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Capítulo 8
Marzo de 1981

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Recuerda esto, pensó. No el aire que te seca por dentro, o los respiros que te roban la vida. Recuerda la timidez de los rayos de sol cómo tocan apenas su cara. Cómo su belleza desafía a la naturaleza y su espíritu es más fuerte que este desierto.

Cómo será ella la que sobreviva.

El muchacho estiró la espalda, ganando altura cada vez que repetía estas palabras para sí mismo. Se habían vuelto su plegaria.

—¿ Qué crees que les haga, cuando lleguemos, a los que no pueden pagar? —la voz de su esposa, suave pero firme, fue una grata interrupción de sus ideas.

—¿Por qué la pregunta? Estaremos bien. Tenemos todo lo que necesitamos.

Ella suspiró y sonrió.

—Ay, vida —le sorprendía que incluso ahora, cuando parecía que el mundo los había abandonado, pudiera hablar como si el momento fuera lo suficientemente pequeño para ser sólo suyo—. No lo decía por nosotros.

—No deberías preocuparte por cosas que no podemos controlar. Le pasó el brazo detrás de la espalda y la acercó a él para darle un beso en la frente. Fue un movimiento torpe: seguían caminando y sus cuerpos chocaron suavemente como amortiguadas campanas de viento.

—¿Y si no puedo evitarlo? —su cuello giró bajo el brazo de él en dirección a la mujer y su hija, que caminaban detrás de ellos—. Está tan sola. Y la niña me recuerda a tu hermana. ¿No te parece?

Él negó con la cabeza. Desde que se había unido al grupo, estaba tratando de convencerse a sí mismo de que era sólo su imaginación. Una mala pasada de la nostalgia y la tristeza. Su hermanita no se parecía nada a la niña, pero había algo en su energía, en cómo corría y descansaba para volver a empezar.

—No sé. Tal vez. Tal vez ésa sea Sabrina en unos años —dijo, sabiendo que no estaría ahí para verla.

Cuando se despidieron, le prometió mandar por ella cuando se hiciera mayor. Ella había llorado aferrada a su pierna, y a pesar de que habían pasado varios días desde entonces, esos primeros pasos que dio cuando salió por la puerta todavía le pesaban.

—Por lomenos se tienen la una a la otra —dijo él, preocupado de que sus palabras sonaran egoístas, no llenas de esperanza como era su intención—. Como nosotros —pero era difícil extraer esperanza de la nada.

Habían pasado muchas horas sin que nada cambiara, ni el follaje punzante a su alrededor ni los montones de tierra que pateaban al caminar. Ni el cielo, que aún ardía con el mismo fervor que temprano por la mañana. Era como si la Tierra estuviera rotando bajo sus pies, eliminando cualquier avance que pudieran hacer.

Si no hubiera sido por su mujer, que le apretaba la mano cada media hora, más o menos, y le decía: "Pronto, mi amor. Pronto", hubiera perdido por completo el sentido del tiempo. Hubieran podido caminar por el resto de sus días, morir entre las áridas rocas del desierto y nunca saber qué tan viejos eran, cuánta vida habían sacrificado por este nuevo comienzo. Siempre había pensando que cruzar la frontera sería lo más difícil, pero ahora sospechaba que era esto, el intermedio, los largos kilómetros de los olvidados, donde podían perderse pero no ser llorados, o ser encontrados pero arrojados de regreso, rechazados como si nunca hubieran llegado.

Intentó apretar su mano de vuelta, pero no pudo sujetar su piel suave. Nunca hubiera pensado necesitar distancia entre su cuerpo y el de ella, pero ésa era la crueldad del desierto: podía hacerte sentir atrapado cuando no había más que vacío a tu alrededor.

—Toma —le dijo, pasándole la cantimplora.

—No tengo sed. Toma tú.

—Por favor. Si no por ti, por nuestro hijo.

Tomó el cálido contenedor metálico y lo miró de lado.

—No vas a poder usar eso para siempre, ¿sabes?

—Razón de más para usarlo ahora.

Se detuvo y puso las manos en sus rodillas, la cabeza colgando entre ellas. Cuando subió la mirada la vio unos pasos más adelante, esperándolo. Por un momento pensó que iba a llorar, pero en vez de eso soltó un sollozo seco que le sacudió el cuerpo una vez, con fuerza. Nunca entendería qué vio su esposa en él, pero en momentos como éste rezaba por nunca perderlo, fuera lo que fuera.

Si Elda caminaba un paso adelante de él lo que quedaba del camino, Omar podría atravesar cinco desiertos que le pusieran enfrente. ¿Sabría ella que él sólo vivía para seguir sus pasos? Se esforzó para apresurarse y tenerla cerca de nuevo. Por ahora, podría protegerla a ella y a su hijo en un mismo momento y lugar. Era lo único que lo hacía seguir adelante.

Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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