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Sentir antes que razonar

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“La música es una cosa extraña. Casi diría un milagro. Está a mitad de camino entre el pensamiento y el fenómeno, el espíritu y la materia, suerte de nebuloso mediador, igual y distinto a cada cosa mediada, espíritu que requiere manifestación en el tiempo y materia que no requiere espacio… no sabemos qué es”.

HEINRICH HEINE (1797-1856)

La música… curioso fenómeno… Nos tranquiliza y arrulla en la niñez. Nos emociona, nos deleita o nos deprime. No nos transmite significados precisos, pero nos excita, nos une en el canto o en el baile, a los que fácilmente nos prestamos. No es un lenguaje, pero nos evoca recuerdos, personas, lugares y épocas, tristes o alegres, siempre emotivos.

Ningún otro ser viviente ha creado música como el ser humano. Tampoco dibujo, pintura o escultura. Pero, en estas, la cognición, sobre todo visual, tiene un papel importante. La música, en cambio, no traduce significaciones cognitivas concretas, sino que es singularmente abstracta. Quizás por eso mismo, evoca emociones más intensas. No se comprende tanto como se siente.

La música emociona, pero también intensifica otras emociones, como el fervor religioso, el entusiasmo político o la pasión deportiva, cuyos acontecimientos acompaña con cánticos, himnos o marchas. No falta música en la celebración de aniversarios o fechas íntimas, aunque no sea más que para cantar el cumpleaños feliz o tocar la marcha nupcial. La música realza historias o escenas teatrales o cinematográficas. Sugiere o subraya el suspenso, el romance, el drama o la comedia. La ópera, las grandes obras sinfónicas, el jazz o el rock despiertan euforias más intensas que el teatro o las artes plásticas.

La emoción de un concierto, de una ópera o de una comedia musical se comparte. Podrá ser más o menos intensa, pero coincide en el tiempo, nos llega a todos simultáneamente. Además, desinhibe, a veces hasta la violencia, como lo saben bien los activistas políticos. Induce movimientos corporales, como el za­pateo, el cabeceo o el meneo corporal, que siguen su ritmo y que difícilmente esquivamos. Son casi reflejos, involuntarios, debemos esforzarnos conscientemente para evitarlos. Los contagia, de manera creciente, a otros, y los sincroniza: todos se mueven o bailan al mismo tiempo.

Las manifestaciones físicas de la emoción musical no difieren de las de otras emociones. Son aquellas producidas por la acentuación o la exaltación de un sector del sistema nervioso, autónomo, es decir, independiente de la voluntad, llamado sistema adrenérgico o simpaticoadrenérgico, generador de adrenalina, hormona que segregan la glándula adrenal o suprarrenal y los ganglios neuronales adrenérgicos. Es la hormona de la excitación y los impulsos, y causa además taquicardia, es decir, aceleración de las pulsaciones o de la frecuencia cardíaca, de la presión arterial y del ritmo respiratorio, dilatación de la pupila y tensión muscular.

Todas las culturas, desde la antigua Grecia hasta las tribus africanas, desde China e India hasta las civilizaciones originarias americanas, cuentan con la música entre sus manifestaciones. Como el lenguaje, resulta ser un fenómeno humano universal, que trasciende civilizaciones y culturas a través de las épocas, quizás genéticamente determinado. Pero no es necesaria para la subsistencia. No se puede sobrevivir sin comer, beber, o, para la especie, reproducirse, pero sí sin música. ¿Por qué existe, entonces? Tal vez porque satisfaga, más que ninguna otra expresión, las necesidades y los anhelos de emoción del ser humano.

Es posible que las funciones emocionales hayan precedido a las cognitivas, o al lenguaje, en la evolución humana: “No se comenzó por razonar, sino por sentir”, decía Jean-Jacques Rousseau en 1781.1

En las cuevas de Lascaux y de Chauvet, en el sur de Francia, y de Altamira, en España, aparecen dibujos efectuados hace 30.000 años –durante la Edad de Piedra tardía–, de caballos, toros y ciervos de llamativa abstracción y perfección plástica. No aparece, sin embargo, inscripción alguna. Aunque no hay evidencia fehaciente de ello, quizás el hombre pudo lograr la expresión pictórica, más visual, espacial y emotiva, antes del desarrollo del lenguaje, más lineal, analítico y racional.

Algo similar pudo suceder con la música: tanto ella como la expresión pictórica, como veremos más adelante, son una manifestación más propia de la mitad derecha o hemisferio cerebral derecho del cerebro, mientras que el lenguaje lo es del hemisferio izquierdo. Junto al dibujo y la pintura, como vimos, ya presentes en esa época, pudo haberse manifestado también la capacidad musical. El canto y la danza habrían precedido al lenguaje hablado, y de hecho, la música cantada efectivamente precede o evoluciona antes que la instrumental, que se desarrolla cuando la cognición y el lenguaje hablado se hacen más racionales. Es más: es posible que el florecimiento de la música instrumental, desconectada del canto y de las palabras, haya sido precisamente la reacción a la evolución de un lenguaje crecientemente divorciado de su componente emocional.

En el mismo sentido, es probable que el uso metafórico del lenguaje haya precedido al literal o científico, y la poesía a la prosa. El lenguaje metafórico puede haber sido la forma natural de describir el mundo antes de que surgiera el pensamiento científico en el siglo XVI, y el lenguaje se hiciera más abstracto: “… las primeras lenguas fueron melodiosas y apasionadas, antes de ser sencillas y metódicas” (Jean-Jacques Rousseau, Ibíd.).

La danza, expresión corporal de la música, reú­ne funciones cerebrales como las visuales, las de exploración del espacio, o las de la llamada somatognosia, o noción subjetiva del propio cuerpo o esquema corporal; todas ellas, también mayormente vinculables al hemisferio derecho.

La primera etapa de la adquisición del lenguaje es la identificación de los sonidos que forman las palabras. Luego, la asociación de esos sonidos con las sensaciones visuales, táctiles y auditivas determinadas por los objetos del medio exterior. Recién más tarde se accede a la capacidad semántica, la de la comprensión de los símbolos representados por las palabras, primero en relación con significados concretos y, más tarde, abstractos. “No se comenzó por razonar, sino por sentir”…

Si la capacidad musical preexistió al lenguaje hablado, entonces también podría haberlo condicionado. Hay manifestaciones no verbales, comunes a una y a otra expresión, que influyen en el significado de lo que se dice.

La prosodia, comúnmente llamada “acento”, nos permite reconocer la región de proveniencia de quien nos habla, y ubicarlo en su marco cultural. Nos posibilita distinguir un habla española de Buenos Aires, de una de la provincia de Córdoba, o de México o de España. Poniendo en función nuestra “teoría de la mente”, que es nuestra capacidad para comprender el punto de vista de los otros, de “ponernos en su lugar”, podremos entender mejor sus pareceres y opiniones. Quien nos habla, a su vez, podrá hacer lo propio con nosotros.

La entonación servirá para que diferenciemos una expresión interrogativa, de una imperativa o dubitativa.

El volumen, cuando aumente, revelará habitualmente enojo (“alzar el tono de voz”, como suele decirse),y cuando disminuya, confidencialidad o intención de no ser oído por terceros.

El ritmo y la secuencia se acentuarán para remarcar conceptos, o se aplanarán trasuntando irrelevancia.

Si la música (del griego mousike, “de las musas”), como tradicionalmente se la define, es el arte de organizar o combinar los sonidos, todas estas manifestaciones no verbales, que modulan el lenguaje hablado, son efectivamente musicales. “La melodía imita las inflexiones de la voz, expresa los lamentos, los gritos de dolor o de alegría… posee cien veces más energía que la palabra misma”, como también dijo Jean-Jacques Rousseau. Nuestra capacidad mu­sical se pone de manifiesto cuando percibimos variaciones de tono, volumen, duración, timbre y ritmo de los sonidos, incluyendo los hablados. Su expresión exagerada los caricaturiza, y si esa expresión es imitada, permitirá reconocer la prosodia personal de otros, lo que por eso mismo causa gracia. Los adultos solemos recurrir, muy fácilmente, a la llamada “prosodia bebé”, cuando intentamos establecer mejor comunicación con lactantes que aún no han adquirido el lenguaje hablado, imitando su “acento”. El grotesco resultado, que parece una regresión infantil, suele sin embargo evocar una alegre respuesta emotiva del bebé, para gran regocijo, a su vez, de los adultos presentes ¡Al bebé le encanta que le hablen en su lengua!

La música es entusiasmo, ardor y pasión, es alegría, efusión y dolor. La música es, en suma, emoción. La vida humana sería mucho más apática sin ella.

El cerebro y la música

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