Читать книгу Cuando se cerraron las Alamedas - Oscar Muñoz Gomá - Страница 19

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Casi un año después de haber sido detenido y enviado a la isla Dawson en el extremo sur de Chile, Juan Pablo Solar fue liberado en agosto de 1974 a condición de salir del país en el lapso de diez días. De no hacerlo, arriesgaría penas muy severas. Sería arrestado y acusado de violar órdenes militares bajo estado de guerra. Hasta podría ser fusilado. De modo que no era broma, debería salir del país como fuera. Pero no estaba desprotegido. Dos de sus colegas y amigos más cercanos, Dante Aguilera y Alejandro Torrealba, se habían estado movilizando durante varios meses en la expectativa de que finalmente Juan Pablo sería liberado y tendría que irse de Chile. Es lo que había ocurrido con otros detenidos de alto nivel jerárquico en el gobierno de Allende, aunque sin haber tenido cargos de connotación política. Otros, en cambio, como José Tohá, que fue ministro del Interior de Allende y un líder político, fue muy maltratado durante su detención y su salud se debilitó al punto que tuvo que ser enviado al Hospital Militar en Santiago, en calidad de detenido. Misteriosamente un día fue encontrado muerto por ahorcamiento, suicidio según las autoridades del hospital, pero una historia que poca gente creyó.

Aguilera y Torrealba recorrieron varias embajadas averiguando las posibilidades de que Juan Pablo pudiera ser recibido en algún país en calidad de exiliado y tener acceso a un trabajo que le permitiera ganarse la vida. Por supuesto buscaron en embajadas de países que simpatizaran con la izquierda chilena y que sus gobiernos estuvieran abiertos a acoger a los exiliados. Suecia fue el país más amistoso y su embajadora fue muy activa para tramitar solicitudes de acogida. Ella conocía el caso de Juan Pablo por su amiga Margot Lagarrigue, de modo que ese país era el que ofrecía las mejores posibilidades. El único problema era el idioma y aunque el inglés era muy difundido, era un segundo idioma y sería una limitante para tener una buena inserción social. Muchos exiliados chilenos no se regodearon, por supuesto, y aun sin saber ni sueco ni inglés se trasladaron al país nórdico. Las cosas no estaban para regodeos. Además, el gobierno sueco tenía un programa de aprendizaje del idioma nativo para inmigrantes extranjeros.

Para Juan Pablo surgió una segunda posibilidad, que fue Inglaterra. El gobierno era presidido por el Primer Ministro Harold Wilson, del partido Laborista y simpatizante de izquierda. Wilson dio órdenes para dar facilidades de ingreso a los exiliados chilenos que optaran por ese país, especialmente si tenían antecedentes académicos. Había sido estudiante y profesor en la universidad de Oxford, donde había un Centro de Estudios Latinoamericanos. El gobierno asignó fondos para que ese centro pudiera recibir académicos latinoamericanos por al menos un año, considerando que la mayoría de los países de este continente estaban bajo dictaduras militares de extrema derecha.

Cuando Juan Pablo fue finalmente liberado, se instaló en el departamento de su hermano mayor, Nicolás, casado y con tres niños chicos, hombres. Ese sería su centro de operaciones para informarse de las opciones que se le abrían y tomar decisiones. Aguilera y Torrealba lo fueron a ver al segundo día de su liberación y después de que hubiera podido descansar, reponerse algo de la pesadilla que había vivido y alternar con sus familiares más directos.

El encuentro fue emotivo. Se abrazaron con mucho afecto y con fuertes palmoteos. Las palabras no salieron con facilidad y los amigos entendieron que no podían exigirle a Juan Pablo un relato detallado de su odisea. Su cuñada había preparado café, té, pastelillos y galletas y con esas provisiones entraron directamente al tema. Le informaron los resultados de sus gestiones y las posibilidades que tenía en ese momento para ser recibido en el exterior. Juan Pablo guardó unos momentos de silencio y luego de agradecerles sus gestiones, habló como si pensara en voz alta.

-A ver, me emociona saber lo que han hecho ustedes y también me siento privilegiado de tener posibilidades como las que me describen. Pocos las tienen. Pero no es fácil llegar y tomar una decisión que puede ser tan determinante por un período largo, aunque entiendo que no hay mucho tiempo y hay que actuar desde ya. Sospecho que la opción tendrá que ser Inglaterra. Me encantaría visitar Suecia, pienso que es un país amable para vivir, pero es claro que la barrera del idioma es importante. Pasar un año o dos dedicados a aprender sueco no me atrae. Si me voy a instalar en un país extraño al mío, quiero poder socializar, establecer vínculos, moverme con facilidad. Y en eso Inglaterra me resulta mucho más favorable. El inglés no es problema para mí, lo hablo desde niño y he viajado muchas veces a Inglaterra y Estados Unidos, por obligaciones profesionales, de modo que creo que me sentiría muy cómodo. Además, y esto es decisivo, ustedes me dicen que hay una invitación de la universidad de Oxford para un cargo de académico visitante. ¿Qué más podría querer? ¡Me parece fantástico!

Juan Pablo se levantó de su sillón y se acercó a abrazar a sus amigos.

-Vamos a los detalles-, le dijo después Torrealba-. Mañana te llevaremos al consulado británico para que te den la visa. Aquí tienes la carta de invitación del director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Esta tienes que guardarla celosamente y desde luego, llevarla al consulado, lo mismo que tu pasaporte.

-Hay otra cosa, Juan Pablo-, agregó Aguilera, pasándole un portadocumentos-. Aquí tienes una serie de documentos, artículos de prensa e informes técnicos sobre la situación del país. Para que te pongas al día. Has pasado un año fuera de circulación y necesitarás tener alguna información mínima sobre la política y la economía chilena en el último año. Vas a llegar a Inglaterra al comienzo del año académico, que es en septiembre, y deberás tener preparado algún plan de trabajo y de seminarios, por lo menos para el primer trimestre. Las universidades inglesas funcionan por trimestres. Tú vas a llegar al Michaelmas Term que dura desde octubre a diciembre.

Dieron cuenta de los pastelillos que había preparado la cuñada de Juan Pablo y los invitados se levantaron para retirarse.

-Te dejaremos descansar. Mañana te recogeremos a las diez de la mañana para ir al consulado británico.

Se abrazaron nuevamente y se retiraron. Juan Pablo se quedó solo, pensando. Acababa de tomar una decisión trascendental para sus próximos años, en realidad no sabía por cuanto tiempo. Pero las cosas no podían habérsele presentado en mejor forma. Y, sin embargo, no sentía alegría. Tranquilidad sí. En el fondo de su alma sabía que iba al destierro. Tantas veces que leyó novelas e historias, cuando estaba en el colegio, en las que se hablaba de personajes que habían sido desterrados. En esas historias el destierro era una sanción casi equivalente a la pena de muerte. Era para delitos muy graves, como la traición, algún crimen, una deslealtad. Provocaba dramas. En su inocencia de estudiante nunca le tomó el peso. Era solo una alternativa que enfrentaban los héroes o los villanos de esas historias, lo que les agregaba condimentos. Y ahora era él mismo quien iba a enfrentar esa pena, una de las más graves aparte del fusilamiento. ¿Y cuál era su crimen? Nunca lo juzgaron. Estuvo un año prisionero en las condiciones más inhóspitas, pasó hambre, frío, humillaciones, golpes y todo por haber ejercido algunas funciones de bien público, sometido a la Constitución y las leyes; y al final fue liberado sin haber recibido ninguna acusación. Bueno, era preferible a que, además de todo lo que pasó, hubiera tenido que enfrentar una justicia sesgada, amañada a los propósitos de la dictadura.

No podía abandonar estas cavilaciones. Solo había otra cosa que le daba vueltas en el fondo de su alma. Margot. ¿Qué sería de ella? Ella lo acogió el día del golpe y conversaron largamente en la intimidad de esa noche trágica. Sintió renacer su emoción, que se convirtió en un imperativo. Tenía poco tiempo para tantas cosas por hacer en los escasos días disponibles, pero una, quizás si prioritaria por encima de todas las demás, sería ubicarla y hablar con ella. No le gustaría irse del país sin verla.

Buscó en la guía telefónica porque ya no tenía su libreta de teléfonos. La había arrojado al canal donde se refugió cuando era perseguido por los militares el día que lo detuvieron. Se emocionó cuando encontró su nombre, dirección y teléfono. Marcó el número y esperó. Cuando contestaron preguntó por Margot.

-Lo siento, está equivocado. Esa señora no vive aquí-, le contestó una voz como de sirvienta.

-Pero es que este es su número y su casa. ¿Hay alguien más con quien pudiera hablar?-, insistió.

-Un momento.

-¿Quién habla?-, preguntó una nueva voz por el auricular.

-Perdone, pero soy amigo de Margot Lagarrigue y hace mucho tiempo que no sé de ella. Necesito hablarle. Este es el teléfono que aparece en la guía.

-Lo siento, señor. Esa señora es la dueña de la casa pero ya no vive aquí. Nosotros somos arrendatarios desde hace varios meses y yo me entiendo con el padre de ella. Parece que no vive en Chile.

-Bueno, muchas gracias y disculpe.

Juan Pablo colgó con desazón. No podía entender por qué Margot ya no vivía en Chile. ¿Qué pasó? ¿Cómo saber? Volvió a llamar al número que tenía.

-Por favor, acabo de hablar con usted, pregunté por la señora Margot-, la voz era la misma-. ¿Me podría dar alguna información de la familia de ella? ¿De sus padres?

-Lo siento, pero no doy informaciones privadas a personas desconocidas. Tendrá que buscar por otro lado.

Y cortó. Juan Pablo tuvo conciencia de la desconfianza que se estaba instalando en el país. En otros tiempos, nadie habría tenido problema en darle la información que pedía. Apareció su cuñada en la sala y lo sacó de sus cavilaciones y ensimismamiento.

Cuando se cerraron las Alamedas

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