Читать книгу Con voz propia - Нина - Страница 18

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El Sr. Bofill cogía la silla de madera, la bajaba del entarimado donde tocábamos y la alineaba de lado. Se sentaba. Apoyaba el codo derecho en la madera de la tarima, cerraba el puño y con delicadeza apoyaba en él la mejilla. Dormía profundamente, ajeno a los decibelios generados por el barullo del público durante la media parte del baile, hasta que Emili Juanals gritaba: «¡Chicos! ¿Nos vamos?». Este era el grito de guerra. Al oír estas palabras —exactamente siempre las mismas— todo el mundo corría a coger el instrumento. El Sr. Bofill era el único que no se impacientaba. Por nada. Se levantaba tranquilamente de la silla con una elegancia difícil de explicar, la plegaba y colocaba la embocadura del saxo a la boca como si nunca hubiera existido aquella media parte de descanso. Tenía sesenta y dos años, el Sr. Bofill. Era hombre de pocas palabras y sonrisa dulcísima. Siempre me impresionó el orden, la disciplina y tranquilidad de aquel hombre, atributos que sin duda debían de ayudarlo a hacer un trabajo durísimo durante toda su vida. Un músico de cobla-orquesta como tantos otros que al llegar de madrugada a casa dormía tan solo unas horas para incorporarse temprano a otro trabajo. Casi todos desempeñaban dos oficios. En la provincia de Girona y en el circuito musical del que hablo, llegar de tocar a las tantas de la madrugada e ir a trabajar al cabo de unas horas era un hecho de lo más habitual. Los músicos, además de hacer de músico, tenían otras ocupaciones. «¿En qué trabajas?» «¿Yo? Soy músico.» «Ya… pero ¿de qué vives?» No es un chiste. Lo había oído preguntar en más de una ocasión. Llevábamos una vida de titiriteros. Añorábamos la comida de casa, la cama y el cojín. Al terminar el verano, además de un puñado de kilómetros y escenarios, acumulábamos sueño, mal comer y mal humor. Por una cuestión de salud hacíamos el esfuerzo, con mayor o menor fortuna, de no dirigirnos demasiado la palabra como medida de protección de nuestra integridad física. Una vez terminado el período de actuaciones masivas, cuando nos reencontrábamos de nuevo en otoño para algún bolo esporádico, las bregas del verano ya se habían difuminado. En resumidas cuentas todo era como un intensivo avanzado sobre convivencia —y supervivencia— que compartíamos juntos, en el escenario y fuera de él, a tiempo completo, por así decirlo. De los músicos con los que tuve el privilegio de compartir aquellos cinco primeros años de vida profesional heredé un know-how impagable sobre gestión en relaciones humanas. Recuerdo intensamente aquella época. Está lejos en el tiempo, muy lejos, y en cambio tan presente en el pensamiento y el corazón. Un sentimiento de estima profunda me invade cuando pienso en ello. Estima hacia unos músicos de los que aprendí lo que verdaderamente hace falta saber sobre este oficio, lecciones imposibles de encontrar en el plan de estudios de ninguna carrera universitaria. No sé cómo habría sido mi trayectoria en el caso de haber vivido otros inicios. Lo que sí sé es que aquel aprendizaje ha marcado profundamente cada uno de los pasos que han venido después.

Con voz propia

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