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Vellichor

Kallorek los guió por una capilla abovedada y muy iluminada por unos faroles espejados. Habían quitado los bancos, y el suelo de piedra estaba cubierto por unas alfombras sofisticadas. La estancia estaba desordenada, hasta arriba de estanterías, vitrinas, exhibidores de armas, cofres a rebosar y maniquíes con algunas prendas de armadura, todo colocado sin ton ni son.

—Perdonad el desorden —dijo Kallorek al tiempo que echaba un buen vistazo al lugar—. Aún estoy intentando encontrar la manera de colocarlo todo. Por cierto, mirad esto. —Cogió un yelmo de la cabeza de un maniquí. Tenía una protección en las mejillas que era alargada y que sobresalía como si fuesen un par de fauces envenenadas—. Perteneció a Liac el Arácnido. El pobre Liac fue devorado por un limo de cripta hace unos años. Esto es lo único que quedó de él. —Kallorek volvió a colocar el yelmo en su sitio y pasó la mano por la cota de malla roja que se encontraba debajo—. El Pellejo de la Contienda, la armadura impenetrable de Jack el Despojador. Dicen que no hay espada ni lanza capaz de penetrarla, aunque a la sífilis no le costó demasiado. Pobre Jack.

Se dirigió al fondo de la estancia y señaló los artefactos a medida que los nombraba.

—Ese de ahí es el Arco del Aquelarre, y esos de ahí son los Guanteletes de Earl el Manco. —Kallorek señaló una estantería que había contra la pared—. Esos libros de allí se escribieron antes de la caída del Dominio. Y el mismísimo Budika, el Lobo de Mar de Salagad, calzó esas botas. ¡Tengo tesoros muy preciados! —exclamó—. Pero ninguno tanto como este...

Señaló una tarima elevada que había al fondo de la estancia, en la que una estatua del Vástago del Otoño se erigía en la oscuridad. El rostro de la estatua había sido alterado con torpeza para parecerse a Kallorek, y aunque llevaba la característica antorcha de Vail en una mano, la hoz de la otra había sido reemplazada por...

“Una espada”, se percató Clay al mismo tiempo que oía cómo Gabe murmuraba detrás de él.

—Vellichor.

Desde donde se encontraban, vieron el tenue resplandor turquesa de la hoja de la espada. Una niebla dispersa flotaba a su alrededor y se agitaba en la punta como el humo de una vela apagada.

Si su amigo había dado la impresión de estar inquieto al ver a su exmujer, ahora parecía totalmente sobrecogido, con una expresión a caballo entre la sorpresa y la vergüenza, como un padre que contempla la cara de un hijo atado que se ha visto obligado a vender por ser pobre. Gabriel habló con voz quebrada y vacilante.

—Dijiste que podía recuperarla. Dijiste que si llegaba a necesitarla de verdad... —Tragó saliva, y Clay vio que los ojos habían empezado a llenársele de lágrimas—. La necesito, Kal. De verdad.

Kallorek se quedó un rato en silencio mientras palpaba con gesto distraído uno de los pesados medallones que le colgaban del pecho.

—¿Te dije eso? —preguntó con una inocencia y un apocamiento conmovedores—. No me suena. Sí que recuerdo haber pagado una buena suma de dinero por esa espada. Lo suficiente como para saldar tu deuda con el gremio de mercenarios. Diría que la merezco. De hecho, diría que ahora es mía de pleno derecho.

—Dijiste que si...

El agente hizo un gesto desdeñoso.

—Sí, sí, ya me lo has dicho. Pero, como también acabo de decir yo, lo cierto es que con el tiempo le he cogido mucho cariño. Las espadas de los druin no crecen en los árboles, ¿sabes? Y esa mocosa tuya me robó un par antes de irse. Dudo que vuelva a verlas.

—Kal, te prometo que... —empezó a decir Gabe, pero Kallorek volvió a interrumpirlo.

—Y ahora me pides que te preste la que posiblemente sea una de las armas más codiciadas de todo Grandual para... ¿Para internarte con ella en la puta Tierra Salvaje Primigenia? Pasarán años antes de que alguien encuentre tus huesos y me la devuelva. —Cruzó sus brazos peludos—. No. Creo que será mejor que se quede donde está.

Gabriel se acercó al agente mientras un ligero atisbo de rabia empezaba a columbrarse en su rostro.

—Mira, tú...

Apenas había dicho esto cuando un par de constructos de hombros anchos se abalanzaron desde las sombras de los rincones cercanos. Cada uno de los gólems le sacaba dos cabezas a Clay, aunque eran mucho más pequeños que los que habían visto en el desfile de los Cabalgatormentas. Ambos eran del negro mate del basalto envejecido y tenían unas runas verdes esculpidas en las cuencas de los ojos que titilaban resplandecientes, como si obedeciesen una orden que alguien les hubiese dictado en silencio. El cristal de las vitrinas traqueteó cuando se movieron para interceptar a Gabriel. Estaban a dos zancadas de él cuando Kallorek levantó una mano.

—Quietos —dijo el agente, y Clay se dio cuenta de que sostenía el medallón con el que había estado jugueteando hacía un momento, donde relucía una runa idéntica a la que los gólems tenían grabadas en las cuencas. Los autómatas se detuvieron de inmediato y se quedaron inertes—. ¿Qué te parece si lo hacemos así, Gabe? Vellichor es tuya si eres capaz de hacerte con ella.

Gabriel tardó un momento en apartar la vista del gólem que tenía más cerca.

—¿Lo dices en serio?

—Muy en serio —respondió Kallorek al tiempo que se apartaba con un ademán ostentoso. Volvió a sonreír, pero en esta ocasión no había júbilo alguno en su gesto. Clay recordó que Kallorek había sido un criminal cualquiera en su juventud. Su naturaleza tosca le había servido bien para trabajar como agente que en ocasiones necesitaba extorsionar para conseguir que le pagaran los que no estaban dispuestos a cumplir los contratos. Esa inclemencia era una característica que en el pasado les había resultado útil, pero que ahora empezaba a resultarle muy desagradable.

—Venga —insistió Kallorek—. Toda tuya.

Gabriel avanzó con cautela. Se tropezó con la esquina de un sarcófago bañado en oro y estuvo a punto de caer al suelo.

El agente rio con disimulo.

—Cuidado. Dentro de ese sarcófago está Kit el Inmortal. Está muerto como una piedra, pero camina y habla como si nada. De hecho, habla demasiado y me dio una buena razón para encerrarlo ahí.

Gabriel subió los escalones de la tarima de uno en uno. Al llegar a lo alto, se volvió para mirar atrás. Clay se limitó a asentir porque no se le ocurrieron palabras inspiradoras. Tenía muy claro que Gabe no iba a poder arrancar la espada de las manos de la estatua, y estaba claro que Kallorek pensaba lo mismo.

Pero Gabriel era una persona que siempre encontraba la manera de sorprender a los demás. Que Clay estuviese allí con él en lugar de con su mujer y su hija era prueba fehaciente de ello.

Gabe empezó tirando con fuerza de la hoja. Al ver que no se había movido ni un centímetro, estiró los hombros y carraspeó. Colocó una mano en uno de los codos de la estatua, aferró la empuñadura justo por debajo de la guarda y tiró de ella hacia atrás. Pasaron unos segundos que se les hicieron muy largos. Gabriel se detuvo, flexionó los dedos y volvió a intentarlo. Kallorek y sus gólems lo miraron en silencio. Sin duda el agente se lo estaba pasando muy bien, pero a los gólems no parecía importarles una mierda nada de lo que ocurría a su alrededor. Clay se dio cuenta de que había aguantado la respiración. Rezó en silencio para que Vellichor se soltase de repente y se oyese el sonido metálico de la espada al caer al suelo.

Pero en lugar de eso lo que oyó fue un tenue gimoteo, tan sutil que parecía venir desde muy lejos. Luego se empezó a oír cada vez más alto, hasta convertirse en un chillido largo y persistente emitido por Gabriel al tirar con todas sus fuerzas de la espada. Terminó por rendirse y se quedó junto a la estatua jadeando y mirándose las manos como si acabaran de traicionarlo.

—Bueno, Mano Lenta. —Kallorek había vuelto a adoptar ese tono conciliador y amable—. Veo que aún tienes Corazón Tiznado. Cuando vuelvas a tu casa en el norte, seguro que volverás a colgarlo de una pared, qué desperdicio. ¿Qué te parece si te lo compro?

—No está a la venta —replicó Clay, a quien no le gustaba para nada el giro que acababa de tomar la conversación.

—Pero, venga, qué más te da, hombre. Diría que una reliquia como esa vale unas... ¿Qué te parecen quinientas marcoronas? Seguro que un hombre como tú aprovecha mejor el dinero que un escudo viejo y deteriorado, ¿verdad?

“¡Quinientas marcoronas!”

Clay intentó mantener el rostro impertérrito. Kallorek nunca había sido una persona dada a regateos si podía zanjar el negocio de un plumazo. Quinientas monedas de oro serían la puerta a una nueva vida. Podría enviar a su hija a una buena universidad en Hozford. Dejar de trabajar en la guardia de la ciudad y también abrir esa posada de la que Ginny y él tanto habían hablado. Siempre se había imaginado que colocaría a Corazón Tiznado en un lugar de honor sobre la chimenea de esa supuesta posada, pero ya se le ocurriría otra cosa que poner en aquel lugar. Puede que un cuadro. O la cabeza de un venado. ¿A quién no le gusta contemplar la mirada perdida de la cabeza cercenada de un animal mientras disfruta de una buena cena?

Kallorek se dio cuenta del titubeo de Clay y continuó, con el tono dulce y embaucador de un delicioso sirope.

—Te has embarcado en una misión imposible, Mano Lenta. Tendrás suerte si lo único que pierdes en ella es ese escudo. —Cabeceó hacia Gabriel, quien se había subido a la estatua e intentaba desesperado arrancarle los dedos de piedra—. ¿De verdad quieres arriesgarte a cruzar la Tierra Salvaje Primigenia? Si no te matan los monstruos, te matarán los hombres ferales. O la podredumbre... —Negó con la cabeza—. ¿Y de verdad crees que el resto de la banda lo dejará todo para unirse a vosotros? Moog ha montado un buen negocio que lo mantiene ocupado. Matrick se ha convertido en rey, así que no pienses ni por asomo que va a dejar de serlo por vosotros. Y Ganelon... Ganelon os odia lo que no está escrito, y creo que por razones más que justificadas.

—¡Ay!

Gabe acababa de cortarse con el filo de Vellichor. Se llevó la mano llena de sangre al pecho y le dio unas buenas patadas a la hoja con la esperanza de que se soltase de una vez.

“El pobre Vespian tiene que estar revolviéndose en su tumba”, pensó Clay. No pudo evitar sonreír al pensar que quizá las palabras que le había dicho en su lecho de muerte habían sido: “Dale unas buenas patadas cuando lo necesites...”.

Kallorek rio.

—La estatua tiene un encantamiento —dijo a Clay—. Nunca la soltará a menos que se rompa el hechizo. No podía arriesgarme a que me la robara el primero que entrase aquí, ¿no crees?

Clay suspiró. Sabía que tenía que decírselo a Gabriel, aunque a su amigo no iba a gustarle nada. Kallorek había tomado el suspiro y el silencio posterior de Clay por una señal de resignación.

—Sabía que entrarías en razón, Mano Lenta. Siempre fuiste el más listo del grupo. Francamente, me sorprende que Gabe haya podido arrastrarte hasta aquí, pero parece que al final te ha salido bien la jugada, ¿eh? Venga, déjame ese escudo e iré a buscarte el dinero.

Clay le dedicó una sonrisa educada.

—Ni de broma, Kal.

La enorme sonrisa del agente se encogió como una polla al entrar en contacto con el agua helada.

—Vaya. ¿Ni de broma? —Kallorek se colocó frente a Clay al ver que él había empezado a avanzar hacia la tarima—. Rosa está muerta. Lo sé. Valery lo sabe. Vosotros sois los únicos bufones a este lado de la Tierra Salvaje que parecen no haberse enterado aún. Ha muerto, igual que morirá Gabe si es tan imbécil como para ir en su busca. —El agente estaba tan cerca que a Clay le llegó el olor nauseabundo de su aliento—. Mi oferta por el escudo acaba de cambiar. Cien marcoronas. Acepta las cien monedas y te prometo que no te tiraré a ti ni a ese saco de mierda a la puta piscina con una coraza completa. ¿Qué me dices?

—¿Qué piscina? —preguntó Clay y, al ver que el agente empezaba a coger aire para responderle con rabia, agarró el medallón que había usado para controlar a los gólems y le dio un fuerte puñetazo en la cara. Kallorek trastabilló hacia detrás, se tropezó con el sarcófago dorado de Kit el Inmortal y la cadena del medallón salió despedida por los aires en una explosión de eslabones rotos.

—A ver qué te parece mi contraoferta, Kal —dijo Clay al tiempo que examinaba el medallón. Le dio la impresión de que había empezado a vibrarle en la mano y lo notó extrañamente cálido al tacto—. Empiezas a correr como si te fuese la vida en ello y te doy cinco segundos de ventaja antes de ordenarle a estos chicos —Señaló a los dos centinelas acechantes— que hagan contigo un delicioso bocadillo de gólem.

Kallorek tenía el rostro cubierto de sangre roja y oscura. Se tocó un diente como si pensase que el puñetazo de Clay se lo había partido.

—Pero ¡hijo de puta! Te juro por las tetas de la Reina del Invierno que...

—Cuatro... —empezó a contar Clay.

—Clay, por favor —dijo el agente, que parecía haber cambiado de estrategia—. ¡Era broma! Ha sido la monda, ¿verdad? Venga, no creo que vayas a...

—Tres...

—Un momento. Y si...

—Dos...

Kallorek salió disparado fuera de la capilla. Clay esperó a que se hubiesen dejado de oír sus pasos y luego se acercó a la tarima. Gabriel estaba tirado junto a los pies de la estatua con los brazos extendidos a los costados. La sangre de los dedos de su mano derecha goteaba sobre el suelo de piedra.

—Gabe...

—¿Crees que tiene razón?

Clay parpadeó.

—¿A qué te refieres?

—A lo que ha dicho sobre Rosa. ¿También tú crees que está muerta?

“Podría estarlo”, pensó Clay, aunque no llegó a decirlo.

—La encontraremos, Gabe. Pero para eso vamos a tener que salir de aquí ya mismo. Seguro que Kal ha ido a llamar a sus guardias.

Oyó los gritos del agente en el exterior de la capilla. También oyó cerca de ellos el chirrido de una piedra. Echó un vistazo alrededor y vio que la pesada tapa del sarcófago con el que habían tropezado tanto él como Kal se había entreabierto un poco. Un par de dedos disecados se aferraron al borde para empujarla.

Kit el Inmortal estaba a punto de escapar, y Clay parecía tener claro que no era una criatura que estuviese viva.

Decidió que lo mejor era estar bien lejos cuando terminara de salir del sarcófago. Aferró y levantó el medallón que controlaba a los gólems sin estar convencido de si era necesario que los constructos vieran que los controlaba gracias al objeto.

—Tú. Cógelo —ordenó a uno, que empezó a moverse para obedecer. Luego señaló la pared y le dio una orden al otro—: Tú, haz una puerta ahí, por favor.

“¿Le estás pidiendo algo por favor a un gólem, Cooper? Bueno, Ginny estaría orgullosa...”

Los ojos rúnicos del autómata resplandecieron verdes y obedeció la orden de Clay cargando contra la pared de ladrillos para luego empezar a darle golpes con los puños hasta que abrió un hueco lo bastante grande. La brisa nocturna trajo consigo los olores de la ciudad que había a los pies de la colina: el humo y la peste agria de los humanos al revolcarse por el lodo.

—Venga, vamos —dijo Clay. Siguió al primer gólem al exterior mientras el otro se afanaba detrás de ellos con Gabe en brazos.

Reyes de la tierra salvaje (versión española)

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