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Más mudanzas

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Luego de estar en Concordia, a papá lo designaron para trabajar en la iglesia de Paraná, y allá fuimos, así que cursé el cuarto grado en la legendaria Escuela del Centenario. Luego estuvimos unos meses en Rosario, Santa Fe, y finalmente nos trasladamos a Reconquista, en la misma provincia.

En ese lugar pasé la mayor parte de mi infancia. ¡Cuatro años sin mudanzas! Atesoro preciosos recuerdos de esa época. Allí hice quinto y sexto grado de la primaria, y primero y segundo del nivel secundario en la Escuela Normal. Siempre con guardapolvo blanco y pantalón corto, hasta el sexto grado, y ya en primer año ¡pantalón largo!

Las clases eran de mañana, de lunes a sábado. Por supuesto, yo faltaba los sábados. Tenía que cruzar la plaza central de Reconquista para llegar a la Escuela Normal, y muchas veces escuchaba a los chicos que desde lejos me gritaban: “¡Sabatista, canilla de tero! ¡Adora la cabeza de chancho!”

Eso no me molestaba; yo sabía que era diferente. Era muy flaquito y mis rodillas sobresalían debajo de los pantalones cortos. Los chicos, con la crueldad propia de la niñez, rotulaban con apodos poco amables a los que mostraban alguna característica diferente al montón. Además, faltaba a clases todos los sábados y alguien les había contado que los “sabatistas” no comíamos carne de cerdo porque “adorábamos la cabeza del animal”.

Un 9 de julio, todos en fila, bien formados, fuimos a la catedral, que estaba frente a la plaza, para asistir al tedeum. Nos habían indicado que, estando en el interior de la catedral, cuando tocara la campanilla, teníamos que arrodillarnos. Yo me acordé del segundo mandamiento de la Ley de Dios: “No te harás imagen […] no te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios” (Éxo. 20:4, 5). Miré a mi alrededor y vi varias imágenes y estatuas allí, pero cuando tocó la campanilla, me puse detrás de una columna y me quedé parado.

Me acuerdo, también, cómo disfrutaba de las clases de manualidades. La profesora nos hacía fabricar cuerpos geométricos regulares de cartulina. Me entusiasmé con la idea de hacer un dodecaedro, un cuerpo geométrico regular con doce caras pentagonales. Lo hice con cartulina negra y le pegué tiritas blancas en todas sus aristas. ¡Quedó precioso!

Un día, la profesora de manualidades faltó. Todos los chicos salimos del aula y los varones nos fuimos a la plaza, frente a la escuela. De repente, uno de los chicos sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos entero. Lo abrió y comenzó a repartirlos, uno a cada uno. Se acercó y me ofreció un cigarrillo. Suavemente, con un gesto de la mano, le hice señales de que no quería. Otro chico entonces le ayudó a repartir y cuando llegó donde yo estaba me ofreció un cigarrillo. Le dije:

–No quiero.

Los cigarrillos de la caja se terminaron y un chico que acababa de prender el último cigarrillo se acercó y antes de llevárselo a la boca, me lo acercó a la cara y me dijo:

–No seas pavote. ¡Prueba una pitadita!

Entonces reaccioné y le grité en la cara:

–¡No quiero!

Y me dejaron de molestar.

Aprendí desde entonces que la presión social es la primera causa para el inicio de los hábitos tóxicos. Yo tenía a mi favor el ejemplo de mi padre y el recuerdo del llanto de mi madre por la muerte de mi abuelo fumador. Y Dios me ayudó a decir: “¡No quiero!”

Hace poco me invitaron a dar un Plan de cinco días para dejar de fumar ¡en Reconquista! ¡Qué alegría fue para mí volver a esa querida ciudad de mi infancia! Busqué a mis compañeros de la Escuela Normal, pero ya no quedaba ninguno. Habían comenzado a fumar a los catorce años, y el tabaco había tenido tiempo de sobra para matarlos a todos. ¡Qué tristeza!

Mi día estaba completo: por la mañana, a la escuela. Por la tarde ¡a la clase de violín! Afortunadamente, ambas actividades me gustaban. Alcancé a tocar en una orquesta que dirigía el profesor Gamba.

Cuando hacía mucho calor, Violeta y yo le rogábamos a papá que nos llevara a bañarnos al arroyo El Rey, que cruza entre Reconquista y Avellaneda. Varias veces fuimos y chapoteábamos en el agua; pero otras veces el calor se combinaba con grandes nubes y teníamos que volvernos antes de llegar porque la lluvia se nos venía encima.

Tenía un amigo que vivía del otro lado de la calle: Joanín Vicentín. Nos trepábamos a los árboles y hacíamos barriletes que remontaban muy bien. Después nos especializamos en hacer barcos de lata con una cuerda de goma que hacía girar la hélice y ¡también tenía timón! Nuestros barcos navegaban en un gran piletón que había en la casa de Joanín, y a veces “daban la vuelta al mundo” en la laguna de un conocido de la familia que vivía en el campo. Todavía somos amigos con Joanín. Cuando estuve en Reconquista para el Plan de cinco días para dejar de fumar nos encontramos, paseamos juntos y recordamos las alegrías de nuestra niñez.

Salvados para servir

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