Читать книгу Cuando se cerraron las Alamedas - Oscar Muñoz Gomá - Страница 9

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Se relajaron cuando vieron que la patrulla se dirigía a otra casa.

-Van donde el ministro de Agricultura-, comentó Margot.

Efectivamente, en esa casa vivía uno de los ministros de Allende, de hecho, uno de los más aborrecidos en la oposición. Era el que había dirigido la reforma agraria.

-Espero que se hayan ido-, le susurró Juan Pablo al oído a Margot, refiriéndose al ministro-. Él sabía que en caso de golpe sería de los primeros en ser detenido.

Los soldados entraron al antejardín y rodearon la casa, agachados y con sus fusiles en ristre. Supuestamente esperaban algún tipo de respuesta armada, lo que por cierto, no sucedió. Poco después, uno que había entrado por atrás, salió por la puerta principal y gritó a sus compañeros que la vía estaba libre.

-¡No hay nadie!-, les anunció.

Los soldados se irguieron. Un oficial les ordenó hacer guardia en el jardín, mientras revisaban la casa. Él entró con un grupo de cuatro conscriptos. Tardaron unos quince minutos en salir. Un soldado cargaba un televisor y otro, una cantidad de libros.

Margot llamó a su hermano a que mirara.

-¿Qué te parece? ¿Es la búsqueda de una persona o es un asalto a una casa para robar?

Estaba furiosa. Benjamín la quiso tranquilizar.

-No te enojes, mujer-, le palmoteó la espalda-. ¿Tú crees que al ministro le va a importar que le lleven el televisor mientras él anda arrancando? Esa casa va a quedar sola y es seguro que igual la van a desvalijar.

-Pero ellos no tienen por qué convertirse en unos ladrones vulgares. No están para eso.

El camión militar desapareció y volvió la calma.

Margot estaba inquieta por el arma que se había ocultado en el entretecho de su casa. Ya era de noche y su principal objetivo ahora se centró en que ese artefacto desapareciera. Era demasiado el riesgo si fuera encontrado en un eventual allanamiento militar. Tenía una idea. Llamó a Simón a la cocina y le habló.

-Simón, tu arma no puede permanecer más en mi casa. Hay que eliminarla. Tengo el siguiente plan. A unos doscientos metros de la casa, cerro arriba, corre un canal que después continúa a otras comunas. Existe desde cuando estas tierras eran destinadas a la agricultura. El canal es bastante ancho, de unos dos metros, y profundo. El agua corre con fuerza hacia abajo. Es el lugar ideal para arrojar el arma. Será arrastrado por la corriente y si alguien lo encontrara, ya será un montón de fierros oxidados.

Simón contempló a Margot sin expresión. Ella continuó.

-El problema es cómo llegar a ese canal sin levantar sospechas de nadie que pueda hacer denuncias. Estaríamos violando el toque de queda. Pero la noche nos favorecerá porque está nublado y no hay luna, de modo que la oscuridad es total. Además, en esa parte del barrio vive muy poca gente y abundan los terrenos despoblados. También hay árboles altos, eucaliptus principalmente, entre los cuales nos podremos esconder en caso de que apareciera alguien. La cuestión es quienes vamos, quien me puede acompañar. Yo tendré que ir porque conozco el lugar, pero no me atrevo a ir sola. No quiero comprometer a mi hermano, lo pondría en una situación muy inconfortable, aparte de que él es muy de derecha. Tampoco pueden ser tú ni Juan Pablo, porque lo pasarían muy mal si los detuvieran. Así es que tendrá que ser Ricardo. Y creo que es conveniente que sea una pareja, despertaría menos sospechas que una persona sola.

Lo llamó aparte y le contó. Ricardo no vio ningún inconveniente y, al contrario, pareció alegrarse de poder ayudar a Margot. Y también sintió que la adrenalina aumentaba.

Trataron de que Benjamín no se diera cuenta.

-No provoquemos a mi hermano-, les dijo en voz baja a Simón y a Ricardo.

Simón la miró con ironía. Si alguien se sentía provocado era él.

-Yo te acompañaré-, le dijo decidido a Margot-. Yo soy el responsable de esta arma y yo asumo lo que sea. No le voy a traspasar el riesgo a otra persona. Ya te estoy comprometiendo a ti. De hecho, tampoco deberías ir, Margot. No tienes por qué. Yo creo que puedo encontrar el camino, algunas veces he deambulado por ahí.

-No, señor-, Margot fue perentoria-. Si te llegas a perder es más que seguro que te irá mal. Mira, es de noche, la oscuridad es total, nadie nos va a ver si actuamos con prudencia. Conozco estos senderos como la palma de mi mano. Así es que ya, Ricardo, partamos de una buena vez.

Benjamín se había dado cuenta de que algo extraño sucedía y no tardó mucho en informarse. Se incorporó a la discusión.

-Mira, Simón-, se dirigió al guerrillero con rabia-. Eres un irresponsable y yo no voy a permitir que mi hermana corra peligro por tu culpa. Vas tú solito y asume las consecuencias.

-Por supuesto, yo asumo toda mi responsabilidad-, replicó-. Y ya, no se hable más.

Tomó el bulto y se lo echó al hombro.

-Pero, ¿estás loco? ¿Cómo se te ocurre echarte eso al hombro? -, terció Margot.- Esperen un poco.

Subió a su dormitorio y bajó luego con un impermeable. Era de su difunto esposo.

-Ponte esto-, le ordenó a Simón-. Esconde el arma por dentro del impermeable y apriétalo bien para que no se te deslice. Y ahora, vamos, abrázame con tu brazo libre y simulemos ser una pareja de pololos que aprovechan la noche.

No aceptó más réplicas y salieron. Benjamín, furioso, se quedó mascullando garabatos por la locura de su hermana, haber acogido a un guerrillero. Se retiró a mirar la televisión. Eran pasadas las nueve de la noche. Estaban transmitiendo una vieja película chilena de José Bohr, “Uno que ha sido marino”. Todos los canales estaban en cadena, de modo que no había elección posible. Gloria hizo algunas camas para los niños en el suelo con cojines y frazadas que recogió. Ricardo y Juan Pablo salieron al patio a respirar la noche. Todo estaba muy quieto, pero cada cierto rato el silencio se interrumpía con algunos disparos aislados y lejanos. Había enfrentamientos. Pensaron en los muertos que estarían cayendo en las calles.

Simón y Margot avanzaron con lentitud por un camino que subía cerro arriba hasta que sus ojos se adaptaron a la oscuridad. Iban en silencio, tratando de no hacer ruido con sus pisadas, abrazados. Estaban violando el toque de queda y ya por ese sólo motivo podrían ser arrestados, sin pensar en lo que ocurriría si los pillaban con una metralleta. Había luces en algunas casas, pero ellos trataron de evitarlas y avanzar más bien por las partes más oscuras. Algunos perros ladraron. En particular el perro de una casa se enfureció y no dejó de ladrar por varios minutos. Aceleraron el paso. Margot le susurraba a Simón la dirección que debían tomar. Éste había llegado hacía poco al barrio. De a poco se acabaron las casas y ya todo fue campo libre, con algunos árboles desperdigados. El camino se hizo más estrecho, luego se convirtió en un sendero y, por último, en una pequeña huella. Simón no veía nada, pero Margot conocía muy bien el lugar y con su instinto y las siluetas de las sombras se acercaron al canal. Se escuchaba el ruido del agua, corriendo con fuerza. De repente sentían deslizarse algún roedor.

-Estamos por llegar-, susurró Margot-. Ahora tenemos que evitar caernos al agua. Sería el colmo que nos pasara eso.

Llevaba una pequeña linterna, que accionó brevemente para ubicar bien el borde del canal. Cuando estuvieron seguros, Simón sacó la metralleta debajo de su impermeable y con mucho cuidado, arrodillado en la orilla, la deslizó hacia el agua, evitando que el bulto sonara al chocar con el líquido. Lo impulsó hacia el centro del canal, esperando que ahí la corriente fuera más intensa y arrastrara el arma lo más lejos posible. Se quedó inmóvil algunos segundos, escuchando por si había algún otro ruido que denotara presencia humana y luego se irguió. Lamentó desprenderse de su arma. Había tenido que gastar algunos ahorros para obtenerla, pero era un compromiso con sus compañeros de célula. Habían practicado tiro durante muchos meses, convencidos de que iba a haber un enfrentamiento final entre las fracciones sediciosas de las fuerzas armadas y los leales al presidente. La guerra civil era el desenlace natural del proceso que estaba en marcha. Y él estaba dispuesto a cerrar filas con la revolución que entonces se desataría. Pero los acontecimientos del día sugerían que no habría tal desenlace. No hubo ninguna señal de división de las fuerzas armadas. Y él perdió toda comunicación con sus compañeros. Tenía que improvisar ahora cuáles serían sus próximos pasos.

-Ya está-, le dijo a Margot-. Se fue el cuerpo del delito. Podemos volver.

-Sí, pero no olvides que estamos con toque de queda. Vamos a seguir las mismas precauciones.

Desanduvieron el camino, ahora más relajados. Margot se apartó un poco de Simón. Le había incomodado esa proximidad física que tuvieron que fingir para no despertar sospechas si alguien los veía a esas horas. Apreciaba a Simón pero era un extraño para ella, un vecino de barrio al que trató de ayudar muchas veces. Y ahora le molestaba mucho más haber comprobado que integraba algún grupo violentista, armado. Esa metralleta estaba destinada a matar gente y todavía tenía muy fresco en su memoria el recuerdo del vil asesinato de su esposo. Y también le molestaba su olor, su aliento, que había tenido que soportar tan cerca de ella. Las luces de las casas les sirvieron de faros para orientarse.

En algún momento Simón tropezó con una piedra y perdió el equilibrio.

-¡Mierda!-, alcanzó a gritar en voz alta.

Margot quedó paralizada. Se abrió la puerta de una casa y apareció un individuo con linterna.

-¿Quién anda ahí?-, gritó desde el antejardín, seguro de sí mismo.

Margot y Simón se agacharon y sin hacer ruido se guarecieron detrás de un árbol.

El hombre alumbró hacia la calle y movió la linterna en varias direcciones. Luego regresó a su casa y cerró la puerta.

La pareja respiró con tranquilidad. Margot no le habló a Simón hasta que llegaron. Él tampoco pretendió alguna cercanía. Ya en la casa fueron recibidos con expresiones de alivio por los demás. Eran cerca de las diez de la noche.

-Se ganaron un buen trago-, los invitó Ricardo-. Aquí les tenemos preparados unos pisco-sours o piscolas, para el que quiera.

Gloria abrazó a Simón y lo llevó adentro, a la pieza de Sebastián, donde acostó a sus niños en el suelo, encima de los cojines que ella pudo encontrar. El hijo de Margot dormía plácidamente en su cama. Los niños de la pareja estaban tendidos, pero no dormían.

En el living Benjamín seguía mirando la película, con cara de aburrido. Juan Pablo se acercó a Margot con un vaso de pisco sour, él sostenía otro en su mano y se sentaron en el sofá.

-¿Todo bien? ¿Tuvieron algún percance?

-No, nada. Todo bien. Silencio total, excepto por los perros del vecindario, los conejos y los ratones que circulan sin inhibiciones por el campo. El agua se llevó la metralleta. Nadie nos vio, espero. ¡Es un bruto este Simón! ¡Cómo se le ocurre andar con una metralleta y en un día como hoy!

-Para eso la tenía, para un día como hoy. Pero supongo que se dio cuenta o recibió alguna instrucción de que no tenía objeto oponer resistencia.

-El creía que iba a haber una división de las fuerzas armadas y muchos enfrentamientos. Pero se desengañó. Mira, voy a preparar algo para que comamos. Deben estar todos muertos de hambre.

-Te acompaño-, y ambos se dirigieron a la cocina.

Margot decidió cocinar unos tallarines. Un puñado cundía mucho y además bastarían unos diez minutos para tenerlos listos, una vez hervida el agua. Juan Pablo hizo de ayudante de cocina. Ricardo se agregó al equipo. Preparó la mesa, sacó platos, servilletas, cubiertos y vasos. Buscó salsa de tomates y queso rallado para los tallarines. Puso un pan fresco que Margot logró conseguir en el almacén, buscó una nueva botella de vino tinto que descorchó y esperaron a que todo estuviera listo. Simón y Gloria habían bajado y conversaban en voz baja en un rincón.

Margot anunció la cena y pidió que alguien reanimara el fuego de la chimenea, del que solo quedaban brasas. Simón se apresuró a hacerlo y aprovechó de quemar otros papeles y libretas que sacó de su maleta. La anfitriona cortó la televisión, lo que no molestó mucho a Benjamín que estaba semi-dormido. En cambio, buscó un disco de música clásica, alguna sonata para piano de Mozart y lo puso en el tocadiscos. Se sentaron todos a la mesa y se repartieron los tallarines, que humeaban.

Cuando se cerraron las Alamedas

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