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CAPÍTULO 6 Colportaje, amor y bicicleta

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“Y mirándolos Jesús, les dijo: Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible” (Mat. 19:26).

Después de un tiempo, a papá lo trasladaron como obrero evangélico a Rafaela, provincia de Santa Fe. Él consideró que, con dieciocho años, sería una excelente experiencia para mí colportar durante ese verano, pero hacerlo con sede en casa, por el campo, en bicicleta.

Me compraron una buena bicicleta, le instalaron un cajón en la parte trasera, donde podía llevar los libros. Papá me enseñó brevemente la técnica de la presentación, para la cual debía saber algo del contenido de cada uno de los pequeños libros acerca de salud, vida familiar y vida espiritual que iba a vender. Recuerdo que uno de ellos se titulaba ¿Basta el amor?

Fuimos con papá, en Rafaela, a visitar a un médico y también al comisario, a fin de mostrarles los libros que yo iba a vender en bicicleta por el campo, y para pedirles una firma con su sello en el prospecto de presentación, como una recomendación para incentivar la compra de los libros. ¡Conseguimos las dos firmas! Así que ya estaba listo para mi verano de colportaje.

Pero hacía un año que no la veía a Jenny, así que con el permiso de mis padres decidí ir, por supuesto en bicicleta, a visitar a mi amada novia a Grutly, a cincuenta kilómetros de Rafaela. Ahora me faltaba averiguar cómo hacer para llegar hasta allí. La hermana Amelia Zanatta tenía una hija casada en Grutly, Chichi Zanatta de Herbez, que conocía muy bien el camino y me dio las instrucciones precisas para que pudiera llegar a la casa de don Juan Pidoux y su esposa Eloísa Benítez, donde Jenny estaba gozando de las vacaciones de verano mientras ayudaba a su padre a ordeñar vacas en el tambo, y a su madre a sacar crema de la leche haciendo girar la manija de la desnatadora.

Yo no estaba entrenado para pedalear cincuenta kilómetros sin hacer algún descanso para reponer las fuerzas, así que tuve que parar varias veces, pero ya sabía cómo hacer: primero, llegar hasta Nuevo Torino, allí girar hacia el norte, hacia Felicia, hasta la plaza; de allí girar hacia el este, hasta cruzar El Bajo; entonces, de nuevo hacia el este, hasta llegar a una casa del lado derecho del camino con dos arbolitos al frente. ¡Allí era! ¡Y llegué!

Antes de entrar por el portón, me salió al encuentro un muchachito a caballo que me preguntó:

−¿Eres Pedrito?

−Sí −le contesté.

Entonces volvió al galope hacia la casa gritando:

−¡Vino Pedrito! ¡Vino Pedrito!

Era Walter Arnoldo Guillermo Pidoux, “Tole”, el hermano de Jenny.

Apenas alcancé a bajarme de la bicicleta cuando la vi a Jenny venir corriendo, pero no a mi encuentro; había estado limpiando el gallinero, y quería entrar a su casa para limpiarse y peinarse antes de encontrarse conmigo. Pero extendí mi mano y la atajé. Se dejó tomar e intercambiamos un beso.

Después se preparó como quería, y me presentó a mi querido suegro, don Juan Pidoux. A doña Eloísa ya la había visto en Puiggari, pero ahora me di cuenta de que ellos ya me querían mucho. Pasamos un lindo día juntos “en familia”, y al día siguiente, otra vez en bicicleta, regresé a Rafaela.

¡Qué bendición el colportaje! Mi padre, por años había sido estudiante colportor, y otros tantos años director de colportaje, ahora Pedrito, estudiante colportor durante un verano… Realmente, deseaba imitar a mi padre.

Mi hijo, Arnoldo Daniel Tabuenca, “Cuqui”, durante tres veranos consecutivos fue estudiante colportor con su compañero Rubén Armando Ramos, “Bencho”. ¡Tres generaciones de alumnos colportores! ¡Cuánto se aprende en esta experiencia misionera! Quizá lo más importante que se aprende es que solos nada podemos hacer, pero es muy cierto lo que Jesús nos enseñó: “Y mirándolos Jesús, les dijo: Para los hombres esto es imposible; mas para Dios todo es posible” (Mat. 19:26).

Como todo colportor, también tuve que aprender cortesía, humildad, oración y comunión con Dios. “En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor” (Rom. 12:11).

Mi territorio tenía como centro a Rafaela, pero trabajaba en el campo y abarcaba hasta Lehmann al norte, Nuevo Torino y Felicia al este, Bella Italia y Susana al sur.

Las ventas eran generalmente al contado, porque llevaba los libros en el cajón de la parte trasera de la bicicleta. A veces me sentaba en el pasto, al lado del camino, para descansar un poco y leía El camino a Cristo, mi libro preferido después de la Biblia.

Una vez me vino a acompañar por unos días Leonardo Gerometta, un colportor de experiencia que había sido asignado para orientar a los estudiantes colportores durante ese verano. Así que, también en bicicleta, fuimos a mayores distancias. Recuerdo que un día visitamos un campo donde estaban cosechando, y por la noche tuvimos que quedarnos allí, durmiendo al aire libre, acostados sobre unas bolsas que todavía estaban vacías. El tiempo amenazaba con lluvia, pero gracias a Dios, no llovió.

Mi entrenamiento como ciclista fue bueno. Algunos viernes iba a Grutly para visitar a mi Jenny. Era muy bien recibido en su hogar. Al final del verano ya no tenía que dejar de pedalear ni un instante mientras recorría los cincuenta kilómetros entre Rafaela y Grutly, pero Jenny recuerda que en el abrazo de bienvenida, sentía latir con fuerza mi corazón. Recuerdo que juntos mirábamos las nubes para ver si había algún pronóstico de lluvia para el día siguiente, así podría quedarme un día más con ella. Alguna vez tuvimos ese privilegio.

Cuando terminó el verano ¡había logrado la beca! ¡Había ganado el dinero necesario para estudiar mi último año de secundario en el Colegio Adventista del Plata!

La edad y la experiencia me habían enseñado a “portarme bien”. Además, Jenny y yo éramos novios “oficiales”. Una vez por mes, teníamos, con el aval de nuestros respectivos padres, lo que se llamaba “la salita”. En el Hogar de Niñas había una sala pequeña en la que podíamos sentarnos y conversar hasta por una hora, por supuesto bajo el frecuente control de la preceptora, que por alguna razón “de fuerza mayor” cada pocos minutos tenía que pasar a buscar o dejar alguna cosa importante en un armario que estaba allí. La preceptora era mi querida tía Sara Rode, soltera todavía.

Sara Rode se casó un tiempo después con el Pr. Carlos Treptow y tuvieron una preciosa hija, mi prima Mirta Erna, que es hoy la esposa del Pr. Raúl Rhiner.

¡Qué bendición fue terminar mi quinto año en el Colegio Adventista del Plata! Siempre recuerdo con inmensa gratitud a mi profesor José Uría. Primero, me enseñó a nadar “a la plancha” allá en el Salto de Lust. “Acuéstate de espaldas sobre mi mano”, me decía. “Deja caer tus brazos y tus piernas, aflójate. Ahora respira profundamente…” Hice todo lo que él me dijo y entonces dejó de sostenerme con toda su mano abierta, y me sostuvo con tres dedos… Luego con dos dedos… Después con un dedo… Y al final ¡me soltó! Y yo quedé flotando, haciendo “la plancha”.

Un viernes de noche, José Uría tuvo a su cargo la reunión espiritual para los alumnos; su tema fue: “La oración”. Nos dijo que orar es el acto de abrirle el corazón a Dios como a un amigo. Esto está escrito en el libro El camino a Cristo, pero nos hizo reflexionar: ¡Qué amigo es el Dios Creador del universo! Además, abrirle el corazón no es solo hablar sino también escuchar, y a continuación, el “profe” Uría ilustró lo que había asegurado: “Imagínense que pedimos una audiencia con una importante autoridad, por ejemplo, el gobernador de la provincia de Entre Ríos. Nos informa que podrá recibirnos el próximo lunes a las 10:00. Puntualmente llegamos a la Casa de Gobierno y esperamos hasta que el secretario nos dice que ya podemos presentarnos ante el gobernador. Entramos, nos saluda, nos invita a tomar asiento frente a su escritorio y nos pregunta cuál es nuestro pedido. Entonces hablamos, le contamos el problema, y solicitamos su ayuda. Es como si ya llegamos al amén de nuestra oración. Entonces, ¿nos levantamos y nos vamos? ¡Claro que no! Lo que más nos importa es escuchar lo que nos dice el gobernador. Hagan esto mismo, jóvenes alumnos. Después de orar, quédense en silencio, no se levanten en seguida, escuchen lo que Dios quiere decirles. Eso será para ustedes una experiencia maravillosa”, fue su reflexión.

Quedé convencido con este consejo de mi profesor, así que unos días después, antes de acostarme por la noche, me arrodillé para orar, y luego del amén, me quedé en silencio como queriendo escuchar… No sentí ninguna voz audible, pero un pensamiento impactó mi mente: “¡Sé íntegro, puro y fiel!” ¡Cuánto necesitaba yo ese mensaje del cielo, y cuánto bien me hizo!

Varias noches después hice lo mismo, y el mensaje que recibí fue: “¡Sé esforzado y valiente!” Entusiasmado con las respuestas maravillosas, quise escuchar de nuevo, y después del amén, volví a quedarme atento, y lo que llenó mi mente fue la orden “¡Sé como Jesús!” Allí estaba todo, no necesitaba más.

¡Qué experiencia maravillosa fue esa, al terminar el secundario en mi querido Colegio Adventista del Plata! Gracias a ella comencé a ver las cosas de otra manera: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17).

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