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Capítulo 3
2 de noviembre de 2003
Año uno: papel

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La mañana del sábado de su primer aniversario, Isabel despertó pensando en Omar. Dudaba de que volvería a verlo, o al menos se había convencido a sí misma de que lo dudaba, porque sabía que cuando uno espera algo nunca sucede, y cuando no lo espera, sucede. Se deslizó hasta el centro de la cama y puso el brazo encima del pecho de Martín. La agencia donde él trabajaba estaba grabando un comercial para uno de sus clientes nuevos y era la primera vez que él coordinaba un evento así de importante. Isabel tampoco tenía el día libre, pero estaba agradecida de no tener que trabajar el turno nocturno para poder celebrar el aniversario por la noche.

—Buenos días, esposo.

Le seguía encantando cómo sonaba. Las parejas de gente mayor les advertían todo el tiempo que el matrimonio es difícil y está lleno de sorpresas, y en su primer año hubo las dos cosas. En abril, la casa se inundó; en junio, el aumento con el que Martín había contado no se logró; en agosto tuvieron un susto de embarazo que jamás pensaron que los asustaría.

—Aguanten todo y verán que al final serán más fuertes.

Eso le encantaba decir a Elda y últimamente Isabel lo estaba considerando con más seriedad.

Se alistaron para el trabajo, como de costumbre. Los lavabos de su baño estaban tan pegados el uno al otro que chocaban cada vez que intentaban tomar una toalla o un peine. En cada choque, Martín aprovechaba para darle un beso a su esposa. Un beso en el cuello. Uno en el hombro. Ella estiraba el brazo para poner el cepillo de dientes en su lugar y él se acercaba a besarla.

No todas las mañanas había tiempo para estas cosas. Pero aunque no recibiera nada más de aniversario, Isabel estaba agradecida de que su esposo entendiera que el verdadero romance está en llenar de dicha los pequeños momentos.

Se despidió de Martín mientas él salía en reversa del garaje y empezó a preparar sus cosas. Abrió el refrigerador y casi tira su comida al suelo cuando vio una figura oscura detrás de la puerta.

Un alarido le arañó la garganta.

—¡Chingada madre! —gritó, y luego se tapó la boca, los ojos abiertos depar en par por la vergüenza de darse cuenta de que era su suegro.

Omar soltó una carcajada; su manzana de Adán subía y bajaba ante su falta de refinamiento.

—Perdón. Es que escucharte decir groserías es como sorprender a una bailarina echándose un pedo.

—Dios mío, Omar.

Intentó esconder una sonrisa mientras se iba a parar junto al lavabo. Sus brazos estaban extrañamente quietos; abrazarlo no parecía la mejor idea, pero no hacerlo tampoco. Sólo se habían visto una vez, exactamente un año antes.

—Ya sé que se te hace tarde para el trabajo —dijo Omar—. Pero esperaba encontrarte a solas uno o dos minutos.

—Pensé que no volverías.

Se preguntó si Omar podría notar las mentiras piadosas, si había alguna diferencia entre ellas y el engaño.

Entiendo que tienes prisa. Vete, vete.

—¿A dónde vas a ir?

—Oh, ya sabes. Quizá me le aparezca a algunas viejas novias. O le ayude a un par de amigos a hacer trampa en el póker.

Temblor de sus labios fue suficiente para que Isabel se repor­tara enferma. Todo lo demás parecía irrelevante. No darle a Omar algunas horas de su tiempo hubiera sido como rechazar a un men­digo que le pidiera unos centavos que había encontrado en la ban­queta. Es injusto desechar lo indispensable.

—¿Dame un segundo, sí?

Cuando colgó el teléfono, su primer instinto fue ofrecerle algo de tomar.

Hace diez años te hubiera aceptado un whisky, derecho.

—¿Ya no puedes beber?

—Ni puedo ni necesito hacerlo. El cuerpo pierde importancia, ya sabes. No sé cómo más explicarlo.

—¿No sientes nada? Sonrió.

—Al contrario. A veces creo que siento demasiado.

Se aflojó el cuello de la camisa moviéndolo de un lado a otro. Traía puesta una camisa delgada, de manga larga, que a ella le recordaba a las páginas de un viejo libro de la biblioteca, y jeans gastados de mezclilla oscura con un cinturón de cuero marrón con la hebilla del tamaño de su puño. Había menos de cuatro pies de distancia entre ellos, y al observar sus movimientos Isabel se dio cuenta de que eran silenciosos. Los huesos no crujían. La ropa no sonaba al raspar las superficies. No se escuchaba siquiera el más mínimo suspiro, aunque podía ver que su pecho se expandía cuando él la miraba a los ojos.

—¿Duele? ¿Venir aquí?

Él caminó por la sala, trazando el perímetro de los estantes de madera y las puertas de vidrio que conducían al patio de atrás. Eran las diez de la mañana y la luz del sol inundaba la habitación. Pasó junto a fotos enmarcadas de su boda, de una cena familiar de domingo en casa de Elda y una foto instantánea de Isabel y Martín sentados en el pasto en un concierto al aire libre. Se detuvo un par de segundos en cada imagen antes de ver la si­guiente.

Parece que pasa una eternidad cuando no estoy y todo sucede en un flash cuando estoy aquí —dijo—. Pero supongo que así es la vida, también. Dime de qué me perdí. ¿Cómo estuvo tu año?

Si se lo hubiera preguntado cualquier otra persona, Isabel hubiera dicho: "bien", satisfecha de sustituir con esta palabra una conversación con más sustancia. A veces eso era más fácil que ser honesta.

—Supongo que en algunas décadas, cuando pensemos en nuestro primer año, sólo recordaremos con claridad uno o dos momentos definitivos. El resto estará borroso. Es triste, si lo piensas.

Se sirvió un vaso de jugo y caminó hacia el sillón, esperando que Omar la siguiera. Pero él parecía decidido a mantener cierta distancia entre ellos, como un extraño mantiene su distancia en una fila con mucha gente.

—Y dime, ¿cuáles son esos momentos que te vienen a la mente de este año? No lo pienses demasiado. Los primeros dos que se te ocurran.

Claro que no podía decirle, sin filtros, lo que estaba pensando.

—Cuando dejamos nuestro departamento, el día en que se lo entregamos al casero, yo me tomé un día libre en el trabajo, pero Martín no pudo hacerlo. Así que rentamos una camioneta la noche anterior, y como él no quería que nuestras cosas se quedaran ahí toda la noche, nos despertamos a las cuatro de la mañana para llenarla de cajas y muebles. No sé por qué pienso en eso ahora. Nos esforzamos mucho por hacerlo en silencio. Nos sentíamos ladrones robándonos nuestras propias vidas. Terminamos al amanecer. Recuerdo ver a Martín estirar su brazo para bajar la puerta de la camioneta, sorprendida de que nuestra vida cupiera en ella.

—¿Sorprendida o asustada?

—Las dos cosas —admitió—. Estaba asustada de dejarlo todo atrás. Pero también era reconfortante la idea de empezar de cero. De estar juntos sin importar a dónde fuéramos —lo recordó cerrando la puerta de la camioneta mientras pequeños rayos de sol le tocaban la espalda—. La mayoría de los días pienso en Martín corno una extensión de mí misma. Es una gran simplificación, pero en el día a día, cuando pienso en nosotros como un todo, formamos un frente unido.

Omar asintió, como si ya pudiera ver a dónde quería llegar ella.

—Esa mañana pude ver que Martín era una persona completamente distinta. No sé lo que él sienta o piense. No realmente. En esencia, vivo junto a un extraño en el que confío más que en nadie en el mundo.

—Es una confianza hermosa.

—Lo es.

No dijo más. No tenía sentido decirle a Omar lo fugaz que fue ese momento. Más tarde ese mismo día, en el departamento vacío, había pintado las paredes de blanco otra vez. Había visto, llorando en silencio, cómo su hogar se convertía en un lienzo en blanco.

—Pero te entristece. ¿ Por qué?

—Por nada en particular. Sólo las subidas y bajadas. No todos los momentos pueden ser valiosos.—Ay, mija. Hasta los peores lo son. Un día pensarás en tu pasado y estarás en duelo por lo viva que te sentiste en los momentos malos.

Tomó su vaso, sintiendo cómo su cuello se hundía más y más en sus hombros.

—Ese dolor es mejor que nada.

—Prefiero que algo me duela a olvidarlo. O que me olviden —añadió rápidamente—: ¿Cuál es el segundo momento? Me dijiste que eran uno o dos.

Isabel sonrío, envuelta en un nuevo recuerdo.

—La primera vez que todo el mundo vino a casa un domingo a cenar.

Omar se sorprendió.

—¿Aquí? ¿No a casa de Elda?

—Tampoco yo podía creerlo.

Era una tradición semanal que llevaban años celebrando; Isabel tenía apenas nueve años la primera vez que Elda la recibió en la mesa familiar. Su mamá había pasado tarde por ella y tuvo miedo de que hubiera vuelto a beber. Elda sonrió y le pidió que le ayudara a poner la mesa, entregándole un plato y juego de cubiertos extra.

—Fue idea suya, cuando compramos la casa. Le pregunté si estaba segura y me dijo: "¿De qué otra manera puedes convertir una casa en un hogar?" Así que invitamos a toda la familia. Parecíamos un anuncio de supermercado.

Todo se había sentido tan natural que Isabel pensó que ella y Claudia podrían volver a acercarse.

Tomó a Omar de la mano para conducirlo a la mesa del comedor, pensando en lo lindo que hubiera sido invitarlo a esa cena. Su piel se sentía cálida, pero Omar la soltó.

—¿Qué pasa?

—Nada. Me acabo de dar cuenta de que no les he deseado a ti y a mi hijo un feliz aniversario. ¿Qué se regala el primer año?

—Se supone que papel.

—Ah, cierto.

Le escribí una carta de amor. Pensé que sería romántico.

Omar Sonrió, pero Isabel pudo notar, por la manera en que sus ojos miraban a través de ella, que no la estaba escuchando. Su corazón se estrujó. No podría evitar desear la atención y aprobación de Omar, aunque a nadie más le importara.

Él dio un paso atrás y se frotó la frente.

Perdón. Te molestaste. Tienes todo el derecho a hacerlo. Isabel empezó a incomodarse.

—Ya sé que querías ver a Martín. Lamento que no esté.

—Ése no es el problema.

Juntó sus manos por detrás de la espalda y empezó a caminar junto a la mesa con la mirada fija en los surcos de la madera.

—El problema es que no me extraña, así que no podría verme.

Estoy segura de que una parte de él extraña a su padre.

—No entiendes. ¿Sabes qué es lo que impide que los muertos se mueran de verdad, Isabel? La memoria. Las ganas. Que tus seres amados te mantengan en sus corazones, que te extrañen. El año pasado no lo entendía. Fue un milagro que Martín me viera. Pero ya no piensa en mí. Ahora realmente no quiere tener nada que ver conmigo, y no puedo culparlo. Pero mientras se sienta así, no existo para él. Ni para Elda ni para Claudita. Por eso que no pude hablar con ellas.

—Dijiste quete rechazaron.

—Dije que no me vieron. Es diferente. No puedo ir a donde no soy bienvenido. Empiezo a pensar que sólo vuelvo por ti.

Le puso una mano en el hombro, sin moverla, y a ella se le sacudieron las entrañas.

—No puedo ser sólo yo —dijo, a punto de reír.

—¿Entonces porqué aparecí hasta que Martín se había ido?

—No es justo —dijo ella, pero en ese momento el aire acondicionado se encendió con un sonido fuerte e intrusivo y no supo si la había escuchado—. Yo no puedo ser la única razón para que estés aquí.

—Claro que no.Pero estoy aquí a través de ti y me siento muy agradecido por eso.

—¿Y el por qué?

Merecía saber esto, por lo menos.

—Para redimirme, ¿por qué más? Una segunda oportunidad.

¿No es siempre así?

Omar sonrió y se encogió de hombros, rindiéndose ante el lugar común en el que estaba cayendo.

Se quedaron parados sin propósito, preguntándose qué hacer. Isabel pensó en el verano que cumplió quince y su mamá la inscribió en el Club Boys & Girls porque no sabía qué más hacer con ella. En la alberca, entre rondas de Marco Polo y carreras al extremo más profundo y de regreso, ella y los demás niños recuperaban el aliento. Recorrían el agua preguntándose si debían seguir jugando o secarse. Isabel siempre estaba de acuerdo con lo que decidieran los demás. Era raro mantener la cara tan seria, la respiración tan nivelada, mientras sus brazos y piernas remaban bajo la superficie de la alberca, aferrándose al más mínimo pedazo de masa que la ayudara a mantenerse a flote.

¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Omar de la manera en que lo haría un vecino mientras se acercaba a la puerta para salir.

Le aseguró que no tenía planes, que Martín no volvería hasta la noche. Él parecía tener menos prisa entonces, como un hombre agotado que admite finalmente que necesita descansar un poco.

Pasaron horas juntos. Era un día gris de otoño y el sol se sentía estancado, atrapado entre tantas nubes que era difícil saber qué hora era. Isabel le preguntó si quería recostarse un poco.

—No, nonecesito más de eso.

Se reía exactamente como Martín. Lució complacido cuando Isabel se lo dijo.

—Tengo una idea —dijo ella—. Espérame aquí.

Que su familia no quisiera verlo no significaba que él no pudiera ver a su familia. Fue por fotos viejas y cajas de zapatos llenas de recuerdos para intentar reunir todo en una narrativa coherente. Algunas ya las había visto: Martín en su graduación, Martín bailando como chambelán en la fiesta de quince años de una amiga. Había collages que ella y Claudia habían hecho en secundaria con fotos de ellas en el centro comercial o en el equipo de porristas.

Otras le parecieron como nuevas. En algunas fotos de cumpleaños de Claudia pudo ver a un joven Martín entre la gente. Entonces todavía era un espécimen extraño para ella, con su bigote ralo y sus pantalones caqui cuando todos los demás traían puestos jeans deslavados. A pesar de que era tres años mayor que ella, Isabel lo consideraba un nerd. Pero nunca se atrevió a burlarse de él.

—Era como un señorcito —le dijo a Omar—. Siempre esforzándose en ser maduro para su edad.

Omar sonrió pero no dijo nada. Cuando llegaron a las fotos donde aparecía ella con Martín, le sorprendió ver lo jóvenes que se veían hacía apenas tres años. Sus caras estaban más llenitas, pero eran de algún modo más pequeñas, con las facciones mejor colocadas en su lugar.

Estaba en su laptop, buscando entre sus álbumes de facebook, cuando Omar le pidió que se detuviera en una foto de Elda. Todo el tiempo ella había estado del otro lado de la cámara, tomándoles fotos de su niñez. Pero el Día de las Madres más reciente la habían llevado a comer para celebrar. El mesero tomó varias fotos con milisegundos de separación, de modo que, cuando Isabel pasaba de una a otra, su suegra parecía moverse; un codo girando, un ajuste de la cabeza, un mechón de pelo fuera de lugar. Elda estaba sentada al centro, sonriendo y después riéndose con los ojos entrecerrados, la boca abierta y la cabeza levantada hacia el cielo.

—Luce tan hermosa como me la imaginaba cuando pensaba en que envejeceríamos juntos.

Estaban sentados a la mesa de la cocina con los codos apoyados en la madera. Isabel había notado, más de una vez, que Omar imitaba sus movimientos.

—Tiene algo, una gracia que la hace fuerte y tranquilizante al mismo tiempo.

Era la primera vez que Isabel lo decía en voz alta, pero lo había notado años atrás, sorprendida de saber que una madre podía ser así.

Omar asintió lentamente, con los ojos fijos en la imagen de Elda mientras sus manos se enroscaban en una empuñadura suave.

—¿Todo bien?

—Me has preguntado varias veces por qué estoy aquí. ¿No te parece obvio?

Ambos fijaron la vista en los ojos de Elda, que parecía devolverles la mirada.

—¿Me ayudarías? —dijo Omar.

—¿A qué?

—Ayúdame a recuperarla. Ayúdala a verme el año que entra. Ella se quedó pensativa mientas le sacudía el polvo a su trackpad.

—Sé que es mucho pedir.

—Es sólo que no sé si algo que yo le dijera podría marcar alguna diferencia. Y le prometí a Martín...

—Tienes razón. Olvídalo —dijo—. Dime, ¿qué planes tienen para el año próximo? ¿Viajes? ¿Niños?

Agradecida por el cambio de tema, dio la misma respuesta de siempre, que aplicaba tristemente a la primera parte de la pregunta y felizmente a la otra.

—Por ahora no está en nuestros planes. Omar arrugó la nariz y sonrió.

—Los planes son sólo intentos bobos de controlar los trucos del tiempo.

Esa noche, cuando Omar se fue y Martín llegó y estaban alistándose para salir, Isabel buscó la manera de decirle a su esposo que su padre había estado en su casa. Prefería pensar en ello como algo que podía mencionar casualmente y que él recibiría del mismo modo. Por poco se topan, le hubiera querido decir, como si Omar fuera un vecino que Martín estuviera evitando. O platicamos para ponernos al corriente, como contándole de una comida con una vieja amiga.

Estudió el reflejo de Martín mientras se cepillaba con la cabeza inclinada hacia el espejo. No era su estilo preocuparse por su apariencia abiertamente, pero su cabello era un caso especial. Al menos una vez al mes Isabel lo sorprendía alineando los espejos del baño para poder ver la parte de atrás de su cabeza. Cuando era niño, Elda le había contado historias sobre su abuelo, un hombre tan amar­gado que se negó a hablar con ella cuando se fue a Estados Unidos en contra de su voluntad y que se había quedado calvo a los treinta años. La perspectiva de perder el cabello prematuramente había perseguido a Martín desde entonces.

—Te ves muy guapo —dijo.

Bajó la mirada hacia el lavabo, avergonzado de que lo hubiera visto. Una vez le había dicho que era una preocupación tonta, porque ella lo amaría aunque estuviera pelón como un cactus, pero a él no le hizo gracia.

—Corazón, te preocupas demasiado —se sentó en la orilla de la tina y se puso a jugar con un pasador que había dejado en el lavabo—. ¿Notaste el cabello de tu papá? ¿Y tenía cuántos años, sesenta al menos?

—Sesenta y dos —dejó el peine y le dio un beso en la mejilla—. Tal vez tengas razón. Puede ser que eso haya sido lo único bueno que me dejó ese cabrón —serio, pero no alcanzó a esconder su ira—. Perdón. Me propuse no pensar en él esta noche —respiró hondo y puso sus manos en los hombros de Isabel, sonriendo como si estuviera a punto de darle algo—. Esta noche sólo se trata de ti y de mí. Te lo prometo.

Todo el mundo sabe que vuelves a casa

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