Читать книгу Cuando se cerraron las Alamedas - Oscar Muñoz Gomá - Страница 16
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Margot Lagarrigue caminaba por la calle Florida de Buenos Aires cuando observó un tumulto en torno a un kiosco de diarios. Algunos transeúntes discutían con voz airada y se amenazaban mutuamente con irse a las manos. Cuando se acercó leyó el titular a todo lo ancho de la página de un diario de la tarde. “Murió Perón”. Había conmoción en la calle. Era el primero de julio de 1974. El general no alcanzó a estar un año en lo que fue su tercer gobierno en Argentina. Se abriría un panorama político lleno de incertidumbres.
Sintió renacer la desazón que comenzaba a superar tras el golpe militar de Chile. Se había trasladado a Argentina pocas semanas después a instancias de su padre y a pesar de no haber tenido nada que ver con el gobierno de Allende. Un día su padre llegó a su casa para conversar.
-Hija, las cosas están muy difíciles para quienes no apoyan a la Junta Militar. Yo sé que tú nunca te has metido en política, pero Rodrigo fue alto funcionario del gobierno de Allende y es sabido que fue uno de los principales responsables de las expropiaciones de empresas y bancos. He conversado con algunos amigos que tengo en el Ejército, de cuando fui alumno en la Escuela Militar. Me dicen que todos los familiares de los altos funcionarios del gobierno de Allende están en listas de observación y eventualmente podrían ser citados a declarar. Y tú tienes un agravante, tú sabes de qué se trata, ¿no?
Margot suspiró.
-Me imagino que por el hecho de que dos sospechosos hubieran estado en mi casa el día del golpe, me hace a mí sospechosa también.
-Obvio. Y, Margo, no sigas hablando de “golpe”. El lenguaje correcto ahora es “pronunciamiento”. Es una lesera, pero seamos prudentes.
-Papá, perdona que te contradiga, pero las palabras esconden la apreciación que tenemos de los hechos. Hablar de “pronunciamiento” es una forma de darle legitimidad al golpe y a sus consecuencias.
-Pero, ¿tú crees que podría ser de otra manera? Mira, siempre hemos sido muy francos entre nosotros. Yo sé que tuvimos un golpe de fuerza, fue una declaración de guerra al gobierno, que había perdido legitimidad por lo demás, y era inevitable que surgiera un rechazo y una disposición de los partidarios de Allende a usar la violencia, incluso armada. El gobierno militar tiene que precaverse de que incluso lleguemos a una guerra civil. Sería lo peor que podría pasar. Pero, vamos a lo nuestro. Creo que deberías salir del país, por un tiempo breve, hasta que las cosas estén más claras. Lo último que yo querría es que fueras detenida y sometida a interrogatorios. Mira, esta gente no trata con guantes a sus opositores y no entiende de sutilezas del lenguaje.
-¿Qué me vaya de Chile? ¡Y adónde me voy a ir!
-Tenemos parientes en Buenos Aires. Tú sabes que mi hermana Amalia vive allá desde hace muchos años y te puedes ir donde ella. Esto será por un poco tiempo. Estoy seguro de que antes de un año las cosas se habrán normalizado, se habrá llamado a elecciones y tendremos un gobierno civil moderado. De hecho, uno de los primeros bandos de la Junta Militar afirmó que los militares se quedarán en el poder “solo mientras las circunstancias lo permitan”. Ambigua la palabra, es cierto. Mientras tanto, instálate allá con el niño. Estaremos cerca y te podremos visitar. Yo me haré cargo de guardar tus muebles en una bodega de la empresa y arrendaré tu casa.
-¿Y tú crees que la tía Amalia va a estar dispuesta a tenernos todo este tiempo?
-Hablé ya con ella, por teléfono. Está encantada y deseosa que llegues. Sus hijos son adultos e independientes, así es que Amalia vive sola con su marido. No deshicieron la casa cuando se fueron los hijos, así es que tienen espacio de sobra. Y yo me encargaré de contribuir a tus gastos, no te preocupes por eso.
Margot abrazó a su padre. La conmovió la ternura con que le habló. Siempre sintió un gran apoyo en él. Un hombre mayor, pero sano de cuerpo y espíritu. De gran porte, medía un metro con ochenta y cinco centímetros y de una personalidad fuerte. Pero podía ser cálido y cariñoso cuando quería. Quienes lo conocían de cerca sentían un enorme respeto por don Sebastián. Su empresa de productos farmacéuticos era de las más exitosas en la industria. Logró sortear las vicisitudes del período de Allende con mucha habilidad, a pesar de las dificultades para importar materias primas y equipos y los conflictos sindicales.
Los primeros meses de Margot en Buenos Aires fueron tristes y nostálgicos. Aunque fue recibida con mucho cariño por la tía y su familia, su vida tuvo un vuelco dramático. Fue invitada a visitar amistades de sus anfitriones, pero ella prefería rehusar y permanecer en su cuarto, tendida en su cama mientras su hijo jugaba. Repasaba mentalmente una y otra vez cómo fue que pasó todo, cómo se desencadenó el drama de su país. Para ella fue una segunda tragedia personal en un año. Justo en agosto del año anterior fue cuando perdió a su esposo. Ahora tenía mucha cercanía con su amigo Juan Pablo Solar y a pesar de la tristeza que experimentaba, sabía que se estaba enamorando de Juan Pablo. No dejaba de recordarlo. No supo más de él después de que fue detenido por la patrulla militar. Pero algunos amigos comunes le confirmaron que lo habían mandado al extremo sur, a la isla Dawson, donde los militares organizaron un campo con detenidos de alto nivel político. Por lo menos estaba con vida, aunque quizás en qué condiciones materiales.
Con los días y las semanas, sus estados de ánimo se debatieron entre la pena y la angustia frente al futuro. Todo era incertidumbre, qué iría a pasar en Chile, si alguna vez podría vivir nuevamente una cierta normalidad, cómo se mantendrían ella y su hijo. Puso a Sebastián en una escuela básica de las cercanías y se dedicó a vagar por las calles para estar consigo misma y matar las horas que se le hicieron eternas. A menudo iba al centro de la ciudad y caminaba mirando el vacío. Recorría Florida de un extremo a otro, Lavalle, la 9 de Julio, Corrientes. Miraba las tiendas, pero no las veía. Caminaba hacia la Recoleta, le contaron de la belleza de ese barrio. Recorría el hermoso cementerio al lado de la iglesia, donde reposan los restos de la alta aristocracia argentina y allí encontraba la paz que se le hizo esquiva.
En cierta ocasión iba por la cercana avenida Alcorta y de repente, se encontró con la embajada chilena. El instinto la hizo alegrarse por un momento, pero luego tomó conciencia y se alejó. Entraba a librerías a hojear libros, a comprar uno que otro. Se instalaba en algún café a leer, aunque se daba cuenta de que sus ojos solo pasaban por encima de las páginas en forma mecánica. No recordaba lo que leía, como si su memoria hubiera dejado de funcionar. Llegaba a plazas y parques y se sentaba por horas a contemplar a la gente. Estaba fuera de ese mundo agitado y febril que deambulaba por las calles y senderos. No faltó algún oportunista que, al verla sola, quiso abordarla. Era joven y hermosa. Pero tenía firmeza para ahuyentar a los moscardones.
Las noticias de Chile eran trágicas. El estado de sitio, los toques de queda interminables, los enfrentamientos de militares con grupos armados, la desaparición de activistas opositores eran el pan de cada día. Cuando podía, porque las comunicaciones eran difíciles, hablaba por teléfono con sus padres. Percibía la inquietud en sus voces. Se notaban muy confundidos. La investigación sobre el asesinato de su esposo quedó en nada. Fue sobreseída por falta de pruebas, pero, sobre todo, porque dejó de tener importancia política y el poder judicial, temeroso de la violencia del régimen, se mostró obsecuente y perdió su independencia. Con los meses, otras noticias alcanzaron más relevancia. La situación de la economía era caótica y aunque el desabastecimiento fue rápidamente superado los precios subían a diario. La cesantía agobió a la gente. El gobierno militar denunció la mala gestión del gobierno anterior y le asignó toda la responsabilidad por los nuevos problemas que emergían.
Conoció a otros chilenos que llegaron a Buenos Aires y participó en reuniones sociales que, en realidad, eran para compartir informaciones y elucubrar sobre los futuros posibles. Al principio la concurrencia era variopinta y de distintos signos políticos. Luego se decantó, a medida que la convivencia de unos y otros se hizo imposible. Los partidarios del nuevo régimen se mostraban eufóricos y descargaron sus miedos pasados con enojos y epítetos. Margot dejó de participar y solo frecuentó pequeños grupos que sabía solidarizaban con el bando de los vencidos y con ella en particular, que había sufrido la violencia en carne propia. Pronto se dio cuenta de que, a pesar de la desconfianza que tenía con el gobierno derrocado, sus simpatías estaban con las víctimas del nuevo régimen. Al fin y al cabo, su situación actual también era consecuencia del clima de violencia instalado.
El país que la acogió también empezó a vivir un ambiente político parecido. Se sucedieron los asesinatos de líderes sindicales y dirigentes políticos. El general Perón estaba viejo, enfermo y cada vez controlaba menos la situación. Los montoneros desafiaron al sistema político por la vía armada. En las altas esferas del poder se libró una lucha soterrada ante la inminencia del fallecimiento del viejo caudillo. En un último acto de voluntarismo, designó a su esposa como vicepresidenta de la República, lo que significó ungirla como su sucesora. Después de su muerte, a mediados de 1974, todo fue inestabilidad e incertidumbre.