Читать книгу Con voz propia - Нина - Страница 23

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Hice la maleta para irme cuatro meses a Madrid y me quedé cinco años. Qué fácil era irse de casa a los diecinueve años con un contrato bajo el brazo para participar en uno de los programas de más éxito de la historia de la televisión. Durante aquellos cinco años, además de pasar a formar parte de la factoría de azafatas discovered & made by Chicho, representé a España en el Festival de Eurovisión y grabé dos discos. Pero una vez terminado el contrato con la tele, el resto no fue tan fácil. Lo cierto es que durante aquellos cinco años me morí literalmente de asco. Ni personal ni profesionalmente guardo un buen recuerdo de aquella época. Pero tampoco sería verdad, o del todo exacto, decir que tengo un mal recuerdo. Digamos que es una mezcla de sentimientos contradictorios, de ilusión infinita y decepción profunda. Fruto de esta mezcla de condimentos resultó un plato de sabor agridulce. Hete aquí. De aquella etapa hay dos aprendizajes clave y de gran valor: por un lado, el maestrazgo de grandes profesionales y la experiencia adquirida en los platós; y por el otro, llegar a la conclusión de que en la vida lo más relevante no es saber con exactitud qué quieres sino saber con certeza qué no quieres. Si los primeros cinco años de oficio contribuían a colocar los cimientos de la casa, los cinco siguientes fueron básicos para entender que para armar con garantías el edificio había que hacerlo con personas que fueran profesionales y profesionales que fueran personas. La lección consistía en aprender a decir no. Un no a tiempo y dentro del compás necesario. Un no rotundo y firme pero educado y a la persona indicada. La lección consistía también en tomar las riendas y tirar del carro profesional y artístico, hecho que implicaba defenestrar a los que se empeñaban en ir poniendo palos en las ruedas. Hacía falta apartarlos y apartarse de ellos, dejar de compartir ruta y hacer camino en mejor compañía o sola. Qué fácil es estrellarse cuando no miras cómo y dónde pisas. Cambiar los entoldados por la televisión, además de artístico, fue un potente aprendizaje personal.

Aquellos primeros años de oficio con las orquestas, aquellos primeros pequeños pasos, lentos y firmes, habían servido de mucho, pero no eran suficientes para afrontar el tramo de camino que venía. De un día para otro, la vida me hacía caminar por una superficie de pendiente peligrosamente pronunciada, en la cual me resultaba difícil moverme al ritmo que me era familiar. La realidad hacía tanta pendiente que la gravedad se te llevaba y solo podías correr. Y ya se sabe que en las pendientes más vale ser prudente y disminuir la marcha si uno no quiere espachurrarse las rodillas. Pero a aquella pendiente no la detenía nada ni nadie. Y yo me veía a mí misma —y me veo aun— bajando a toda velocidad. Como una especie de esquiador de fondo aficionado y temerario que no conoce ni el terreno ni las condiciones ni la técnica de lo que se propone hacer.

Aprendí a convivir con la fama a la vez que procuré tocar siempre con los pies en el suelo. Dos cuestiones que a partir de ese momento irían ligadas para siempre. Reconozco que siempre me ha obsesionado tocar los pies en el suelo, quizás porque he navegado a menudo en el barco de la popularidad desempeñando un oficio poco reconocido y valorado e inestable por naturaleza. Así las cosas, sin ningún tipo de transición, de la noche a la mañana, y nunca mejor dicho, había empezado a vivir otra realidad, sin progresión ni tiempo para digerirla. No hay cerebro humano preparado para la popularidad. Hete aquí que algunos cerebros pierden el norte cuando experimentan una sobreexposición mediática. ¡Claro que si algunos pierden las coordenadas quizás sea porque nunca las han tenido del todo claras! ¿Dónde quedaba el canto dentro de esa marea de gestión humana y artística? Yo solo quería cantar. Tantas monsergas…

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