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Ea

La primera nana que escuché fue la canción de cabecera de los dibujos animados infantiles titulados Marco. Mi madre tenía la costumbre de susurrármela al oído mientras me acunaba en su pecho para calmarme, ya que era demasiado grande y pesado como para dejarme dormir en su regazo. La entonación de mi madre me emocionaba y, desde el primer instante, empezó a fraguar en mí el sentido melancólico como forma de relacionarme con el mundo. La profunda angustia de no encontrar a una madre es parecida a la de quien busca sin éxito su voz en el universo del arte, o a la de quien sabe que no es escuchado por su Dios. De ella aprendí que una nana debe cantarse siempre en voz baja, pianísimo que dirían los clásicos, y no chillando, que es como la suelen cantar los flamencos.

Pese a no haber leído la conferencia sobre nanas o canciones de cuna de Federico García Lorca, mi madre, antes de entonar la melodía con cualquier letra que se inventaba, me daba una galleta o un trozo de bizcocho. Y es que ya nos enseñó el poeta granaíno que en la melodía, como en el dulce, se refugia la emoción de la historia. Al finalizar el ritual mariano, todo en la habitación eran sollozos de paz. ¿Un regalo para ella o para mí? Aquí el significado no se encarna en palabras, sino en arrullos y melodías inventadas con un suave aliento a modo de somnífero. Yo, como todo niño, ser inacabado, fui componiéndome de esa forma de improvisar ante una situación que demanda atención, cuidado y, sobre todo, escucha. Que viene el coco o el duende y te comerá, dice la letra popular. ¿Quién puede negar que mi vínculo con el flamenco no está influenciado también por mi madre y no sólo por las corrientes estéticas del flamenco de turno que tanto gustan a los periodistas musicales? Pues eso, que viene el duende y te comerá.

In memoriam

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