Читать книгу Con voz propia - Нина - Страница 8

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El profesor de música me pidió que lo acompañara al cuarto de los pianos. Debía de tener unos diez años. Cursaba quinto de educación general básica, la EGB, como se llamaba entonces. La hermana Teresa era la tutora de las niñas de quinto. Digo niñas porque, entonces, chicos y chicas no íbamos juntos al colegio, al menos en las Dominicas de la Anunciata. No recuerdo el nombre del profesor de música, sin embargo recuerdo que era francés y que me aburría soberanamente en sus clases. Me apasionaba la música y me pasaba el día cantando, pero me aburría con la asignatura de música. Pensé que lo había notado y que por este motivo quería llamarme la atención o quizás quería regañarme porque una vez más me había pillado cantando mientras se daba el cambio de clase. Las compañeras aprovechaban siempre este inciso para pedírmelo: «¡Vaaa, vaaa! —me decían—, canta la de Lucecita», la sintonía de una radionovela que gozó de un éxito considerable a principios de los setenta. En casa, excepto por Semana Santa, la radio siempre sonaba. A las cuatro de la tarde, después de comer y una vez lavados los platos, se hacía un silencio sepulcral. Todo el mundo a escuchar el capítulo del día. La radio, a la fuerza, te obligaba a imaginar los personajes. Era a partir de sus voces, mejor dicho, de las voces de los actores que daban vida a los personajes, que el oyente se creaba la fisonomía de cada uno de ellos. Una voz grave, un galán guapote. Una vocecilla dulce, una chica rubia, delicada y delgada. Una voz ronca, el malo de la historia. Una voz fuerte y punzante, el personaje autoritario. Y así. La voz no solo te permitía crearte un físico a la carta de los personajes sino que, además, te informaba de su personalidad. Lucecita estuvo muchos años en antena y tuvo tanto éxito que incluso se hicieron folletines. Pero aquí se acabó la gracia. Me llevé una gran decepción al ver las caras de unos personajes que nada tenían que ver con la imagen mental que yo me había construido de ellos. Los personajes que aparecían fotografiados en la revista Lucecita no eran los míos, no eran aquellos que yo visualizaba mientras oía sus voces a través de las ondas. Tras aquella horrible experiencia, siempre he preferido no saber qué cara hay detrás de una voz que me seduce en la radio. Después de haber cantado el pedacito estrella de la sintonía de Lucecita, me fui al famoso cuarto con el profesor de música francés con quien me aburría soberanamente. Y allí, entre aquellos dos pianos verticales del año catapún y dos colchones llenos de polvo que sin faltar a la cita debíamos poner en fila y de pie en el otro paño de pared una vez acabada la clase de gimnasia, por primera vez me dijeron que tenía muy buen oído. No sé si eso de tener buen oído lo entendí demasiado bien por aquel entonces. Estaba más pendiente de ver si finalmente me echaba la bronca que de otra cosa. Me pidió que lo explicara en casa y que pidiera a mis padres que me llevaran a clases particulares de solfeo. ¿Clases particulares? ¿De solfeo? Bastante trabajo costaba ya en casa llegar a final de mes como para ir a ningún lado a tomar clases particulares de nada. En casa, la única música que sonaba —si es que se le puede llamar música aunque solo sea por su cadencia percutiva— era la de los motores de las máquinas de coser bragas. Mi abuelo por parte de madre trabajaba como encargado de una fábrica en Calella de Mar, como sereno en otra, y dedicaba los domingos, no por placer aunque le gustaba, a proyectar las dos películas en las sesiones de tarde y noche que daban en el cine Delfos de Pineda de Mar, el pueblo donde había emigrado a los once años de edad. No tenía un oficio concreto, mi abuelo. No lo tuvo nunca, pero sabía hacer de todo. Mi abuelo era eso que hoy llaman un perfil multidisciplinar. Tan multidisciplinar era, el abuelo Joan, que incluso fue capaz de construirse su propia casa. Se dedicó a ello en cuerpo y alma los fines de semana durante siete años, entre trabajo y trabajo, y con la ayuda de la yaya Catalina, que hacía las veces de peón. La yaya, la mama y las tres hijas —y a ratos muertos también el abuelo— trabajábamos en casa donde, en un porche cerrado que antes de serlo fue un patio, teníamos los telares. Ocho máquinas de coser overlock, las ubarloc, como las llamábamos. Montábamos, cosíamos, cortábamos, pulíamos y embolsábamos las bragas. Con eso entraban unos dinerillos en casa. No muchos, pero los suficientes para cenar un tomate con sal cada noche. Para redondear el sueldo, también planchábamos calcetines y cosíamos, doblábamos y embolsábamos polos, niquis y jerséis. Hablo de cuando tenía entre seis y diez años. De aquella época conservo un callo en el dedo corazón que me dejaron en herencia las tijeras con que cortaba la goma que enlazaba braga y braga. Conservo también un puñado de recuerdos imborrables de una infancia que no cambiaría por nada del mundo.

Tenía la absoluta certeza de que sería cantante. Es más, sabía que lo era, así me sentía y así lo expresaba cuando me preguntaban: «Y tú, guapa, ¿qué quieres ser de mayor?». «Yo soy cantante», respondía. Cantaba cuando iba a la montaña, al subir por la riera hacia la Font de Sant Jaume, al caer las tardes de verano, sentada en uno de los pilares más altos de la escuela, desde donde veía unas puestas de sol impresionantes, a la salida de la iglesia los domingos, cada día en el recreo, en el cambio de clase, en el centro excursionista de verano con el cau o en el centro cultural del pueblo por fiestas de Navidad. No me daba cuenta y cantaba incluso en la mesa, mientras comíamos, hasta que el abuelo Joan me reñía… «¿Es que se canta en la mesa cuando se come?», me decía. Yo le miraba y ni resollaba. El abuelo me hipnotizaba. Un solo gesto, mirada o palabra y me quedaba muda. Por lo que se ve, debía de cantar bastante, porque un día alguien me escuchó y me echó una mano por primera vez. Este alguien se llama Pere Fort. Un músico totalmente desconocido al que, aun teniendo el derecho de adjudicarse el papel de verdadero descubridor, jamás le he oído decir ni una palabra. Ha habido personas decisivas; Pere fue una de ellas.

Han pasado treinta años desde que subí a un escenario por primera vez y gané un sueldo de 7000 pesetas que no sabía ni cómo agradecer. Vendiendo zapatos, mi primer trabajo remunerado, ganaba 14 000 y 7000 las daba a mis padres. Ganar 7000 en un solo día por cantar durante tres horas fue una experiencia que tardé tiempo en entender y digerir. Treinta años no son muchos años, pero cuando miro atrás empiezo a sentir vértigo.


Con voz propia

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