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Nadando con tiburones

En medio de la casa de Kallorek había un estanque. El agua era tan cristalina que Clay vio hasta las baldosas blancas y azules del fondo. No había peces ni ranas. Tampoco lirios ni juncos ni libélulas sobrevolando la superficie. Solo había... agua vacía.

—¿Para qué coño quiere esto? —preguntó Clay.

Gabriel no respondió. Había vuelto a quedarse en silencio, sentado en una silla de mimbre que había junto a la orilla del estanque y atosigado por sus pensamientos. Clay supuso que era lo normal, ya que habían venido a suplicar a Kallorek que le devolviese la espada, lo que ya habría sido incómodo de por sí aunque el antiguo agente no estuviese también en posesión de otra cosa que también había pertenecido a Gabe en el pasado: su mujer, Valery.

Aún no la habían visto, pero sí que habían oído su voz cuando un sirviente los guio hasta aquel lugar y les dijo que esperasen. Gabriel se quedó de piedra al oírla, como un ratón aterrorizado por el ulular de un búho.

Una de las muchas cosas buenas que Clay había aprendido de su mujer era la de ver siempre el lado bueno de las cosas, pensar que, por muy mal que fuera todo, siempre había alguien en algún lugar que seguro lo estaba pasando peor. Solo tuvo que mirar los hombros encorvados de Gabe y fijarse en los movimientos breves y cargados de preocupación de los dedos que descansaban sobre su regazo para sentirse el hombre más afortunado de la sala.

Al menos hasta que llegó el propio Kallorek. El agente estaba envuelto en una túnica añil de una seda tan fina que parecía fluir como el agua sobre su voluminosa panza. Colgadas alrededor del cuello llevaba varias cadenas de oro que parecían muy pesadas. En cada uno de sus dedos relucía un anillo coronado por una llamativa gema, parecida a las que colgaban de los lóbulos de sus orejas. Clay había visto a reyes con menos adornos encima.

—¡Chicos! —El anfitrión consiguió obligar a Clay y Gabriel a que le dieran un abrazo incómodo. Su barba gris y recortada, que antaño estaba áspera como un cepillo para caballos, ahora estaba muy suave, trenzada con maestría y untada con aceites aromáticos. Su rubicunda piel desprendía un aroma a sándalo y a lilas que ocultaba el olor agrio de su sudor, que tenía un deje tan desagradable que algunos habían empezado a llamarlo “el orco”. Sin que él se enterase, claro.

Kallorek los soltó al fin y luego extendió un brazo para tocarlos a ambos sin dejar de sonreír.

—Gabe el Gualdo y el mismísimo Mano Lenta —dijo con tono melancólico—. ¡Leyendas vivas de las bandas! ¡Los Reyes de la puta Tierra Salvaje, joder! Se te ve fresco como una lechuga, Cooper. Tú pareces algo cansado, Gabe. ¡Y viejo! Por los dioses de Grandual, tío, ¿qué te pasa? ¿La bebida otra vez? ¿La rasca? No me digas que tienes la puta podredumbre.

Gabriel intentó responder con una sonrisa, pero fracasó estrepitosamente.

—Solo estoy cansado, Kal. Y viejo. Y... —Se quedó en silencio y el rostro se le ensombreció aún más—. Tengo que hablar con Valery y... pedirte un favor.

Kallorek lo miró con recelo por un instante, pero luego volvió a sonreír.

—Claro, todo a su tiempo. ¡Primero será mejor que te quites toda esa mugre que llevas encima! ¿Queréis que abramos un barril y comamos algo? ¿Tenéis hambre?

—¡Nos morimos de hambre! —exclamó Clay.

—¡Era de esperar! —Kallorek dio una palmada con sus manazas—. Venga, a la piscina los dos. Os tendré preparada una buena comilona cuando os hayáis refrescado un poco.

Al ver que los invitados no hacían amago alguno de moverse, Kallorek señaló el estanque que tenían detrás.

Clay lo miró por encima del hombro y luego volvió a contemplar a su anfitrión. Se encogió de hombros.

—La piscina —insistió Kallorek sin dejar de señalar—. Esa piscina de ahí.

—¿Te refieres al estanque?

—Me refiero a la piscina —gruñó el agente—. Podéis meteros y nadar un poco.

Acompañó las palabras con unos aspavientos que hicieron tintinear toda la joyería que llevaba encima.

Clay examinó el estanque.

—Pero ¿nadar adónde? —preguntó.

—¿Cómo que “nadar adónde”? —repitió Kallorek con el ceño aún más fruncido.

—¿Es una fuente de sanación? —preguntó Gabe. Extendió un poco el brazo e hizo un mohín cuando lo abrió del todo—. Porque diría que tengo el codo un poco...

—Mira, ¡que le den a tu puto codo! —exclamó Kallorek. Clay se había olvidado de la poca paciencia que tenía el agente. Podía estar dedicándote una sonrisa de oreja a oreja en un momento dado, y un segundo después...—. No es una fuente ni un estanque ni la puta bañera de una nereida. Es una piscina, joder. ¡Una piscina! Sirve para nadar y relajarse.

Clay sabía muy bien que sugerir a Kallorek que la probara él primero para nadar solo serviría para provocarlo más, pero Gabriel no. Por eso, cuando lo vio abrir la boca para comentarlo, lo empujó con fuerza al agua, donde chapoteó y braceó como un perro para volver al borde.

La rabia de Kallorek desapareció, y empezó a reír a carcajada limpia con tanta fuerza que acabó enjugándose las lágrimas.

—Tenías razón —dijo Clay—. Ya me siento mucho mejor.

Una de las características de Kallorek sobre las que no cabía duda es que era tan vil como un sapo de dos cabezas. Pero otra era que aquel gordo cabrón se las apañaba para comer muy bien.

La comida dejó a Clay en un estado de casi euforia y desconcierto que agradeció doblemente, porque Valery (que también parecía desconcertada) había decidido acompañarlos a la mesa. No dijo gran cosa, pero sí que se dedicó a soltar una gran cantidad de suspiros y a reír entre dientes de vez en cuando al oír alguna ocurrencia que solo ella encontraba divertida, como cuando oyó el ruido que hicieron dos de sus coles con sirope o el del cuchillo al rechinar una y otra y otra y otra vez contra la miel crujiente que cubría la piel de su enrollado de lomo de cerdo.

Clay era incapaz de apartar la mirada de las cicatrices medio ocultas que se entreveían debajo de las mangas de su camisa. Gabriel le había dicho que Valery había tenido problemas con la rasca, una droga que se fabricaba con el veneno de los gusanos aturdidores y que se introducía en el cuerpo realizando unos pequeños cortes en la piel de la cara interior de los brazos. Por lo visto aún no la había dejado, porque algunos de los cortes estaban rojos como si fuesen recientes.

Al verla ahora, Clay casi no podía creer que fuese la misma mujer de la que Gabe se había enamorado hacía tantos años, la mujer que muchos decían que había terminado por ser la única responsable de la ruptura de una de las mejores bandas de mercenarios de la historia de Grandual. No lo era, claro. Ese honor correspondía a otra mujer. Pero aunque Valery no hubiese sido responsable del hundimiento del barco, sí que se había encargado de hacer unos buenos agujeros en el casco.

Gabe y Val se habían conocido en la Feria de la Guerra, un festival trienal que se llevaba a cabo en las ruinas de Kaladar, uno de los lugares más importantes del Dominio. Durante tres días desenfrenados de finales de otoño, todas las bandas, bardos y agentes de cada uno de los cinco reinos se reunían para luchar, follar y beber hasta la extenuación. Pero Valery había acudido a la feria a modo de protesta. En aquella época formaba parte de una facción llamada los Buenrollistas, que tenía la opinión idealista e impopular de que los humanos y los monstruos podían coexistir en paz. Para demostrar sus puntos de vista, decidieron intentar prender fuego a la enorme caravana de Saga, hogar sobre ruedas que la banda usaba como base de operaciones.

Se consiguió echar del lugar a los Buenrollistas antes de que pudieran hacer daño alguno a la banda, pero Valery fue secuestrada por Gabriel, quien había insistido en que esta acudiera a la fiesta que iban a celebrar en el interior de la caravana. Clay recordó el ridículo aspecto que tenía una mujer así sentada entre tantos mercenarios curtidos y pendencieros: era alta, muy flaca, con la piel de marfil y un cabello que más bien parecía oro con textura de seda. Llevaba un vestido de tubo y una corona de flores sobre la frente. Clay había comentado que parecía una princesa acompañada por orcos, aunque estaba seguro de que nadie lo había llegado a oír.

Sea como fuere, Gabriel y ella habían estado colados el uno por el otro desde el principio. Clay había oído decir que había parejas que eran como el fuego y el hielo, pero aunque Gabe y Val tenían ideologías bien diferenciadas, se podría decir más bien que eran espadas idénticas que no dejaban de entrechocar. Ya fuera entre llamaradas o en una tormenta de hielo. Lo que había comenzado como unas preguntas en broma hechas por Gabriel para divertir a sus compañeros terminó por convertirse en una conversación muy intensa, luego en una discusión acalorada y finalmente en un violento enfrentamiento de gritos durante el que Valery intentó por segunda vez quemar la carreta de guerra de Saga al lanzar un farol contra la cabeza del líder.

Al día siguiente ya estaban perdidamente enamorados.

Val dejó a los Buenrollistas, una decisión que resultó ser muy oportuna, ya que la semana siguiente aceptaron la invitación a un banquete de centauros salvajes sin llegar a darse cuenta de que el plato principal del banquete, eran ellos. Valery acompañó a Saga en su siguiente gira, a pesar de que solía discutir con Kallorek a la hora de elegir el siguiente bolo de la banda. Gabriel empezó a consultar con Valery cada vez más a menudo temas que concernían a todos, algo que a Clay y a Moog no les importaba demasiado, pero que no sentó muy bien a Matrick ni a Ganelon, quien soportaba la repulsa que sentía ella por su naturaleza violenta como una montaña soporta a las cabras que retozan por sus laderas. Así transcurrieron los días hasta que Val puso la primera de sus flores en el pelo de Gabe...

Gabe le dio un fuerte codazo a Clay en las costillas para recordarle que acababan de hacerle una pregunta.

—Sí. No. ¿Qué? —respondió con intención de cubrir todos los flancos.

—¿Qué edad tiene tu pequeña? —repitió Kal—. ¿Se llamaba Talyn?

—Tally. Cumplió nueve años el verano pasado.

—¿Tally? ¿Es diminutivo de algún otro nombre?

—De Talia —respondió Clay.

—Mmm. —Kallorek puso menos interés en la respuesta de Clay que el que estaba poniendo mientras untaba salsa de ternera en una rebanada de pan a rebosar de mantequilla—. ¿Y la vuestra, Gabe?

Gabe estaba frente al agente, sentado con la espalda bien apoyada hacia detrás y las manos en el regazo. Casi no había tocado la comida.

—¿Mi qué? —preguntó.

—Tu hija —dijo Kallorek con la boca llena—. Ella y esa pandilla de marginados que llama banda pasaron por aquí hace... ¿Unos siete u ocho meses? Dijo que los habían contratado para algo apoteósico, pero que no necesitaba agente y que andaba buscando ayuda financiera. Me pidió que le dejara algo de equipo.

—¿Rosa estuvo aquí? —preguntó Gabe.

Kallorek se lamió la salsa de los dedos.

—Le dije que me lo iba a pensar, pero no tengo una organización benéfica. Soy un coleccionista. Un conservador de objetos poco comunes y cosas bonitas. —En ese momento cogió la mano de Valery, quizá inconscientemente o quizá no. Ella parpadeó como si una mariposa le hubiese pasado aleteando junto a la nariz, pero no dijo nada—. Sea como fuere, esa renacuaja me robó algunas reliquias de valor incalculable y se marchó en mitad de la noche. No sé nada de ella desde entonces.

Gabriel miró alrededor con gesto suplicante, pero Clay se encontraba a mitad de un largo y persistente sorbo de vino que tenía pensado alargar el tiempo necesario para que su amigo empezase a explicar lo que le había ocurrido a Rosa y la aventura en la que ellos dos se habían embarcado.

Mientras Gabe así lo hacía, Clay vio por encima de la copa cómo las cejas pobladas de Kallorek ascendían por su frente grasienta. Valery escuchó en silencio con expresión imperturbable y frotándose de vez en cuando los cortes de los brazos. Abrió los ojos como platos cuando oyó que se mencionaba Castia y por un instante se vislumbró en ellos un atisbo de pena, una pena tenue como al aullido de un prisionero que reverbera por las escaleras de una mazmorra, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Después de que Gabriel terminara de contarlo todo, Kallorek suspiró y se atusó la barba trenzada. Valery les dedicó una plácida sonrisa y murmuró sin dirigirse a nadie en particular:

—Muy bien.

El pobre Gabe puso una cara que parecía que le acabaran de apuñalar. Clay tenía la esperanza de que ese recelo terminara por convertirse en rabia, pero Gabriel se limitó a negar con la cabeza y volvió a centrar la atención en el plato que tenía frente a sí.

Kallorek llamó a un sirviente para que acompañase a Valery a su habitación. Los tres empezaron a comer el postre (tarta de chocolate con crema batida y almendras por encima) y a beber una cerveza roja y dulce en un silencio algo incómodo. Al terminar, Kal les ofreció enseñarles su morada al completo, que había sido construida con la intención de convertirla en un gran templo dedicado al Vástago del Otoño.

—Invirtieron mucho dinero —les dijo—, pero ya tenían la mitad construida cuando alguien tuvo la brillante idea de que había que levantar otro templo así en la zanja. —La “zanja” era el nombre que los que vivían en las colinas de Conthas le daban al lecho del valle—. Y no tiene sentido subir por una colina para hablar con un dios cuando este te puede oír igual de bien desde abajo, ¿verdad?

—Yo me pregunto para qué hace falta un templo si se puede conseguir lo mismo gritando a los cielos —aventuró Clay.

Kallorek lo miró como si acabase de sugerir que se puede apagar un fuego tirando sobre él unos tocones de madera.

—Gritar a los... Pero ¿a qué coño ha venido eso, Mano Lenta?

—A nada. Da igual.

—Sea como fuere —continuó Kal poco después—, los sacerdotes del templo de arriba se quedaron sin dinero, por lo que aproveché el momento para comprarles la estructura a precio de ganga.

Recorrieron un jardín abierto y siguieron un sendero de piedra que serpenteaba entre manzanos llenos de frutas. Vieron varias patrullas que recorrían las murallas del lugar, una medida disuasoria necesaria, explicó Kallorek, ya que la capilla ahora albergaba su cada vez más valiosa colección de objetos extraños.

—¿Aún trabajas con mercenarios? —preguntó Clay.

—Pues claro —aseguró Kal—, pero ya no es como en los viejos tiempos. El trabajo ha empezado a quedárseme grande, así que he tenido que asignar un agente para cada banda. Realizan los trabajos más insignificantes: trasgos y ese tipo de cosas, mientras que yo me dedico a los importantes, los cuales encargo a la banda que creo que puede hacerlos bien. Yo me llevo la mitad, el agente un diez por ciento y la banda se reparte el resto.

“¿La mitad?”

De haber seguido comiendo, Clay se habría ahogado. Las cosas habían cambiado drásticamente desde la época en la que ellos iban de gira. En el pasado, Kallorek compartía un quince por ciento con el resto de miembros de Saga. El diez restante supuestamente correspondía al bardo, pero ninguno de los bardos de Saga había vivido lo suficiente como para llegar a cobrar su parte, razón por la que esta se usaba sobre todo para lo que Gabe llamaba “cosas imprescindibles para una aventura”, que era un eufemismo para referirse al tabaco, la priva y la compañía de todo un regimiento de mujeres. Al descubrir cuánto ganaban hoy en día los mercenarios, la vida que se podía permitir Kallorek dejó de sorprenderlo.

—Bueno, ¿y qué clientes tienes ahora? —preguntó Gabe mientras se acercaban a un par de puertas de bronce muy altas—. ¿Alguna banda que conozcamos?

Kallorek reprimió la risa al oír la pregunta.

—Cualquiera que conozcáis. Tengo agentes por todo Agria. No hay una banda en todo Cincorreinos de la que no me lleve un buen pellizco. Bueno, puede que vuestros antiguos colegas de Vanguardia sean los únicos.

—¿Vanguardia sigue con las giras? —preguntó Clay.

—La mayoría de ellos —dijo Kal, sin molestarse en explicar qué significaba lo que acababa de decir.

“Vanguardia”. Era un nombre que Clay llevaba mucho tiempo sin oír. Barret Trotanieves y sus eclécticos compañeros de banda, Ashe, Tiamax y Puerco, habían sido rivales amistosos de Saga en el pasado. Enterarse de que aún seguían dando guerra por los caminos después de todos los años que habían pasado... hizo que a Clay le doliese la espalda solo de pensarlo.

—Si alguien consigue espantar a un grupo de kobolds de una alcantarilla, me da para comprar una cubertería de plata —dijo Kal—. Si consiguen hacerse con el botín de una madre de basiliscos, me da para construir una nueva sección en la casa.

—O para poner un estanque —apuntilló Clay.

—Una piscina, querrás decir —corrigió el agente al instante.

—¿Y qué es lo que he dicho?

—Has dicho un estanque...

—¿Dónde está mi espada? —interrumpió Gabe.

Kallorek frunció el ceño.

—¿A qué viene eso ahora?

—Vellichor. ¿Dónde está?

Kal puso cara de póquer. Daba la impresión de ser un padre que intentaba decidir la mejor manera de imponer su disciplina a un hijo revoltoso. Llegaron ante las enormes puertas de bronce, y el agente abrió una para luego indicar a Clay y Gabriel que lo acompañaran al interior.

—Por aquí —dijo.

Reyes de la tierra salvaje (versión española)

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