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Capítulo 10
Marzo de 1981

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—Esto no es un paseo por Disneylandia —dijo el coyote— .Ace­leren el paso.

Al decirlo miró a Elda, y ella supo que el mensaje no iba dirigido a todos. Pasó junto a ella y a Omar, apresurándose hacia los migrantes que iban más atrás.

Elda lo escuchó decirle al niño pequeño y a su padre sobreprotector:

—¡Ándale!

A la niña y a su madre detrás de ellos, lo oyó chiflarles como si fueran ganado. El cielo no estaba completamente oscuro todavía, pero la tierra ya parecía un mar negro. Los llamó silenciosa, urgentemente, y agitó una linterna sobre su cabeza dos veces. A la distancia, el cuerpo de la mujer era apenas una figura redonda que cojeaba; su hija, en cambio, era muy ágil. Una bola de energía orbitando a su madre.

Cuando todos lo alcanzaron, el coyote mantuvo el paso.

—¿Ven esas luces? —apuntó a un faro solitario que brillaba en el horizonte—. Es el otro lado de la frontera.

Elda apretó la mano de Omar, soltando el aire. Por un momento pensó que lloraría de alivio. Estaban cerca. Tan cerca.

Ése es nuestro punto de encuentro. Si no pueden llegar en las próximas dos horas, la camioneta los va a dejar. No espera a nadie.

¿Entendido?

Todos asintieron y ella bajó la mirada hacia sus pies hinchados dentro de sus zapatos, que alguna vez habían sido azules. Parecían un par de esponjas que llevaban demasiado tiempo en el agua, no sabía si por la caminata o por el embarazo. Antes de irse, la madre de Elda intentó decirle todo lo que necesitaba saber sobre traer un hijo al mundo, pero habían tenido poco tiempo.

—Vas a crecer lentamente, luego degolpe.

—¿Recuerdas cómo soplabas burbujas en tu bebida con un popote?

Así se sienten las primeras pataditas.

—Después de dar a luz, cada centímetro de tu ser estará exhausto y adolorido, menos tu corazón.

—Cuando llore, recuerda que tu cuerpo solía ser su mundo entero. Aprecia los momentos en que llora por ti, pero déjalo ir un poquito más cada día.

Se había sentido como una niña, entonces: con deseos, por primera vez en años, de mantenerse protegida en los brazos de su madre. Pero ya no estaba segura ahí. Su madre lo había admitido horas después de que le dijo a sus padres sobre el bebé y su padre salió furioso de la casa.

No había dicho a dónde iba, pero su madre lo supo de la manera en que sólo las esposas saben cosas de sus maridos.

—Llamará al doctor para hacerlo venir en plena noche.

Esto les daba apenas unos días. El doctor estaba a un par de pueblos de distancia, y visitaba su pueblo sólo una vez al mes, siempre en la última semana, para ver a sus pacientes en el cuarto de atrás de la iglesia. Madres e hijos hacían fila toda la noche con bolsas de aguacates o racimos de jitomate para completar el pago.

Elda no podía aceptar que su padre no quisiera que tuviera al bebé.

—¿Con ese hombrecito tan poca cosa? —le había gritado, apuntando al único hombre que había permanecido a su lado y enfren­tado a su padre.

Me dijo que jamás le daría su bendición para casarse. Habían planeado irse desde entonces, pero no tan pronto. No sin despedirse de sus amigos, de los pocos primos en los que podía confiar y de su madre, que los hubiera casado hace tiempo de haber podido.

En cambio, se habían casado en el quinto día del viaje, en un pueblo 400 kilómetros al norte del suyo, en una iglesia que ofrecía a los viajeros descanso, algunas comidas calientes e incontables oraciones de las monjas.

—Que Dios los cuide a donde quiera que vayan.

Volvió a mirar la luz. Ya no sabía cuánto tiempo había pasado desde que el coyote había apuntado al horizonte ni cuánto habían avanzado. No le quedaban fuerzas para caminar más rápido.

Nadie hablaba. La noche había caído y el cielo era absolutamente negro; la luna, oculta entre nubes densas. Todos seguían la luz de la linterna del coyote, que apuntaba al suelo. Su círculo tenue vibraba con cada paso.

Escuchó un crujido detrás de ella y no supo si era alguien del grupo o un animal. Sintió rasguños en los tobillos y se preguntó si se había raspado con una planta o una roca. Cuando el viento arreció, se dio la vuelta esperando ver que era un auto que venía por ella.

A veces escuchaba el sonido de pies corriendo y sabía que no venía de nadie del grupo.

Dos veces pensó haber escuchado voces a lo lejos. Fingía no escucharlas y esperaba que ellos hicieran lo mismo.

Finalmente, llegaron al río. Se hundió en el agua fría, quieta como una gota de lluvia solitaria, hasta que el suelo desapareció debajo de ella y todo lo que quedaba era nadar.

Asumió que ésta era la parte más crítica del viaje. Lo supo por la manera en que el coyote se comunicaba con mímica, sin pronunciar un murmullo siquiera, cuando pocas horas antes habría gritado. Por la manera en que no podía ver nada y por lo tanto sentía que no era nada y viajaba en el vacío. Ya no podía ir atrás ni adelante : ni a la casa que había dejado ni a la que se dirigía. Sí, estaban justo en la frontera ahora, en un lugar tan peligroso que ni los mapas tenían un nombre para él. Se imaginó a los miembros del grupo como pequeños puntos negros fundiéndose en la gruesa línea de la frontera. Ni siquiera alcanzar y cruzar el primer punto de control (dos autos grandes estacionados a kilómetros de distancia de la torre de luz que los había estado guiando) alivió sus miedos, sino que los confirmó. No había tenido frío mucho tiempo (el aire secaba su ropa y sus huesos), pero su cuerpo temblaba de todos modos.

—Adentro, todos adentro. Tres aquí y acá —dijo el coyote.

Mandó al pequeño en dirección a la niña y su madre, y todos se apretujaron en la cajuela de un auto de cuatro puertas.

El padre del niño no protestó, pero balbuceó algo sobre la gorda que ocupaba el espacio de dos adultos.

—Ustedes tres aquí —dijo el coyote.

De cerca, la cajuela parecía demasiado chica incluso para una persona. La miró, dudosa.

—¿Qué espera, tía? ¿Servicio al cuarto? Omar se acercó al coyote.

—Respeto, por favor.

Pero él estaba demasiado ocupado despejando el espacio como para escucharlo.

Ella subió primero y su esposo la siguió, colocándose a su lado. Si cerraba los ojos y permitía que su cuerpo se rindiera al agotamiento, podía fingir que dormía.

—Está todo bien. Lo peor ya pasó.

Sus palabras aterrizaron cálidamente en su cabello, pero ya las había repetido tantas veces que estaban perdiendo sentido.

Elsa sintió al auto hundirse con el peso extra, sintió el espacio a su alrededor reducirse con la entrada de un tercer cuerpo. Antes de poder siquiera girar la cabeza, una cobija cayó sobre ellos. Era gruesa y le daba comezón en los brazos. Hacía que el aliento le rebotara en la cara.

Alguien azotó la puerta sobre sus cuerpos, sacudiéndolos hacia el suelo y de regreso. Afuera, todos los sonidos estaban silenciados. Adentro, sus corazones y pulmones latían con fuerza. El auto arrancó y empezaron a moverse. Las vibraciones del motor se sentían dentro, como un millón de pequeñas agujas.

Parecía inútil rezar. ¿Quién protege a lo invisible?

Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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