Читать книгу Cuando se cerraron las Alamedas - Oscar Muñoz Gomá - Страница 13

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Tan pronto terminaron el desayuno Margot llamó a Simón aparte. Salieron al jardín.

-Simón, existe una posibilidad de que te asiles en la embajada de Suecia. La representante es amiga mía, vive cerca y Juan Pablo se irá a esa embajada.

-¡Ah, no! Te lo agradezco, Margot, pero no me voy a asilar. Tengo un compromiso. Yo me quedo aquí, en Chile. De hecho, hablé por teléfono con un compañero que me pasará a buscar al término del toque de queda.

-Pero, ¿qué pasará con tu mujer y tus hijos?

-Ya lo conversamos y está arreglado. Ella se quedará donde su madre. Solo falta ver cómo se puede trasladar. Porque no conviene que se vaya conmigo. Yo tengo que desaparecer.

-¿Quieres decir que te vas a ir a la clandestinidad?

-Saca tus propias conclusiones. Y, perdona, pero no te puedo decir más. Es definitivo.

Sonó el teléfono nuevamente y Margot se apresuró a cogerlo. Llamaban de parte de la embajadora de Suecia. Era una secretaria que preguntó por Margot y la comunicó con la representante del país nórdico. Ella habló con una correcta pronunciación en castellano y el suave acento y tono de voz que caracteriza a los suecos.

-Margot, como te dije, tenemos muchas solicitudes de gente que quiere asilarse en la embajada. Lo he consultado con mi gobierno y me dieron la autorización para un cierto número de personas. Tendrán que acomodarse en las instalaciones que hay. Por supuesto tu amigo será incluido. Me dijiste que está en tu casa. Creo que lo mejor será que yo pase a buscarlo en mi auto, camino a la embajada, ya que estamos tan cerca. Saldré tan pronto termine el toque de queda.

-No sabes lo que te agradezco, Greta. Estaremos a la expectativa.

En cierto modo, la decisión de Simón alivió a Margot. La complicaba tener que pedir asilo para dos personas aprovechando su amistad con la embajadora. Si no fuera ese el caso, no habría tenido escrúpulo. Pero sentía traicionar una amistad abusando de favores. Y también podía imaginarse que las embajadas se estarían llenando de pedidos de asilo. Con el grado de beligerancia que había en el país hasta la víspera, era probable que la persecución a los partidarios del régimen depuesto fuera implacable.

Se acercó a Juan Pablo a contarle.

-Hablé con la embajadora sueca y ya está todo arreglado. Te pasará a buscar cuando termine el toque de queda. Vendrá ella misma en su auto camino a la embajada.

Juan Pablo se la quedó mirando sin responder. Su rostro reflejó el cúmulo de incertidumbres que veía por delante. Abandonar el país, quizás por cuanto tiempo, insertarse en un país extraño, decidir cómo ganarse la vida, dejar a su madre y hermanos y, por cierto, lo que más le dolía, dejar a Margot y tantas cosas que quedarían sin hablar. Y también algunas cuestiones prácticas. Necesitaría dinero, sus pertenencias más básicas, hasta la escobilla de dientes. Y sus cosas en la oficina, sus documentos personales, en los que había estado trabajando.

Apareció Ricardo que había salido al jardín de adelante. Venía corriendo.

-¡Margot, viene una patrulla militar! ¡Parece que vienen para acá!

Margot no lo pensó dos veces.

-¡Simón, Juan Pablo! ¡Suban al entretecho o váyanse para atrás, a los bosques que hay por el costado oriente, Simón, tú sabes a qué me refiero. Y cuidado con meterse a la parcela que está a la izquierda! ¡Rápido, no pierdan tiempo!

Desaparecieron de la vista de Margot y ella se dirigió al acceso de entrada. Se sentían fuertes golpes. Los militares ya estaban en la puerta. Margot les hizo un gesto a Gloria, Ricardo, Benjamín y los niños de que se quedaran tranquilos y no hablaran. Abrió la puerta con su mejor cara de inocencia.

Un teniente y seis soldados con sus metralletas listas estaban parados en la entrada.

-Tenemos orden de investigar esta casa. Ha habido una denuncia de una reunión clandestina durante la noche-. Habló el teniente con voz autoritaria.

-Debe ser un error, aquí no hay nadie más que un familiar, un par de amigos y unos niños-, contestó Margot con una voz vacilante. Se le había secado la boca. Pensó en su vecino y lo odió.

La patrulla entró a la casa y sin más explicación se apresuró a recorrer las habitaciones. Dos soldados salieron al jardín de atrás, otros dos subieron al segundo piso y el resto, con el teniente, husmearon el primer piso. Cuando se convencieron de que no había nadie más el teniente se dirigió nuevamente a los presentes, que esperaban de pie en el living.

-¡A identificarse cada uno! ¡Deberán mostrar sus carnets de identidad, inmediatamente y cuidado con lo que hacen!

Un soldado recogió los carnets de los adultos y se los entregó al teniente. Éste cotejó cada uno de los nombres con unas listas que llevaba consigo. Lo hizo con detención y al mirar los carnets observaba también los rostros de cada uno de los supuestos sospechosos. Dos soldados hacían guardia en la puerta de entrada. Los que habían salido hacia atrás aun no regresaban.

-¿Quién es el dueño de casa?-, preguntó el teniente sin dirigirse a nadie en particular.

-Yo soy-, confirmó Margot, con decisión.

-Y, estas otras personas, ¿quiénes son?-, insistió el teniente.

Margot hizo las presentaciones.

-Mi hermano, un amigo de la familia y otra amiga, con sus hijos, ya que su marido anda de viaje. Y éste es mi hijo-, señaló a Sebastián.

-¿Y su esposo?

-Fallecido hace tiempo.

-Ya.

Por fin, el teniente relajó su rostro y pareció dar por terminada esta especie de entrevista. Pero se sintió un ruido en el entretecho, como el golpe de algún objeto al caer. El teniente volvió a endurecer su expresión. Margot tragó saliva.

-¿Qué fue eso? ¿Hay alguien más arriba?

-No, mi teniente. Revisé con acuciosidad y no había nadie-, contestó el soldado que había hecho la inspección.

Margot salió al paso de la duda, en un ambiente que comenzaba a pesar una tonelada.

-Teniente, este barrio es rural, hay mucho campo abierto y abundan los ratones. Tenemos que soportarlos cuando andan por los techos.

-¿Quiere que le ayudemos a eliminarlos, ahora mismo?-el teniente la miró con ironía, estudiándola, aunque impresionado por su belleza y la seguridad de su mirada.

-No hace falta. Después volverían. Son inofensivos-, Margot mantuvo su sangre fría y no se le movió ni un músculo de la cara, mirando fijo a los ojos del teniente.

Este no se dejó convencer y les ordenó a dos de sus soldados:

-Ustedes, suban de nuevo y revisen bien el segundo piso.

A los dos minutos habían bajado.

-Mi teniente, hay un entretecho sospechoso en el baño de arriba. Necesitamos apoyo para revisar.

Subió el teniente con sus dos soldados y dejó a uno al mando del primer piso. Margot y sus invitados contuvieron su respiración. Ella sintió hielo en su rostro. El oficial inspeccionó la tapa del entretecho y le ordenó a su tropa encaramarse, uno sobre los hombros del otro, premunido de su metralleta.

-Está muy oscuro, no se va nada aquí arriba. Necesito linterna, mi teniente.

Éste le alcanzó la que llevaba en su equipo. El hombre en el entretecho iluminó con la linterna y dio pasos en diferentes direcciones.

-¡No hay nadie, mi teniente, voy a bajar!-, gritó desde arriba.

Bajaron y el teniente se dirigió a los presentes.

-¡Está bien!-, dijo-. No hay nadie sospechoso. Aquí están sus carnets, señores. Procederemos a retirarnos. Y si observan a cualquier extraño o desconocido en las inmediaciones, tienen la obligación de avisar inmediatamente a la policía.

Antes de retirarse les ordenó a otros dos soldados ir a buscar a sus compañeros que vigilaban la puerta de atrás.

-¿Qué pasa que no regresa el cabo?

Se escucharon disparos y entonces toda la patrulla corrió hacia el exterior. Lejos, divisaron dos siluetas que huían hacia el oriente, en la parcela del lado. La tropa avanzó en su persecución.

Cuando se cerraron las Alamedas

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