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CAPÍTULO 1

Mis raíces

“Porque tú formaste mis entrañas; tú me hiciste en el vientre de mi madre” (Sal. 139:13).

Un memorioso aseguró que “los que olvidan el pasado no tienen futuro”, por eso quiero comenzar mis “memorias” honrando mi pasado, mis raíces, humildes en bienes materiales, pero ricas en seres honestos y trabajadores, poderosos respecto de los inamovibles valores morales que me legaron como valiosa herencia. Honro mi pasado porque quiero tener futuro.

Por tradición, mi familia se dedicaba al arte de cultivar vides y elaborar vino, allá en Ainzón, a orillas del río Huecha, al oeste de la provincia de Zaragoza, en España. Allí se enclavaron mis raíces.

Juan Tabuenca y Antonia Romanos se unieron en matrimonio y tuvieron seis hijos. Menciono solo dos nombres: Andrés el mayor y Pedro, el menor.

Como ya señalé, cultivaban sus vides, cosechaban las uvas y hacían el vino que fermentaba en sus propias bodegas, unas cuevas cavadas en las laderas de pequeños cerros, cercanos a ese pueblito rural que era Ainzón. Desde Francia venían los que compraban el apreciado producto de sus bodegas.

Andrés, el mayor, se casó con Marcelina Gracia y tuvieron dos hijos: Emilio y Alejandro. Pedro, el menor, disfrutaba asistiendo a la Iglesia Católica, donde tuvo el privilegio de llegar a ser monaguillo, aunque creo que en el fondo de su corazón tenía la aspiración de ser sacerdote.

Como a tantos, también llegó para ellos la oportunidad de “hacer la América”, y con ese propósito, Andrés viajó a la Argentina para trabajar en alguna huerta. Marcelina y sus pequeños hijos quedaron en Ainzón a la espera de que Andrés consiguiera el dinero necesario para pagar el viaje de su familia, ahora lejana.

En estas circunstancias, aparentemente desfavorables, Dios permitió que Marcelina, analfabeta, como toda buena mujer española de aquel entonces, fuera visitada por un misionero adventista que le enseñó a leer con la Biblia. Por supuesto, en aquella época, posinquisición, en España, la Biblia era un libro prohibido.

Marcelina y su padre conocieron las grandes verdades de la Palabra de Dios, las aceptaron y fueron bautizados por inmersión, tal como lo indican las Sagradas Escrituras, pero no en el río Huecha que pasaba al lado del pueblo; hubieran corrido el riesgo de ser apedreados. Fueron bautizados en la bañera de su casa. Difícilmente hubiera ocurrido esto si Andrés, el esposo de Marcelina, hubiera estado allí.

Andrés Tabuenca, un campeón en el uso de la pala, la azada y el rastrillo, “hacía la América” trabajando con éxito en una quinta cercana a la población de Armstrong, en la provincia de Santa Fe, República Argentina. En dos cortos años pudo ahorrar suficiente dinero como para pagar los pasajes de su esposa y sus dos hijitos, para que vinieran de España.

Cuando Marcelina llegó a la Argentina era otra mujer: sabía leer, conocía la Biblia, era adventista del séptimo día y ya no bebía vino, pero respetaba a su marido, el quintero, ex viticultor, por supuesto moderado pero buen bebedor de vino. Marcelina se encargaba de que la botella de vino no faltase en la mesa.

Un día, a la hora del almuerzo faltaba el pan, pero la botella de vino estaba allí.

–Mujer, ¿no hay pan? −preguntó Andrés.

–Bien, tú sabes cómo estamos −contestó su esposa.

–Pues… No hay pan para mis hijos, ¿y yo con vino? ¡Nunca más!

Esa fue la sabia decisión de Andrés. ¿Le habrá leído Marcelina los consejos bíblicos sobre el vino y el alcohol, tales como: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa. Se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá, y como áspid dará dolor” (Prov. 23:31, 32)? ¿O fue solo el amoroso ejemplo de Marcelina, acompañado por sus oraciones, el que condujo a Andrés a estos cambios? Poco tiempo después de la llegada de su esposa, Andrés se convirtió a su nueva fe y fue bautizado. ¡Salvados para servir!

De España a la Argentina

Pedro, el menor de los hermanos, tenía 24 años cuando murieron sus padres en Ainzón, y decidió viajar a la Argentina para reunirse con su hermano Andrés. Cuando llegó a Armstrong, se encontró con un cambio notable en la vida de Andrés y su familia. Lo primero que le llamó la atención fue que su hermano ¡no bebía ni maldecía!

Muchos años después de esto, con mi esposa Jenny pudimos visitar a mi familia Tabuenca en Ainzón. Allí estaban mis primos. A los dos nos llamó la atención el vocabulario de ellos. Las palabrotas de grueso calibre eran usadas hasta con afecto, para darnos la bienvenida. Por supuesto, seguían siendo viticultores, pero ya no en las bodegas cavadas en los cerros, sino en la Sociedad Vitivinícola El Santo Cristo, de Ainzón.

Mientras recorríamos sus instalaciones, uno de mis primos me dijo: “Pedrito, yo nunca bebo agua”. Así entendí mejor la sorpresa de mi padre cuando se encontró con su hermano Andrés, que ya no bebía ni maldecía.

Pedro, recién llegado a la Argentina, pasó a ser huésped en el hogar de Andrés y Marcelina, y la familia se reunía al atardecer para leer la Biblia y cantar algunos himnos con los niños. No obstante, Pedro, el ex monaguillo, no quería contaminarse con esos “herejes”. Así fue que al principio se mantuvo a distancia, pero finalmente se atrevió a participar y hasta tomó en sus manos una Biblia, lo que desde siempre le había estado prohibido. Como todo religioso sincero, encontró en la Biblia las preciosas verdades que hasta entonces había desconocido.

Salvados para servir

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