron vuelta a la derecha en una calle estrecha, polvorienta, y eventualmente llegaron a una cerca de alambre de púas que decía PROPIEDAD PRIVADA. Alguien le había hecho un agujero lo suficientemente grande como para que un perro o un niño pequeño pudiera pasar por ahí.

—Rápido —dijo el coyote—. Por encima o a través de ella.

Miguel fue el primero; escaló hasta arriba y luego brincó al otro lado. Se dio la vuelta y extendió el brazo para ayudarle a su hijo, pero otros se abalanzaron: primero la niña, luego las mujeres y sólo hasta que otro hombre del grupo insistió en que Tomás pasara antes que él, su hijo se arrastró en el lodo como un tlacuache.

—A la próxima te quedas junto a mí —dijo Miguel—. Estas personas, con sus ojos desesperados y murmullos llenos de miedo, no son personas en las que podamos confiar.

Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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