Читать книгу Con voz propia - Нина - Страница 10

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El abuelo Joan murió hace diez años, tenía noventa y ocho. Durante los últimos meses ya no sabía qué hacer para aferrarse con fuerza a la vida y arañarle un año más… «Hombre, si pudiera vivir un poquico más», me decía desde la cama. Me pregunto qué debía de sentir el abuelo cuando miraba hacia atrás. Vivir noventa y ocho años, dos guerras mundiales, una guerra civil, una posguerra y una dictadura de cuarenta años da para sentir un poco de vértigo. El abuelo era de pocas palabras, pero de repente, cuando le venía a la cabeza un capítulo de su vida, empezaba a narrarlo sin previo aviso. No le hacía falta. Como al actor que una vez en el escenario sabe que el público está allí, expectante, dispuesto a sumergirse en la historia que está a punto de explicar. El público, claro está, éramos los de casa. Me encantaba escuchar al abuelo explicando las batallas de la guerra civil y, en particular, cuando explicaba cómo lo hirieron cruzando el Ebro. Mientras narraba pausadamente los hechos con una descripción minuciosa, como si fuera la primera vez que él lo hacía y que yo lo oyera, le pedía que me enseñara los trozos de metralla que se le habían quedado incrustados en la parte interna del brazo derecho y que él jamás mostraba de no ser porque una nieta pesada se lo pedía insistentemente. Me divertía ver aquellos trocitos de bala que sobresalían de entre la musculatura del brazo cuando hacía una rotación externa con este. Ya ves tú qué gracia debía de hacerle al abuelo quedarse inmóvil en la cama durante un mes con la muerte rondándolo demasiado cerca. Es fácil comprender por qué se aferraba a la vida del modo en que lo hacía.

No sé si alguna vez el abuelo Joan recordaría las 14 palabras que me dirigió —seguro que no con la frecuencia e intensidad con las que yo las he recordado siempre— el día que le planteé, aun no sé con qué valor, que el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente en clase de música me había sugerido tomar clases particulares de solfeo con el objetivo de cultivar y potenciar mi, según él, singular oído. Creo que escogí un mal día para planteárselo, había demasiadas cajas de bragas por cortar. «Siéntate aquí y corta esa caja de bragas que ya te enseñaré yo solfeo», me soltó por respuesta con el humor fino y socarrón que caracterizaba a aquel hombre que con once años emigró de su Andalucía, dejando atrás la caseta de la vía del tren en Los Gallardos, la aldea donde vivía y trabajaba con su padre y desde donde, una vez por semana, se desplazaba en burra hacia el pueblo de donde provenían, Palomares, para llevarles comida a la madre y las hermanas. Pasaba un día entero para ir y otro para volver. Un trayecto que hoy se hace en quince minutos. No solo entendí perfectamente la respuesta del abuelo sino que la esperaba. De hecho, la sabía incluso antes de que me la diera. Éramos pequeños, pero teníamos plena consciencia de la situación en casa. Trabajar, ahorrar y sacrificarse formaba parte de nuestro pan de cada día y era de lo más normal. No lo vivíamos como algo excepcional. Tenía que olvidarme de solfeos y puñetas y seguir cortando bragas. Las llegué a odiar, las bragas, quedé muy harta de cortar sus gomas, una caja tras otra.

Si hoy me encontrara por la calle al profesor de música francés, lo abrazaría y le daría infinitas gracias. Años más tarde entendí su gesto y supe apreciar y valorar la intención educativa en que se apoyaban las palabras que me dirigió. Potenciar las habilidades con las que nacemos y por las que destacamos cuando somos pequeños debería ser el objetivo prioritario del sistema educativo, casi obligatorio, diría, si no fuera porque la palabra me provoca cierta urticaria. Todos nacemos con unas habilidades, un don. Llamadlo como queráis. El talento reside en algún giro de nuestro cerebro. Y aunque no tengamos ninguna prueba de ello, lo cierto es que el talento existe y crea gran admiración hacia los que lo poseen o, mejor dicho, para los que pueden y saben cultivarlo y desarrollarlo mediante la formación, el esfuerzo y la constancia. Nadie nos asegura que algún día lleguemos a ser Mozart, Einstein o Messi; no obstante, no hay otro camino que detectar el talento, formarlo y gestionarlo sabiamente para destacar, disfrutar, ser felices y sentirnos y ser útiles a nuestra sociedad.

Si hoy pudiera hablar con el abuelo Joan horas y horas como lo hacía antes, le daría gracias una y otra vez. Lo sabía cuando estaba vivo, pero cuando se fue aun me di más cuenta de la brutal herencia que me había dejado en cada una de sus palabras y acciones. El abuelo Joan, y tantos otros abuelos, nos han dejado en estima y ejemplo el patrimonio más valioso que ningún niño podrá tener jamás. Años más tarde, al comenzar a cantar profesionalmente, inicié los estudios del dichoso solfeo, pero nunca le dije al abuelo que el lenguaje musical me aburría hasta límites insospechados, que me dormía llevando el compás y que me mareaba solo con pensar que tenía que leer en tantas claves. ¿No bastaba con la de sol? ¡Pobre de mí! Entonces no tenía ni idea del puñado de disciplinas que tendría que aprender para poder desarrollar el oficio con todas las garantías. Yo solo quería cantar. Para hacer el oficio hacían falta dos cosas muy básicas: amarlo y dominar ciertas habilidades. Si quería desarrollar el oficio de cantante, tenía que comprometerme a conocerlo, y eso quería decir batallar en una colección de frentes que se me abrían delante. Se me amontonaba el trabajo, pues, y no precisamente cortando las gomas de las bragas. Ahora prácticamente no se ven overlocks, la gente no tiene telares en casa para ganarse la vida. Pero a menudo, en las sastrerías de los teatros, cuando veo una máquina de coser, un tornamallas o unas tijeras, me dan escalofríos.

Con voz propia

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