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Buena compañía

El coche era nuestra discoteca familiar. Subirse a él para emprender un trayecto, por corto que fuera, suponía el momento idóneo para disfrutar de aquellas casetes que la gustosa vagancia del hogar no nos invitaba a escuchar. La guantera de aquel Seat 131 de color gris, que como todo lo que compraba mi padre era de segunda mano, estaba siempre llena de nuevas adquisiciones musicales que encontrábamos en las muchas gasolineras en las que parábamos a repostar. Ir de viaje al pueblo y parar en una venta llamada El Puntal, situada entre Darro y Montejícar, donde se comía una carne a la brasa que nos reconciliaba con la miseria del pasado, llevaba implícito comprar varias de aquellas cintas. El criterio a seguir en nuestra búsqueda enfervorecida se basaba en encontrar las palabras clave: rumba, tangos, bulerías o fandangos, inscritas en algunas de las portadas a modo de anuncio publicitario, aunque en muchas ocasiones el anuncio no se ajustaba a los estilos contenidos. Nombres como los del Paquiro, el Zingaro o el Junco, con sus icónicas canciones, se convirtieron en compañeros habituales en aquellos interminables trayectos. Grupos como Sombra y Luz, Bordón-4 o Casta se alternaban entre los innumerables fandangos de Huelva del Cabrero, de los cantes reivindicativos del cantaor cordobés Jiménez Rejano o de las colombianas de la única cantaora que fue al Festival de la oti, Ana Reverte. En aquellos tiempos era muy habitual que en nuestro barrio abrieran el coche para robar el radiocasete, aunque lo que más nos entristecía era comprobar que se habían llevado la mercancía musical. Mis hermanos, desde la adolescencia, fueron equipándolo con mejores altavoces para que pudiéramos disfrutar en toda su plenitud de las nítidas voces del Loreño, Juanito Valderrama o la Niña de Antequera. Aprenderse los cantes de todos ellos rodeado de sacos de garbanzos, lentejas, habichuelas o de botellas de aceite era algo realmente nutritivo. Por eso, cuando hablo del concepto de desplazamiento en el campo de lo artístico, parece como si estuviera oliendo el aroma del embutido aún fresco comprado en el matadero del pueblo o la intensa ráfaga de humo del cigarro que fumaba mi padre al conducir con la ventana abierta y el pecho descubierto, mientras cantiñeaba melodías de fantasmas que me acompañarían por siempre.

In memoriam

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