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CAPÍTULO 4

Hora de decisiones

“Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar…” (Sal. 32:8).

Yo quería mucho a mamá y a papá. Él era Pedro, y yo Pedrito. Papá era entonces misionero, evangelista y predicador, y en el fondo de mi corazón yo deseaba ser como él cuando fuera grande. Ese era mi mayor sueño.

Tenía entonces catorce años, y mi hermanita Violeta, diez. Era verano, hacía mucho calor en Reconquista, y estábamos juntos chupando caña de azúcar en el patio de baldosas de casa. Pelábamos la caña con un cuchillo grande. Por supuesto, estábamos descalzos. Mi hermanita salió por un momento del patio y al ratito volvió corriendo. Sin darse cuenta, con el pie izquierdo pisó el mango del cuchillo, y con el filo se cortó totalmente el tendón de Aquiles del pie derecho.

Dando un grito cayó al suelo. Vino mamá, la levantó, le envolvió el pie con una toalla y con la ayuda de unos vecinos que tenían auto, la llevó a casa de nuestro amigo médico, el doctor Itig. Cuando volvieron, después de un largo rato, supe que el doctor la había dormido, le había desinfectado la herida, suturado el tendón de Aquiles, que estaba totalmente seccionado, y también había suturado la piel. Violeta ahora “lucía” una botita de yeso. Tres semanas después, el doctor le sacó el yeso, y los puntos de la piel. Mi hermanita volvió a caminar, y pronto también pudo correr como lo hacía antes.

Algunos meses después, una inyección intramuscular que le habían puesto a papá, le causó una infección en la nalga derecha. Esa vez llamaron al doctor Itig y él vino a casa. Papá estaba acostado boca abajo en la cama, y el doctor Itig me llamó y me dijo, mostrándome la nalga de mi padre: “Mira, esto está hinchado, colorado, caliente y dolorido. Aquí hay pus”. Entonces le echó un chorrito de un líquido muy frío para anestesiar la zona, clavó su bisturí en el lugar exacto, salió el pus y mi papá se sanó. Esto me hizo reflexionar acerca de mi futuro: “¿Seré predicador o cirujano?” Hasta ese momento había pensado ser predicador, pero ahora la indecisión me llevó a orar todas las noches, arrodillado junto a mi cama, antes de dormir: “Querido Jesús, ¿qué quieres que yo sea, predicador o médico?”

Durante varias noches esa fue mi oración, pero Dios no me contestaba. Así que una noche, cuando terminé mi oración, le dije: “Señor, no me voy a dormir hasta que me contestes”. Pasaron algunos minutos, yo tenía sueño pero me resistía a dormir. Acostado, pensaba: “No me quiero dormir hasta…” Entonces vino a mi mente un pensamiento, casi como una voz clara que me dijo: “Sé médico, eso no te impedirá predicar”. Dios me había contestado. Desde entonces, mi oración fue: “Jesús, Dios mío, ayúdame para que pueda llegar a ser médico y también predicador”.

Estudiante en el Colegio Adventista del Plata

Ya tenía dieciséis años, había terminado en Reconquista el segundo año del secundario, y mis padres decidieron que ya era bastante grande como para salir de casa e ir al Colegio Adventista del Plata, en Puiggari, para continuar allí mi bachillerato. Así que en marzo de 1944 me mandaron a Puiggari.

Era entonces director del colegio el Dr. Fernando Chaij, y preceptor de varones el Prof. David Rhys.

Yo me sentía suelto como un pajarito, ya no estaban mis padres despertándome, llamándome a desayunar y diciéndome: “Ya es hora de ir a clases”, etc., etc. A las 6 de la mañana sonaba la campana, y después la campanita. Tenía que llegar al comedor a tiempo, de lo contrario me quedaba con hambre. Del comedor iba a formar fila para entrar a clases. Todo estaba muy bien organizado.

El preceptor me designó un excelente compañero de pieza: Isidoro Gerometta, un joven responsable, cuidadoso y cinco años mayor que yo. Mi entusiasmo por el estudio era grande. Ya tenía un ideal en mente: predominaba en mí la idea de ser médico. Otros muchachos miraban a las chicas. A mí no me interesaban. Y les dije a mis amigos: “Yo no vengo a mirar a las chicas. Yo vengo ¡a estudiar!”

Un día, a la hora del almuerzo, en el otro extremo del comedor, dos semanas después de haber llegado al colegio, vi a una chica. Había muchas, pero yo vi a una. Hoy estoy seguro de que fue Dios quien me instó a mirarla, porque de inmediato este pensamiento llenó mi mente: “Cómo me gusta esa chica… Con ella me voy a casar”. De inmediato busqué a mi alrededor alguien que la conociera, y un muchacho me dijo: “Esa es la Jenny Pidoux”.

Esa información me tranquilizó: “Entonces es prima de Desirèe, va a ser más fácil conseguirla”, pensé. Yo tengo una prima muy querida, Desirèe Pidoux, hija de mi tía Pochola, hermana de mamá. Así que me quedé tranquilo, pensando en cómo hacerle llegar una cartita con mi declaración de amor. Jenny tenía 13 años; y yo, 16.

Un día, la preceptora del Hogar de Niñas, mi querida tía Sara, también hermana de mamá, me dijo:

–Pedrito, ¿tú estás enamorado de Jenny Pidoux?

Y yo le contesté:

–Tía, ¿por qué me dices eso?

Ella razonó:

–Por la forma en que la miras.

¡Tenía toda la razón del mundo! Al fin me animé a escribirle. Solo me acuerdo de una frase de esa primera cartita: “Necesito de tu amor más que del aire para respirar”. No me acuerdo con cuál miembro del “correo estudiantil” le mandé la carta. Pero sí me acuerdo de que la respuesta tardaba… Días después, me llegó el “chimento”: ¡No, ella no quería saber nada! Y yo tocaba en el violín Penas de amor, de Fritz Kreisler…

Sucedía que antes de mandarme a Puiggari, allá en Reconquista, mi mamá me había comprado un mameluco marrón. Para que me quedara bien de largo (yo medía 1,80 m de estatura), el mameluco era varias tallas más grande, y con un cierre “relámpago” adelante. Me bailaba con el viento mientras yo caminaba apurado por el jardín del colegio. Ese atuendo no era nada elegante para entusiasmar a Jenny. Me animé a escribirle dos veces más, ¡pero sin respuesta! Así que decidí hablarle, pero ¿qué le iba a decir? y ¿cuándo sería el mejor momento?

Esa noche preparé un discursito, corto, poético y bonito, y decidí que le hablaría durante el tercer recreo del día siguiente. Por la mañana, cuando me desperté, lo repasé. Sí, ya lo sabía muy bien, solo había que esperar que llegara el tercer recreo. Y llegó. Me arrimé a un corrillo de chicos y chicas entre los cuales estaba Jenny. Le hice señas como queriendo hablarle, pero ella no me vio. Uno de los chicos le dijo: “Quieren hablarte”.

Ella se dio vuelta, salió del corrillo y se me acercó. Recuerdo cómo me temblaban las rodillas y los labios… ¡Y el discurso se me había olvidado totalmente! Así que le dije:

–Tú ¿sabes que yo te quiero?

–Sí –fue su brevísima respuesta.

Tomé coraje y me animé a preguntarle:

–Y ¿puedo tener esperanza?

Jenny me contestó:

–Y… Puede ser…

En los meses siguientes me dediqué a estudiar, a sacar buenas notas y a tocar el violín. Una tardecita, paseaba con mi hermana Violeta por el llamado “camino de los hermanos”. No iba con el mameluco marrón, sino bien vestido. Después supe que Jenny estaba dentro del hogar de niñas, espiando por la puerta de alambre tejido. Al verme pensó: “¡No está tan mal…!”

Realmente creo que Dios guió mis sentimientos y también los de ella. El caso fue que, en agosto, el día que cumplí 17 años (Jenny ya tenía 14) ¡recibí una cartita! ¡Jenny me decía que sí!

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