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Un buen hombre

—Ni de broma.

Al parecer, no era la respuesta que su amigo esperaba. O al menos no había previsto la virulencia con la que Clay la pronunció. Gabriel parpadeó, y el fuego que parecía haber surgido de su interior desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Parecía muy confundido. Receloso.

—Clay, pero...

—He dicho que no. No voy a irme de aquí para partir al oeste contigo. No voy a dejar aquí a Ginny ni a Tally. No voy a ir detrás de Moog ni de Matrick ni de Ganelon, que seguramente nos siga odiando a todos, ya que estamos. ¡Y tampoco voy a cruzar la Tierra Salvaje Primigenia! Por las tetas de Glif, Gabe, hay más de mil quinientos kilómetros de distancia hasta Castia y tampoco se puede decir que sea un paseo, ya sabes a qué me refiero.

—Lo sé —dijo Gabriel, pero Clay siguió hablando.

—¿Lo sabes? ¿De verdad lo sabes, Gabe? ¿Recuerdas las montañas? ¿Recuerdas los gigantes que había en esas montañas? ¿Recuerdas los pájaros? ¿Recuerdas los putos pájaros, Gabe? ¿Esos pájaros que eran capaces de agarrar a los gigantes como si fuesen poco más que niños?

Su amigo hizo un mohín al recordar la sombra de aquellas alas extendiéndose por el cielo.

—Los rucs han desaparecido —dijo Gabriel sin llegar a estar muy convencido.

—Claro, puede ser —convino Clay—. Pero ¿qué me dices de los rask, los yethiks o los clanes de ogros? ¿Y de los miles de kilómetros de bosque? ¿Siguen ahí? ¿Recuerdas la Tierra Salvaje, Gabe? ¿Recuerdas los árboles andantes y los lobos parlanchines? ¡Ah! ¿Y sabes si las tribus de centauros siguen secuestrando personas para comérselas? ¡Porque yo diría que sí! ¡Y eso sin mencionar la podredumbre, joder! ¿Y me estás pidiendo que te acompañe? ¿Que la atravesemos juntos?

—No sería la primera vez —le recordó Gabriel—. Nos llamaban los Reyes de la Tierra Salvaje, ¿recuerdas?

—Sí, así nos llamaban. Cuando teníamos veinte años menos, no nos dolía la espalda todas las mañanas y no teníamos que levantarnos cinco veces por la noche para mear. Pero la edad no perdona, ¿verdad? Nos ha consumido y dejado para el arrastre. Estamos viejos, Gabriel. Demasiado viejos para hacer las cosas que hacíamos antes, independientemente de lo bien que se nos diera. Estamos demasiado viejos, tanto para cruzar la Tierra Salvaje como para cambiar algo en caso de que llegáramos a conseguirlo.

No dijo nada más. Aunque consiguieran llegar a Castia, evitar de alguna manera la Horda que la rodeaba y conseguir abrirse paso hasta la ciudad, lo más probable era que para entonces Rosa ya hubiese muerto.

Gabriel se inclinó hacia delante.

—Está viva, Clay. —Volvió a mirarlo con esos ojos de acero templado, pero las lágrimas que estaban a punto de brotarle de los ojos contradecían esa seguridad—. La conozco. La enseñé a luchar, ¿recuerdas? Es tan buena como lo era yo. Quizá hasta mejor. ¡Mató a un cíclope ella sola! —gritó, pero lo dijo como si intentara convencerse a sí mismo en lugar de a Clay—. He oído decir que cuatro mil personas sobrevivieron a la batalla y consiguieron refugiarse en Castia. ¡Cuatro mil! Rosita es una de ellas. Lo tengo muy claro.

—Puede ser, sí —dijo Clay, porque tampoco es que se le ocurriera nada más que comentar.

—Tengo que ir —repitió Gabriel—. Tengo que intentar salvarla si aún está en mi mano. Sé que estoy viejo. Sé que ya no soy lo que era. Ni la sombra de lo que fui siquiera —admitió con tristeza—. Supongo que ninguno lo somos. Pero soy su padre. Un padre terrible que, para empezar, no debería haberla dejado marchar, pero no tan terrible como para quedarme de brazos cruzados y compadeciéndome de mi dolorida espalda mientras ella está atrapada y seguro que muriéndose de hambre en una ciudad a medio mundo de distancia. El problema es que no puedo hacerlo solo. —Rio con amargura—. Y aunque pudiera permitirme contratar mercenarios, dudo que pudiese encontrar a nadie dispuesto a ir.

“Al menos, tiene las cosas claras”, pensó Clay.

—Eres mi única esperanza —dijo Gabriel—. Sin ti... Sin la banda... Estoy perdido. Y también lo está Rosa. —Se hizo un silencio cargado de expectación y luego añadió sin piedad—: ¿Y si fuera Tally?

Clay se quedó un rato sin decir nada. Oyó el rechinar de los tablones de madera de su casa. Se quedó mirando los cuencos vacíos y las cucharas de madera apoyadas en el borde de cada uno. Contempló la superficie de la mesa. Luego alzó el rostro hacia Gabriel, quien le devolvió la mirada. Vio cómo el pecho de su amigo subía y bajaba, subía y bajaba, debido al latido desbocado de su corazón, mientras el suyo retumbaba tranquilo. Se preguntó cómo un órgano tan simple, que era poco más que un músculo recubierto de sangre y tenía el tamaño de un puño, sería capaz de intuir cosas que quizá la mente aún no había conseguido descifrar.

—Lo siento, Gabe.

Su amigo se quedó quieto en el sitio. Frunció el ceño al principio, pero luego le dedicó una sonrisa débil y extraña.

—Lo siento —repitió Clay.

Pasó otro rato, y Gabriel... Gabriel se limitó a mirarlo con la cabeza un poco ladeada. Después de lo que pareció que había sido una eternidad, dijo:

—Estoy seguro.

Se puso en pie. El arrastrar de la silla resonó como el gañido de un halcón después del largo silencio que se había apoderado de la estancia.

—Puedes quedarte en casa —ofreció Clay, pero Gabriel negó con la cabeza.

—Me marcho. He dejado mi bolsa en los escalones. ¿Sabes si hay una posada por aquí?

Clay asintió.

—Gabriel... —empezó a decir con intención de explicarse mejor... aunque no tenía muy claro qué iba a decir. Quizá explicarle que lo sentía (otra vez). Que no podía arriesgarse a perder a Ginny ni dejar a Tally sin padre si partían hacia el oeste y ocurría lo peor (y tenía muy claro que iba a ocurrir lo peor). Que estaba cómodo en Vegabrupta. Satisfecho después de tantos años sin descanso. Y que pensar en cruzar la Tierra Salvaje Primigenia y acercarse a Castia y a la Horda que la rodeaba le daba un miedo de los de cagarse por la pata abajo.

“Tengo miedo”, le dieron ganas de decir, pero fue incapaz.

Por suerte, Gabriel siguió hablando.

—Dile a Ginny que el estofado estaba delicioso —dijo—. Y saluda a tu hija de parte del tío Gabe. O despídete de ella de mi parte, lo que consideres oportuno.

“Ofrécele unas botas o al menos una capa —discurrió una parte de Clay—. Agua o vino para el camino que tiene por delante”.

Pero no dijo nada, se quedó allí sentado mientras Gabriel abría la puerta. Sintió la brisa helada y oyó el agitar de las ramas de los árboles del exterior, el eco de los cientos de grillos que poblaban la hierba alta.

Griff alzó la vista desde su alfombra y, después de comprobar que Gabe se marchaba, volvió a quedarse dormido al instante.

Gabriel titubeó en el umbral de la puerta y miró hacia atrás.

“Ha llegado el momento —pensó Clay—. La súplica final. El comentario mordaz con el que querrá dejar claro que él sí se habría sacrificado en caso de encontrarse en su situación”.

Vellichor aparte, las palabras siempre habían sido el arma más poderosa de Gabe. En el pasado había sido el líder de la banda. La voz del grupo.

—Eres un buen hombre, Clay Cooper —fue lo único que dijo antes de atravesar el umbral y cerrar la puerta tras de sí.

Fueron palabras simples y amables, no el puñal ni la estocada que esperaba. Pero también palabras muy dolorosas.

Su hija insistió en enseñarle las ranas nada más entrar por la puerta. Las soltó sobre la mesa antes de que su madre pudiese impedírselo. Una de las cuatro, un bicharraco enorme y amarillo que tenía unos bultos que parecían alas que no habían empezado a crecer, intentó escapar. Saltó al suelo, pero se quedó muy quieta cuando Griff se acercó a ella entre ladridos. Tally la cogió y la riñó con un golpecito en la cabeza antes de volver a colocarla junto a las demás. En esta ocasión se quedó en el sitio, demasiado aturdida y asustada para moverse.

—Limpia la mesa antes de acostarte, jovencita —advirtió Ginny.

Su hija se encogió de hombros.

—Claro. Papá, ¿a que no sabes cuántas ranas he encontrado?

—¿Cuántas? —preguntó Clay.

—¡No! ¡Adivina!

Miró las cuatro ranas que había sobre la mesa.

—Pues... ¿una?

—¡No! ¡Más de una!

—Mmm... ¿Cincuenta?

Tally soltó una carcajada y empujó con la mano a una de las ranas que se empezaba a acercar al borde de la mesa.

—¡Cincuenta no! Cuatro, tonto. ¿Es que no sabes contar?

Luego se dedicó a presentarle a sus prisioneros anfibios uno a uno, con el orgullo propio de un vendedor que enseña sementales premiados. Le dijo el nombre que les había puesto y las particularidades de cada uno. Cogió la rana enorme y amarilla con dos manos y se la acercó para que la viese mejor.

—Esta se llama Blas. Es amarilla y mamá dice que tendrá alas cuando crezca. La cogí para el tío Gabriel. —Tally miró a su alrededor, como si acabara de darse cuenta de que el tío Gabriel ya no estaba en la estancia—. ¿Dónde está? ¿Se ha ido a dormir?

Clay miró a Ginny de reojo por un instante.

—Se ha ido. Te manda saludos.

Su hija frunció el ceño.

—¿Va a volver?

“Lo más seguro es que no vuelva nunca”, pensó.

—Espero que sí —respondió.

Tally se quedó pensando un rato sin quitarle el ojo de encima a la rana que tenía en las manos. Luego le dedicó una amplia sonrisa.

—¡Seguro que Blas ya tendrá alas! —anunció, y las gibas del lomo de Blas se agitaron como respuesta.

Ginny se acercó a ambos y acarició el pelo de Tally y el de Clay al mismo tiempo.

—Venga, dragoncilla, hora de irse a la cama. Tus amigas te esperarán fuera mientras duermes.

—Pero, mamá, así me quedaré sin ellas.

—Y no me cabe duda de que mañana volverás a salir a buscarlas —dijo su madre—. Algo me dice que se alegrarán mucho de verte.

Clay rio, y Ginny miró a la niña con una sonrisa en el rostro.

—Sí que se alegrarán —aseguró la niña. Cogió las ranas una a una y las llevó fuera, para luego despedirse de ellas con un beso en la cabeza antes de soltarlas. Ginny arrugó el gesto con cada beso, y Clay se alegró de que ninguna se convirtiera en príncipe. Ya había tenido suficiente compañía y se había acabado el estofado.

Tally se marchó para lavarse después de limpiar a fondo la mesa. Griff se escabulló detrás de ella. Ginny se sentó a la mesa y estrechó una de las manazas de Clay con las suyas.

—Cuéntame —dijo.

Y él se lo contó.

Tally dormía. El farol que había junto a su cama estaba cubierto por una plancha de metal en la que había agujeros hechos con forma de estrellas, por lo que proyectaba una constelación por todas las paredes de la estancia. El pelo que resplandecía a la luz tenue era una mezcla de las hebras doradas heredadas de su madre y del castaño oscuro y anodino que había sacado de su padre. Había insistido en que su padre le contase un cuento antes de dormir. Quería uno de dragones, pero los dragones estaban prohibidos porque le daban pesadillas. Tally se lo pidió de igual manera. Era una niña valiente. Clay le ofreció uno de sirenas y un hidraco, y mientras lo contaba se dio cuenta de que aquella criatura era tan temible que en realidad era lo mismo que hablarle de siete dragones al mismo tiempo. Esperó que su pequeña no se despertara entre gritos.

La historia que le contó era cierta en su mayor parte, aunque la adornó un poco (le dijo que había sido él quien asestó el golpe definitivo al hidraco, cuando lo cierto era que había sido Ganelon) y también obvió algunos detalles que su hija de nueve años y, por consiguiente, su madre, no tenían por qué saber. Huelga decir que las sirenas habían quedado muy agradecidas después de la batalla, lo que explicaba por qué Clay conocía tan a fondo su misteriosa y deseada anatomía. Aunque lo cierto era que nunca había llegado a comprenderla a pesar de todo.

Dejó de contar el cuento al sentir que la respiración de Tally se volvía más regular, indicativo de que había empezado a hablar solo. Se había quedado sentado mirando su carita, sus mejillas sonrosadas y su nariz perfecta como la porcelana, maravillado de que alguien como él, con la obvia contribución de Ginny, hubiese sido capaz de engendrar algo tan extraordinariamente bello. No pudo evitar extender la mano y coger la de la niña. Los dedos de Tally se estrecharon alrededor de los suyos por instinto, y Clay sonrió.

De improviso, abrió los ojos.

—Papi.

—¿Sí, angelito?

—¿Rosita va a estar bien?

A Clay se le heló la sangre. Abrió y cerró la boca mientras intentaba encontrar la respuesta adecuada.

—¿Estabas oyendo la conversación que he tenido con tu madre? —preguntó. Pero sabía a ciencia cierta que la había oído. Escuchar a escondidas se había convertido en un hábito para ella desde que una noche los oyó a él y a su madre susurrar que iban a regalarle un poni por su cumpleaños.

Su hija asintió con gesto soñoliento.

—Tiene problemas, ¿verdad? ¿Va a estar bien?

—No lo sé —respondió Clay.

“Sí —le habría gustado decir—. Claro que va a estar bien”.

Mentir a los niños no es tan malo si es para protegerlos, ¿no es así?

—Pero el tío Gabe va a salvarla —murmuró Tally. Luego cerró los ojos, y Clay titubeó un momento con la esperanza de que se hubiera quedado dormida—. ¿Verdad? —preguntó al tiempo que volvía a abrir los ojos.

En esa ocasión, tenía la mentira preparada.

—Así es, cariño.

—Bien —dijo la niña—. ¿Y no vas a ir con él?

—No —respondió él en voz baja— No voy a ir con él.

—Pero irías si yo estuviese en peligro, ¿verdad, papi? Si los malos me tuvieran secuestrada muy lejos, ¿irías a salvarme?

Clay sintió un dolor en el pecho, una podredumbre furibunda que bien podría haber sido vergüenza, pena o un remordimiento nauseabundo, y que lo más seguro es que fuese todo eso al mismo tiempo. Pensó en la sonrisa asimétrica de Gabriel, en las palabras que había pronunciado su viejo amigo antes de marcharse.

“Eres un buen hombre, Clay Cooper”.

—Si fueras tú —dijo con tono comedido pero rabioso al mismo tiempo—, nada en el mundo podría detenerme.

Tally sonrió y se aferró a él un poco más fuerte.

—Pues entonces también deberías salvar a Rosita —dijo.

Y esas fueron las palabras que lo destrozaron por dentro. Apretó los dientes con fuerza para reprimir un sollozo que amenazaba con ahogarlo y los cerró para evitar el torrente de lágrimas que surgió de ellos. Demasiado tarde.

No siempre había sido un buen hombre, pero tenía muy claro que lo estaba intentando. Había saciado sus tendencias violentas alistándose en la guardia y usado sus particularmente escasas capacidades para hacer el bien. Había hecho todo lo posible para convertirse en un hombre del que Ginny se sintiera orgullosa. Ginny y su hija, su querida hija, que era su legado más preciado y la mota dorada que iluminaba el turbulento río que era su alma.

Pero supuso que había bondades y bondades. Uno podía compararlas y darse cuenta de que algunas eran mucho más nobles que otras, aunque la diferencia fuese ínfima. Así eran las cosas, ¿no? Había que elegir, y tomar la decisión adecuada era un lastre que no todo el mundo podía soportar.

Quedarse con los brazos cruzados, fuera por la razón que fuera, mientras su más viejo y querido amigo perdía lo único que había amado de verdad en toda su vida, no era algo propio de un buen hombre. Clay lo sabía, y no había manera de justificarlo.

Y su hija también lo sabía.

—¿Por qué lloras, papi? —preguntó la niña.

Se imaginó que la sonrisa que le iluminó el rostro en ese momento era como la que Gabe le había dedicado justo antes de salir de la puerta de su casa, triste, desecho y destrozado.

—Porque voy a echarte mucho de menos —respondió.

Reyes de la tierra salvaje (versión española)

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