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«Tenía más miedo a perder la voz que a morir. Porque si un político pierde su herramienta más valiosa ya está muerto». Aunque son sorprendentes, no me extrañaron nada las declaraciones de Lula da Silva a raíz de la superación del cáncer de laringe. Las de Lula son palabras de muchísima fuerza, contienen un gran valor porque describen, sin hacerlo explícitamente, lo que puede llegar a sentir alguien que pierde su principal herramienta de trabajo. El de Lula es un caso de patología grave en que, siendo la vida lo que está en juego, la gran preocupación es perder el motor que lo hace ser, desarrollarse personal y profesionalmente y resultar útil a su sociedad, a su país. Pero no nos hace falta ir tan lejos. Una simple disfonía[3] puede dejarnos fuera de juego y hacernos pasar un rato de profunda angustia. Si alguna vez te ha pasado, si alguna vez has perdido la voz en el momento en que necesitabas usarla y de forma exigente, sabrás muy bien de qué angustia te hablo. Salir al escenario en según qué condiciones vocales y saber que al otro lado hay gente que espera para oírte cantar es la sensación más angustiosa que jamás he vivido. Te sientes en peligro. Te invade una gran sensación de impotencia. Ves el riesgo que corres pero no hay absolutamente nada que esté en tus manos para evitarlo. Solo te acompaña la certeza de que abrirás la boca y el sonido no saldrá en condiciones o, simplemente, no saldrá. Cuando uno trabaja con la voz y la pierde se siente profundamente desamparado.

La voz no tiene recambio. Sería una gran cosa si dispusiéramos de uno, pero no hay ninguna otra pieza que substituya a una laringe y sus pliegues vocales, al menos manteniendo el sonido natural y la mecánica que utilizas a diario aunque la desconozcas. Los problemas vocales incomodan, asustan, crean incertezas profesionales y paralizan hasta tal punto que en lugar de correr al especialista de la voz, como haríamos si nos apareciera cualquier otro problema de salud, nos limitamos a esperar que pase la tormenta. Y pasa. Pero no nos engañemos. Que pase la dificultad y recuperemos la voz no quiere decir que hayamos eliminado el problema. Hablo, claro está, de los casos en que las disfonías y afonías persisten y aparecen de vez en cuando. En muchas ocasiones me encuentro con personas que hacen la pregunta del millón: «¿Qué puedo tomar?». Esto es lo primero que se pregunta cuando se pierde la voz o se sufre una disfonía. La voz no sabe nada de medicamentos ni de milagros. Querer recuperarla con la rapidez que se va una jaqueca cuando tomamos la pastilla de turno es del todo inútil. No podemos tomar nada porque no hay ningún remedio que actúe milagrosamente para recuperarla de un día para otro. En todo caso, se puede contribuir a su recuperación callando y durmiendo tanto como podamos mientras persistan los síntomas de agotamiento físico y/o vocal. El silencio bien administrado, un descanso de calidad, la rehabilitación vocal y el tiempo son el único tratamiento que verdaderamente funciona. Tan sencillo como esto. Cuando sufrimos un problema muscular acudimos al especialista para conocer el tipo y el alcance de la lesión. No difiere demasiado de lo deberíamos hacer cuando sentimos que nuestra voz no funciona bien. Un problema de voz es un problema de salud y cuando este aparece y persiste es necesario dirigirse a los profesionales médicos especializados en voz, cuya exploración y diagnóstico serán fundamentales para intervenir y tratar el problema de la forma más adecuada.

Todos tenemos una voz, e independientemente de si hacemos de ella un uso profesional o no, es fundamental cuidar el vehículo que nos da la posibilidad de comunicarnos con el mundo, sea para explicar un proyecto o para decir «te quiero». Insisto. Un problema de voz es un problema de salud, para todos, sin excepción.

Con voz propia

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