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Cantando a la buena gente

Ahora,

para mis compañeras,

estos placeres voy a celebrar,

con un hermoso canto.

Safo

Os voy a cantar la canción «Verde laurel», del cantante Alejandro Conde, les dije a mis compañeros de clase. Era la primera vez que me atrevía a entonarme con la guitarra fuera de la protección que me ofrecía la estructura del coro que habíamos formado meses antes en clase de música. Allí, solo, me senté en una de las mesas verde pálido que llenaban las aulas del colegio. Una aula, aquella, cuyas dimensiones se multiplicaron por dos a causa de mi habitual miedo escénico. Mi profesora María, la directora del colegio, se encontraba a mi lado, muy sorprendida y emocionada por el privilegio histórico que le suponía descubrir a un alumno prodigio para el cante. Con el paso de los años he podido comprender que todo asombro es comprensible y respetable, ya que viene precedido de reconocer un desconocimiento de lo otro, el reconocimiento de una falta. Y desde el silencio que crea la expectación de lo desconocido, cogí mi guitarra como el que porta un escudo y unas flechas para enfrentase a un peligro y me dispuse a cantar para mis compañeros de curso. Una audiencia que rompió a aplaudir con la fuerza de la gratitud que supone la ruptura de una rutina escolar vacía de emociones. Desde la simpatía que genera en muchas ocasiones lo extraño, algunos de ellos me invitaron a que me animara a cantar en la fiesta de fin de curso que tendría lugar meses después en el patio del colegio. Acepté sin caer en la cuenta de que el concierto sería delante de todo el alumnado y sus familiares. Hasta ese instante, no recuerdo haber actuado delante de un público tan numeroso. Mi repertorio de aquella tarde se compuso de unas sevillanas del cantaor José Galán y de unos fandangos de Antoñito Chacón pertenecientes a su disco A la buena gente.

In memoriam

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