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CAPÍTULO 7

Estudiante universitario, pero muy pobre

“Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará” (Sal. 37:5).

¿Adónde me mandarían mis padres a estudiar Medicina y tener la tranquilidad de que yo viviera en un hogar cristiano? Les surgió la mejor idea: la familia Basanta. Habían sido compañeros en el colegio adventista y vivían en La Plata, Buenos Aires. Hicieron los contactos, y quedó todo arreglado. Por ochenta pesos mensuales me darían pensión completa. Y eso, en realidad, era todo lo que mis padres podían mandar.

Papá me lo advirtió con tiempo:

–Hijo, dentro de un año me jubilaré y no creo que entonces me alcance el sueldo para mandarte el dinero.

Creo que fue a mi madre a quien se le ocurrió otra idea.

–Pedrito, ¿por qué no dedicas unos años a trabajar, así ahorras dinero para estudiar?

–¡No! –fue mi respuesta–. Si quiero aprender a nadar, tengo que tirarme al agua, y me tiro ahora.

Así que a principios de febrero de 1947 viajé a La Plata. La familia Basanta me recibió muy bien. Doña Emma había sido amiga de mi madre en el antiguo Colegio Adventista del Plata. Don Ángel, su esposo, era un sastre que trabajaba mucho y muy bien. Tenían tres hijos: Febo, Raquel y Mimí. Con ellos nos hicimos amigos fácilmente.

Tuve que ir en febrero porque había un curso de preparación para el examen de ingreso. Tenía que caminar bastante para ir de la casa de los Basanta, cruzando el bosque de La Plata, hasta llegar a la Facultad de Medicina.

El primer día que fui, me encontré con un muchacho que iba al curso de ingreso, igual que yo. Todavía no habían comenzado las clases cuando un ordenanza que estaba allí con guardapolvo blanco, nos dijo como para “animarnos”:

-¿Así que van a estudiar Medicina? Si quieren les adelanto la morgue.

Aceptamos la invitación y lo seguimos. Entramos en la morgue. Había cadáveres embalsamados en formol en diversas mesas metálicas. Era parte de la cátedra de Anatomía. No dijimos nada, y salimos de allí lo más rápido posible procurando no darle al ordenanza la impresión de estar asustados, pero esa era la realidad.

Nos dieron los reglamentos del ingreso y los exámenes. Los leí con muchísima atención. Al terminar el mes de clases preparatorias había una semana de exámenes. Un párrafo decía: “Si un alumno aprueba todas las materias menos una, se le dará la oportunidad de rendirla un mes después”.

Comenzaron las clases, había que tomar apuntes y sacar libros de la biblioteca, ¡y había que estudiar! En la casa de la familia Basanta, mi cama estaba detrás de una cortina, en el salón de la sastrería, así que para estudiar yo me sentaba en un banquito en el pasillo de entrada porque allí había más luz.

Terminó el curso y llegó la semana de exámenes. Cada mañana rendíamos un examen, y por la tarde ya teníamos la nota. Pero también había un examen el sábado de mañana. Era el último: Botánica.

Naturalmente, no fui a rendir; fui a la iglesia, sita en la calle 46, n° 360, entre 2 y 3.

El lunes fui a la secretaría de la facultad para ver cuándo sería mi examen de Botánica. Me atendió el secretario, y cuando le pregunté:

–¿Qué día es el examen que se rinde dentro de un mes? Yo tengo aprobadas todas las materias menos una, Botánica.

El secretario puso una cara que me pareció de perro enojado, y me dijo:

–Su caso no está contemplado en el reglamento. Esa posibilidad existe cuando un alumno es aplazado en una materia, pero usted no fue aplazado. ¡Usted no se presentó! ¡Vaya a hablar con el decano!

Fui al Decanato, me atendió la secretaria, le expliqué que no había rendido el examen de Botánica porque había sido en sábado, pero tenía aprobadas todas las materias de ingreso. La secretaria consultó con el decano, volvió a la ventanilla y me dijo: “Dice el decano que haga una nota”.

Conseguí un papel, y con la mejor letra posible escribí que como el examen de Botánica había sido en sábado, por razones de conciencia, no había asistido.

Le entregué la nota a la secretaria, en la ventanilla del decanato y al día siguiente volví para tener la respuesta. Salió a atenderme el decano y me dijo: “Usted queda como alumno condicional, puede asistir a clases, y dentro de un mes habrá un examen para conscriptos. Usted puede rendir con los conscriptos”. Le agradecí, y me fui muy contento.

Ya estábamos en marzo, y habían comenzado las clases de Anatomía. Me encantaban. El Prof. Rómulo Lambre tenía en la mano un hueso etmoides, nos lo mostraba y describía con precisión sus partes: las masas laterales, donde están los senos etmoidales, la lámina cribosa por donde pasan los filetes del nervio olfativo, y la lámina vertical, que forma parte del tabique nasal… Pero yo estudiaba Botánica.

Para entonces terminaba marzo, así que fui a la secretaría para preguntar cuándo sería la fecha del examen para conscriptos. En cuanto le pregunté al secretario por el examen, me miró con la misma cara de rabia con que me había mirado antes, y me dijo:

–Si hay conscriptos, hay examen. Si no hay conscriptos, ¡no hay examen!

Entonces le pregunté:

–Y… ¿No hay conscriptos?

Con toda firmeza me contestó:

–No hay conscriptos.

En aquellos años, el servicio militar era obligatorio en la República Argentina. Los muchachos que cumplían veinte años tenían que recibir instrucción militar y formaban parte del ejército durante un año. Esos eran los conscriptos.

Era evidente que la Facultad de Medicina de La Plata no iba a hacer ninguna concesión en cuanto a fechas de examen por razones religiosas. Así que lo de “alumno condicional” quedaba pendiente y ya no dependía de nada que yo pudiera hacer, aparte de orar. No obstante, Dios sí podía, y a último momento ¡llegó un conscripto! Un muchacho de Entre Ríos que había estado haciendo el servicio militar fue dado de alta del ejército, y como deseaba estudiar Medicina vino a La Plata. Más cerca le quedaba Rosario y también Buenos Aires, pero ¡vino a La Plata! Así que ¡hubo examen!

El rindió todas las materias, yo solo tuve que rendir Botánica. Recuerdo muy bien aquella mesa examinadora. Me hicieron preguntas y más preguntas, pero yo había tenido tiempo de sobra para estudiar. Al terminar, el jefe de la mesa examinadora me dijo:

–Muy bien. Tiene un diez, pero díganos, ¿por qué usted no se presentó al examen en febrero? ¿Estuvo enfermo? ¿O no estaba preparado?

Entonces le contesté:

–Porque soy adventista del séptimo día y en obediencia al cuarto mandamiento de la Ley de Dios, y siguiendo el ejemplo de Cristo y los apóstoles, guardo el sábado. Como el examen de Botánica fue en sábado, no lo rendí.

Me sorprendió su respuesta:

–Aquí somos todos católicos, pero lo felicito, porque difícilmente uno de los nuestros se hubiera expuesto a perder un año de estudio por motivos de conciencia.

¡Gracias a Dios! ¡Cómo cumple él sus maravillosas promesas! De este modo lo cantaba David: “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará” (Sal. 37:5). Así fue como ingresé en la carrera de Medicina en la Universidad Nacional de La Plata.

El primer año de mi carrera llegó a su fin. Papá me había advertido que quizás hasta allí podría ayudarme con los ochenta pesos por mes que entregaba a la familia Basanta. Yo tenía muy buen apetito, y una vez oí que don Ángel le decía a su esposa Emma, en broma por supuesto, y mirándome a mí: “A este es más barato hacerle un traje que darle de comer”. Hasta hoy recuerdo con gratitud la bondadosa hospitalidad de la familia Basanta.

La pregunta que venía a mi mente una y otra vez era: ¿qué voy a hacer el año que viene?

Eximido del servicio militar

Tenía veinte años recién cumplidos cuando me llegó la citación. Como mi domicilio estaba registrado en Rafaela, tenía que presentarme en el cuartel de Santa Fe para ser incorporado al servicio militar.

Yo era muy delgado y medía 1,80 m, así que un día antes de presentarme tomé un purgante con la esperanza de que, por no entrar en el índice de Pigné (relación peso-altura-perímetro torácico), pudiera librarme. Luego me pesé, me medí, y para mi decepción, todavía entraba. Oré para que Dios me guardara y si era posible me librara de esa actividad militarizada que nada agregaría a mi vida personal y espiritual. Mis padres también oraban. Fui a Santa Fe y me presenté. La orden que recibimos fue:

–¡Desnúdense! Vamos a tomarles el índice de Pigné.

Primeramente me midieron:

–Un metro ochenta –cantó el oficial a cargo.

La altura no me sirvió para salvarme. Me pesaron: 53 kg. El mismo peso que tenía antes de presentarme. Entonces me midieron el perímetro torácico, ¡y el oficial cantó nueve centímetros menos de lo que yo había medido en casa!

–Espere allí –me dijeron.

Dos minutos después me entregaron la libreta de enrolamiento, donde escribieron: “Inepto para el servicio militar”. ¡Salvado para servir! Agradeciendo a Dios, fui a despedirme de mis padres, y viajé a La Plata.

Papá se había jubilado, ¿cómo podría yo seguir estudiando? En la iglesia de La Plata conocí al Dr. Ubricio Palau. Era el director de Asistencia Pública de La Plata. Hacía poco que se había incorporado a la iglesia. Un día, caminando por la calle, pasé frente al edificio de Asistencia Pública, y por un portón que estaba abierto, vi a unos hombres con botas de goma que lavaban las ambulancias con mangueras y fuertes chorros de agua. Y se me ocurrió una idea: “Necesito conseguir un trabajo para seguir estudiando, ¿y si le pido al Dr. Palau el trabajo de limpiar ambulancias?”

Así que un sábado, al salir de la iglesia, me acerqué al doctor, y le dije:

–Doctor, para continuar mis estudios de Medicina el año próximo, necesito conseguir un trabajo. ¿Podría darme el trabajo de limpiar ambulancias? Me miró bondadosamente y me contestó:

–Bueno, vamos a ver qué se puede hacer.

Varias semanas después, al salir de las reuniones en la iglesia, me llamó y me dijo:

–Tengo buenas noticias para ti.

–¿Voy a limpiar ambulancias? –le pregunté.

–No –me contestó.

Y enseguida agregó:

–Vas a trabajar en la Administración. Y ¿sabes cuánto ganarás?

Y sin darme tiempo para pensar, me dijo:

–Doscientos pesos por mes.

¡Casi no lo podía creer; podría seguir estudiando! El gerente de Asistencia Pública era el Sr. Lerange. Yo trabajaba en su oficina. Tenía que pasar a un libro las facturas de todos los gastos y sumar al fin del mes para informar el total, bien documentado. Había una señora que trabajaba como secretaria en la misma oficina.

Una mañana sonó el teléfono cerca de mi escritorio y lo levanté para atender. Alguien quería hablar con el Sr. Lerange. Extendiendo el teléfono hacia donde estaba el gerente, le dije:

–Sr. Lerange, es para usted.

–Dígale que no estoy.

Quedé con el teléfono en la mano, levantado en el aire, sin saber qué hacer.

–Señora, dígale que no estoy -fue la orden de Lerange.

Le alcancé el teléfono a la secretaria, y ella contestó de acuerdo con el pedido del jefe. Después de esa experiencia, ya Lerange sabía que no podía contar conmigo para mentir. Así que, si sonaba el teléfono y él no quería atender, me decía:

–No atiendas.

Y dirigiéndose a mi compañera le decía:

–Señora, dígale que no estoy.

El reglamento para un empleado estudiante indicaba que debía trabajar seis horas por día. Por supuesto, yo tenía el sábado libre. En caso de tener que rendir examen, me daban libre el día anterior al examen y el día que rendía hasta terminar el examen.

Dios me estaba dando los recursos para seguir estudiando. Ya no necesitaba recibir dinero de mis padres. Ya no pagaba ochenta pesos por mes a los Basanta, ni a los Marcenaro, ni a los D´Argenio, todas familias de la iglesia de cuya hospitalidad disfruté sucesivamente. La iglesia de La Plata me consiguió alojamiento gratuito en la cocina ubicada detrás del salón de jóvenes.

Salvados para servir

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