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CAPÍTULO 5 Todavía ocurren milagros

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“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8).

Alguien me dio la fórmula de la pólvora: clorato de potasio, azufre y carbón. Era divertido llenar con ese explosivo un tintero, hacerle un agujerito en la tapa, pasar por allí un “choricito” de papel higiénico, prenderle un fósforo y tirarlo para que explotara. Pocos sabían que la “fábrica” de pólvora era el escritorio de mi pieza, que compartía con Isidoro Gerometta.

Una vez, sin querer, el montoncito de pólvora que estaba allí se me incendió. No hubo explosión, pero la pieza, de repente, se llenó de humo. Isidoro, mi buen compañero, no dijo nada. Ahora creo que el diablo quería matarme y me puso un pensamiento en la cabeza: “¿Por qué no hacer una bomba en serio y en vez de un tintero usar como envase un caño de hierro?”.

En el taller del colegio trabajaba un amigo, Alfredo Kalbermatter, así que le pedí que a un caño de hierro de veinte centímetros de largo, le hiciera rosca en ambas puntas para cerrarlo con dos tapones de hierro, y que también le hiciera un agujerito para pasar por allí la “mecha”.

El problema era cómo hacer “más segura” esta “bomba de tiempo”. Otro amigo, Rolo Dalinger, se me unió al proyecto y surgió una buena idea: usar un pedazo de espiral matamosquitos, atado al choricito de papel higiénico. Entonces completamos la investigación midiendo cuántos centímetros por minuto avanzaba la ignición en la espiral.

Ya teníamos todo. Solo faltaba decidir en qué momento haríamos el estallido, y en qué lugar.

Nos pareció bien hacerlo en el tercer recreo, y elegimos un buen lugar, para no dañar a nadie: un yuyal que había detrás del Pabellón Teológico, bien cerca del antiguo Hogar de Varones.

Ya habíamos calculado los centímetros de la espiral para que el estallido fuera diez minutos después del encendido. Yo me encargué de encender la espiral y de depositar la bomba en su sitio.

Nos fuimos al Hogar y esperamos los diez minutos, pero la bomba no estalló. Decidí ir de inmediato a ver qué pasaba. Y me acerqué por dentro del yuyal para ver la bomba. ¿Se habría apagado la espiral? No, comprobé que la espiral todavía estaba humeando, así que volví corriendo al Hogar de Varones, por la puerta de atrás, para no ser visto. Ni bien entré… ¡Bum!

Sentí que ¡todo el edificio tembló! Hasta yo me asusté. Fue una explosión tremenda. Así que salí para ver el lugar de la explosión, y allí me estaba esperando el preceptor, mi querido profesor de matemáticas, David Rhys. Cuando me vio llegar, me dijo:

−Otra vez que quieras hacer una bomba, la haces reventar en el arroyo pero no aquí, ¿entiendes?

−Sí, tiene razón, profesor −fue mi “inocente” respuesta.

No tengo ninguna duda de que mis padres, allá en Reconquista, habían orado por mí, y que un ángel del Señor me hizo ver la espiral entre los yuyos, que todavía humeaban, y me alejó inmediatamente del lugar. La tarde de ese mismo día, los muchachos me trajeron esquirlas de hierro y pedazos de la “bomba” que habían encontrado a más de cien metros de distancia. No tengo dudas, aquella vez Dios me salvó la vida. “¡Gracias a Dios por su don inefable!” (2 Cor. 9:15). “Con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia” (Jer. 31:3).

Semanas más tarde, mientras íbamos caminando para celebrar el culto vespertino, un grupo de cuatro muchachos vimos cómo la campana de la institución producía su metálico sonido, balanceándose sobre la chimenea de la cocina. Y como era de temer, se nos ocurrió una idea “brillante”: “¡Qué lindo sería atar la campana, una noche de estas, para que no nos despierte a las 6!” En invierno, a esta hora era todavía noche cerrada.

A los cuatro nos entusiasmó la idea. La usina del colegio apagaba los motores a las 22. Todo quedaba a oscuras, y ¡todos a dormir! A las 6, cuando las chicas que trabajaban en la cocina tocaban la campana tirando de un cable que bajaba hasta allí, los monitores de los hogares de niñas y de varones iban por los corredores tocando una campanita para despertar a todo el alumnado. Así que nos pareció “oportuno” primeramente silenciar las campanitas de las residencias estudiantiles, y después atar la campana de la chimenea.

La campanita del Hogar de Varones fue muy fácil de acallar: la escondimos en el entretecho. La campanita del Hogar de Niñas presentaba un mayor desafío. Yo la había visto en el segundo peldaño de la escalera que llevaba al piso de arriba. Así que entré por una ventana del Hogar de Niñas, a una pieza donde había un piano (era un aula de música), y de allí, gateando, fui hasta la escalera, y tanteando en el segundo escalón, levanté la campanita, tomé el badajo para que no hiciera ruido, la llevé al aula de música y la dejé en un cajón, debajo de unos libros.

Después de las 22, cuando ya todo estaba muy oscuro, los cuatro “mosqueteros” salimos del Hogar a buscar una escalera para subir a la chimenea y atar la campana grande. Buscamos la escalera que estaba a la vista, apoyada en una pared del que hoy es el Pabellón de Música, que algunos muchachos habían estado pintando. La llevamos hasta el Hogar de Niñas, pero no alcanzaba para llegar al techo. Por fortuna, había un gran tanque de agua de lluvia junto a la pared. Fuimos hasta la carpintería y trajimos tres tablones, los pusimos sobre el tanque, y encima apoyamos la escalera. Tres muchachos sostenían la escalera mientras yo subía hasta el techo del Hogar. Gateando para no hacer ruido llegué hasta la chimenea, y con un piolín que llevaba até el badajo a la campana para que no sonara aunque se moviera.

Bajar, llevar la escalera al lugar donde estaba y devolver los tablones de madera a la carpintería, nos llevó mucho tiempo. Serían las 2 cuando volvimos al Hogar de Varones para dormir.

La gestión fue todo un “éxito”. Esa mañana no sonó ninguna campana. A las 6:30 escuchamos a uno de los celadores que pasaba por los pasillos golpeando las manos y gritando: “¡Levántense! ¡Levántense que ya es tarde!”

Las clases comenzaron más tarde ese día. Mientras estábamos en fila para entrar a las aulas, se adelantó el director del colegio, el Dr. Fernando Chaij, y dirigiéndose a todos los estudiantes nos dijo:

–Bueno, alumnos, una broma es una broma. Hemos resuelto no tomar medidas disciplinarias por lo ocurrido, pero queremos que quienes lo hicieron, nos lo digan.

Los cuatro compinches sonreímos, nos tocamos el codo y dijimos para nosotros mismos: “Sí, mira que te lo diremos…”

Esa misma tarde, se acercó a mi habitación en el Hogar de Varones un muchacho grandote: Carlos Rodríguez, y me dijo:

–Mira, Pedrito, si yo encuentro al que ató la campana, lo mato, porque nos están acusando a Ricardo D’Argenio y a mí de haber atado la campana. Nos acusan porque somos los que tenemos la escalera, ya que estamos pintando ese edificio de aulas.

Entonces, le contesté:

−No lo mates, Carlitos, porque “ese” fui yo con otros compinches. Tranquilo… ahora voy y le cuento al preceptor que fuimos nosotros.

Lo de las campanas y lo de la bomba había quedado bien claro, y por gracia de Dios, no se tomaron medidas disciplinarias.

Unas pocas semanas después llovió a cántaros durante todo el día. Por la noche, el cielo se limpió, salió la luna y desde el Hogar de Varones se oía el ruido, semejante a una catarata, que venía del Salto de Lust, en el arroyo Paraíso. Y se nos ocurrió, a los mismos cuatro atorrantes, otra idea “genial”.

–¡Qué lindo sería ir a ver la catarata en el arroyo Paraíso!

–Y bueno… Vamos.

Esperamos que se apagaran las luces del Hogar a las 22, y para hacer más emocionante nuestra escapada, atamos una sábana a la cama cerca de la ventana, y por allí nos descolgamos. Caminando a la luz de la luna, hacia el arroyo, habremos hecho unos 150 m, y a uno de los muchachos se le ocurrió gritar: “¡Viva la libertad! ¡Viva! ¡Somos los estudiantes, somos!”

Nuestro preceptor, David Rhys, oyó los gritos, y de inmediato fue a ver si estaban en sus piezas los cuatro sospechosos… Y no estábamos…

Llegamos con aire de triunfadores al Salto de Lust. Era hermoso ver la catarata iluminada por la luz de la luna. Tiramos algunas piedras al agua, disfrutamos de las ondas y el característico sonido, y volvimos sigilosamente.

Al pasar frente a una casa que estaba cerca del camino, dos hombres sentados a la entrada nos saludaron con un cálido: “Buenas noches”. No los reconocimos porque estaba oscuro y varios metros nos separaban de ellos, pero respondimos el saludo y continuamos el camino de retorno.

Después de caminar viarias cuadras, miramos hacia atrás y vimos que los dos hombres nos seguían. Al llegar a una esquina, uno de ellos dobló para ir a su casa: ¡era el vicerrector del colegio, el Pr. Víctor Ampuero! El otro que nos seguía se fue acercando, y cuando llegábamos a la puerta del Hogar, nos alcanzó: ¡era el preceptor, David Rhys! En un tono muy natural nos dijo: “Mañana pueden dormir tranquilos, porque no van a ir a clases. Están suspendidos hasta que la Comisión de Disciplina decida qué vamos a hacer con ustedes”.

Por la mañana nos informaron que mientras no fuéramos a clases teníamos que ir a trabajar a la quinta, así que los cuatro pasamos el día carpiendo la tierra con la azada en una plantación de repollos.

A la mañana siguiente, me avisaron que debía presentarme en la oficina del director, el Dr. Fernando Chaij. Entré, me hizo tomar asiento frente a su escritorio, y me dijo: “Pedro, quiero que sepas que tu permanencia en el colegio se ha cortado, o pende de un hilo”.

¡Cuánto necesitaba yo ese regalo divino que se llama arrepentimiento! Dolor por haber pecado. “Porque la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación […]” (2 Cor. 7:10). Me largué a llorar desconsoladamente en el escritorio del director.

Es posible que esas lágrimas hayan influido en la decisión de la Comisión de Disciplina. Su veredicto fue: 24 amonestaciones. Hasta hoy agradezco a Dios por esa misericordia. No fueron 25. No fue la expulsión, pero sí una severa advertencia. Ahora había que ¡portarse bien! Cuán cierto es lo que escribió Salomón: “La necedad está ligada en el corazón del muchacho; mas la vara de la corrección la alejará de él” (Prov. 22:15). La necedad estaba, pero la vara hizo su efecto, ¡gracias a Dios!

Me gustaba la materia bíblica que tuvimos ese año: El Gran Plan de Dios, y respetaba mucho a su profesor, el Pr. John D. Livingston. ¡Él era muy exigente al corregir los exámenes! Había que contestar muy bien todo para sacar una buena nota. No muchos días después de recibir la sanción disciplinaria, tuve una entrevista con Livingston. Le dije que quería ser bautizado.

−Bueno, Pedro, recuerda que Jesús después de su bautismo fue tentado por el diablo –me dijo el profesor.

−Sí, pastor, pero yo quiero ser bautizado -fue mi respuesta.

Antes que terminara el año se organizó un bautismo, y se realizó en el único bautisterio que había entonces en Puiggari: el famoso Salto de Lust, en el arroyo Paraíso, allí fui bautizado por inmersión, como enseña la Biblia. ¡Salvado para servir!

Me imagino la tristeza de mis padres al ser informados de mis 24 amonestaciones. Tanto, que llegaron a la conclusión de que yo, con mis 17 años, no estaba maduro para volver como interno al Colegio Adventista del Plata al año siguiente.

Antes de que terminara ese año lectivo, me pidieron que tuviera a mi cargo el tema en el culto vespertino. Y mi tema fue: “El amor de Dios”. Y ese sigue siendo mi tema favorito. Creo que el AMOR (con mayúsculas) es el deseo y la capacidad que Dios tiene de brindar felicidad, y que el amor (con minúsculas) es el primer fruto del Espíritu Santo, que nos da, también a nosotros, el deseo y la capacidad de brindar felicidad a quienes nos rodean.

Ese año, a papá lo trasladaron como pastor a la iglesia de Río Cuarto, provincia de Córdoba, lo que me permitió cursar el cuarto año en el Colegio Nacional de aquella ciudad.

Recuerdo con gratitud al excelente profesor de Química que tuvimos. Metales y metaloides, óxidos y anhídridos, y las fórmulas de las sales minerales. Tomé nota de todo lo que el profesor dictaba. ¡Qué útil me fue para el ingreso a Medicina dos años después!

Salvados para servir

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